Pensamiento / Estética
En su ponencia durante el coloquio "Configuraciones de vida", organizado por la Universidad Nacional de San Martín, el autor analiza el poder que ciertas piezas de arte ejercen sobre nosotros y el modo misterioso en que nos relacionamos con ellas.
Hace
poco menos de un año, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que
se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad de Buenos
Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores
de La Gioconda que el fotógrafo francés tomó en el Louvre en
1947. Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a
abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra
Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el
encuentro con una obra maestra. Detrás de la soga que delimita los
espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A
su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta
las cejas, perplejo. Detrás de él, se recorta un espectador que parece
fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la
boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y
una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente
se encuentra lejos y es más pequeño de lo que se esperaba.
Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue
transformado en museo público, la pintura de Leonardo ha sido
depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y
millones de hombres y mujeres han peregrinado a París desde los más
lejanos rincones del mundo sólo para verla. Se han publicado
innumerables textos inspirados en ella, desde los ensayos de Théophile
Gautier y Walter Pater -acaso las más bellas ensoñaciones de la crítica-
hasta las novelas El código Da Vinci de Dan Brown y Valfierno
de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias de su robo en 1911.
Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol se han ocupado de parodiarla
hasta convertirla en ícono pop. Se han filmado películas y series de
televisión sobre su historia, se han fabricado toneladas de postales,
afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con la
efigie de La Gioconda , y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces.
El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, consagrada por el público antes que por la crítica. |
Uno puede desembarazarse fácilmente de este problema diciendo que la Mona Lisa
es un clisé, un lugar común de la cultura de masas, un objeto de
consumo, cuya notoriedad nada tiene que ver con el mundo del arte, ni
con las evaluaciones superiores que están en el corazón de la
experiencia estética, y que concierne a otra categoría de cosas, como la
industria cultural, el kitsch o el turismo. Mucho más arduo
es, sin duda, tratar de comprender por qué un cuadro, que ha sido
pintado según los criterios de una época dada, puede suscitar respeto y
revelarse como una fuente de fascinación varios siglos después, más allá
de las transformaciones que el gusto ha conocido, de las tendencias
artísticas y de los juicios subjetivos. ¿Cuál es la razón que permite
que ciertas obras de arte se destaquen del resto con un poder de
evocación que no sólo perdura, sino que se actualiza de una generación a
otra, de una época a otra?
Esta pregunta quizá sea uno de los mayores desafíos a
los cuales la estética y la filosofía del arte deben enfrentarse. Las
obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la
trama en la que se despliega nuestra vida imaginaria mucho más de lo que
creemos. Unas veces nos ofrecen un espejo, otras veces una lámpara,
según la metáfora de William B. Yeats. ¿No dudamos como Hamlet, sentimos
celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos
figuramos el infierno con los ojos de El Bosco, de Brueghel, de Dante,
Milton o Blake? ¿No nos volvemos hacia Edipo para explicar los traumas
de infancia? ¿No vemos la bruma de Londres, como sugiriera Oscar Wilde,
desde que los impresionistas la volvieron visible? ¿Nuestro oído musical
no se encuentra condicionado por la escala temperada de Bach?
I
I
El concepto de "obra maestra" ( masterpiece , chef-d'oeuvre , Meisterstuck , capolavoro
) es una adquisición moderna, ligada al desarrollo de la conciencia
artística en las sociedades occidentales, la secularización de las
prácticas artísticas y la autonomización de la esfera estética. Como ha
mostrado Walter Kahn, la expresión tiene su origen en la tradición
artesanal, más precisamente en el régimen medieval de las corporaciones,
que exigía a todo aprendiz, para que le fuera acordado el estatuto de
maestro, producir una obra que demostrara su excelencia en el oficio. La
producción de una "obra maestra" formaba parte de una prueba de
experticia, en la que un jurado de artesanos decidía, sobre la base de
criterios más o menos establecidos, si el candidato podía ser admitido
como miembro del gremio y adquirir, en consecuencia, el derecho de abrir
un taller, vender sus productos en la ciudad y formar a su vez
aprendices. En distintas regiones de Europa, este examen de competencia,
que habilitaba al ejercicio de una profesión, podía también responder a
finalidades económicas como organizar el comercio, regular la oferta y
la demanda o proteger la industria local.
Con los siglos, el concepto de "obra maestra" se
desplazó del campo de las "artes mecánicas" al de las "artes liberales",
de las corporaciones de artes y oficios al sistema de las bellas artes,
no sin sufrir una mutación semántica. Las nociones de "obra maestra" y
de maestría se modificaron, dejando de invocar simplemente un conjunto
de reglas y preceptos, cuya aplicación exigía un saber técnico. Así,
desde principios del siglo XVI, la maestría ya no califica al artesano,
sino al artefacto producido; ella designa una "obra capital", una pieza
excepcional y ejemplar, dotada de propiedades distintivas, que
representa un modelo de imitación. En este segundo período, como observa
Martina Hansmann, el término expresa, por un lado, "una obra realizada
de manera autónoma" y, por otro, "la emancipación de una perfección
artística, posible en cada fase de la creación y sustraída a todo
control exterior".
En el siglo XVII, con la aparición de las academias de
pintura y escultura, la "obra maestra" participa fundamentalmente de un
canon, es decir, de un corpus de obras paradigmáticas, también llamadas
"clásicas", destinadas a realizar la belleza como valor cultural y
legitimar a la vez los principios artísticos establecidos. Una nueva
transformación se produce durante la segunda mitad del siglo XVIII. La
obra maestra, como creación original que se sitúa más allá de las
normas, tiene su origen en el Sturm und Drang . Con Goethe,
Herder y el surgimiento del romanticismo alemán, la idea de maestría
cede lugar a la de genio, "talento natural que da la regla al arte",
según la formulación kantiana, que ahora se concibe como una facultad de
acceso al absoluto. La obra maestra, desde este momento, es fuente de
una revelación; expresa un "conocimiento extático", como lo llama
Jean-Marie Schaeffer, que proporciona una intuición de esencias
metafísicas, esencialmente superior a las formas cognitivas prosaicas,
entre las que se cuentan los saberes técnicos del sistema artesanal.
Al mismo tiempo, la obra maestra, que antiguamente
había comunicado un contenido religioso, ahora se autolegitima
encarnando por sí misma el ideal del arte. Como sugiere Hans Belting,
aquí es donde debemos situar el nacimiento del "mito de la obra
maestra". Del romanticismo al esteticismo, de Gautier y Balzac con su
novela La obra maestra desconocida a Pater y su glorificación
del arte del Renacimiento, la utopía de la obra maestra como
manifestación del absoluto, producto de una perfección artística
inigualable, elevada a la inmortalidad, no dejará de subrayarse hasta
proporcionar el fundamento hermenéutico de un nueva religión del arte
-de un "servicio profano de la belleza", según la expresión de Walter
Benjamin- cuyo templo moderno es el museo.
Tanto Belting como Arthur Danto, en sus penetrantes
ensayos sobre el tema, han mostrado el estrecho lazo que existe entre
este concepto romántico de obra maestra y la cultura del museo. De todos
modos, pienso que sus respectivos análisis de este proceso histórico
tienden a sobreestimar el papel jugado por la crítica de arte, en
detrimento de los movimientos del gusto. La más lúcida refutación de
esta creencia en el poder omnipresente de la teoría en la consagración
de las obras maestras, a mi modo de ver, la ofrece Frank Kermode a
propósito de Sandro Botticelli.
"Botticelli -explica Kermode- no se volvió canónico a
través del esfuerzo académico sino por casualidad, o más bien por medio
de la opinión." Cuando la Primavera y El nacimiento de Venus
, emergiendo de la oscuridad de siglos, fueron expuestos en 1815 en la
Galería de los Oficios de Florencia, llamaron la atención de los
visitantes y, poco a poco, no sólo estos cuadros empezaron ser
admirados, sino también los frescos sobre las paredes laterales de la
Capilla Sixtina, que habían pasado inadvertidos al lado de las pinturas
de Miguel Ángel. El interés en Botticelli se desarrolló más rápidamente
que el estudio de sus obras, mucho antes de que Ruskin, Pater, Herbert
Horne y Aby Warburg las hicieran su objeto de estudio. El público de los
museos y del incipiente mercado de reproducciones demandaba un arte
anterior al Renacimiento y Botticelli lo proporcionó, abriendo camino a
los pintores prerrafaelistas y al "movimiento estético" de fin de siglo,
que transformó la melancólica belleza de sus mujeres en moda. La Nachleben
de Botticelli fue resultado de una nueva "forma de atención", sostiene
Kermode: "El entusiasmo contó más que la investigación, la opinión más
que el conocimiento".
Cristo en el Monte de los Olivos. En el dolor de la Segunda Guerra, los londinenses querían ver esta obra de El Greco. |
El ejemplo de Botticelli me permite introducir dos
reflexiones complementarias. En primer lugar, pienso que una obra
maestra puede entenderse en parte a la luz de lo que Warburg
caracterizó, sin definir jamás, como una Pathosformel , una "fórmula de pathos
" o "fórmula expresiva". Elaborada para examinar, en principio, la
relación entre el arte de la Antigüedad y el del Renacimiento, esta
noción ha recibido diversas interpretaciones. En mi opinión, la más
productiva en términos estéticos es la que ofrece José Emilio Burucúa.
La categoría warburguiana, argumenta, no debe confundirse con un
reservorio intemporal de representaciones como los arquetipos
inconscientes de Carl Jung; más bien se refiere a una síntesis primaria
de "formas representativas y significantes", históricamente
determinadas, en las que sedimentan las emociones concretas y
ambivalentes que "una cultura subraya como experiencia básica de la vida
social". Partiendo de esta definición, podríamos decir que las obras
maestras son vehículos privilegiados para la transmisión de estas Pathosformel , entendidas como patrones de una experiencia estética primaria, en el sentido pleno de la palabra griega aisthesis
. Dicho de otra manera, las obras maestras serían reconfiguraciones de
esa experiencia estética básica que constituye el horizonte de
comprensión, pretemático y prerreflexivo, de una cultura.
La segunda reflexión lleva a Luis Juan Guerrero, para
quien existen tres conductas u "operatorias" estéticas fundamentales: en
el campo de las "manifestaciones" artísticas, el comportamiento
estructurante es el acogimiento de las obras de arte como objetos de
contemplación; en el de las "potencias" artísticas, la creación y la
ejecución; en el de las "tareas" artísticas, la promoción y el
requerimiento. Desde el punto de vista de la recepción, primero están
los espectadores y, desde el punto de vista de la creación, los
artistas. Sin embargo, si consideramos las obras de arte en una
secuencia histórica, ya no corresponde hablar de contempladores ni de
creadores: "Los protagonistas [?] son los hombres anónimos de un
conglomerado cultural, que piden al arte la premonición de sus
esperanzas y la rememoración de sus glorias". Dice Guerrero:
Se trata, en otras palabras, del drama de un pueblo, de
una cultura, de un momento histórico, que ha de ser asumido por sus
propios protagonistas por medio de su presentación escénica. Pero no se
trata de un conjunto pirandelliano de personajes en busca de un autor,
sino de un coro humano en busca de los personajes que han de encarnar,
en el escenario estético, su drama histórico.
En esta perspectiva, las obras de arte "no existen ya a
la manera de entes contemplables, ni de procesos en trance de
gestación, sino de propuestas operatorias, de sugestiones y demandas, de
normas colectivas con sus respectivas estructuras de cumplimiento".
Las obras maestras responden a este tipo de
requerimiento, al llamado silencioso de los hombres y las mujeres
comunes, que no son artistas, historiadores, críticos de arte o
curadores de museos. Para ilustrarlo quisiera referir un episodio
contado por Neil MacGregor, director de la National Gallery. En 1939, al
estallar la Segunda Guerra Mundial, todas las pinturas de este museo
fueron trasladadas a una mina de carbón en Gales para ser puestas al
abrigo de los bombardeos alemanes. La National Gallery permanecía
abierta, a pesar de las circunstancias, y se organizaban cotidianamente
pequeñas exposiciones de arte contemporáneo, a menudo con conciertos.
Así fue hasta noviembre de 1941, cuando el museo adquirió el Retrato de Margarethe De Geer
de Rembrandt. Una campaña de prensa fue impulsada entonces por algunos
ciudadanos, reclamando que el cuadro se exhibiera. Al principio, se dudó
en hacer lugar al pedido, pero finalmente la obra fue llevada a
Londres. La exhibición tuvo un éxito inmenso y el público pidió entonces
que una obra maestra fuera expuesta una vez por mes.
Esto dio comienzo a una serie de exposiciones totalmente sorprendente, que recibió el nombre de The Picture of the Month
. Kenneth Clark, director de la National Gallery en ese momento,
consideró que el públicó quería ver cuadros que evocaran serenidad y
propuso, para las dos primeras exhibiciones, el Retrato de un hombre de Tiziano y Patio de una casa en Delft
de Pieter de Hooch. Clark pensaba que el realismo del retrato y la
calma de la escena de género holandesa complacerían la demanda de los
londinenses. Pero se sorprendió al descubrir que el público no quería
ver estas pinturas, sino particularmente otras dos: Cristo en el Monte de los Olivos de El Greco y Noli me tangere de Tiziano.
Las preferencias del público me parecen eminentemente
significativas. MacGregor se pregunta, con razón, qué podían representar
esos dos cuadros para el público londinense en enero de 1942, el
momento más sombrío de la guerra, cuando Inglaterra acababa de perder el
Imperio de Extremo Oriente y la situación en Europa parecía
irreversible. ¿Por qué la gente quería ver aquellas pinturas? ¿Por qué
deseaba contemplar aquella pintura de Jesús orando, lleno de angustia,
en el huerto de los Olivos, frente a un ángel, mientras los guardias
romanos vienen a arrestarlo (Lucas 22, 39-46)? ¿Qué significación podía
tener, para aquellos hombres y mujeres que soportaban, noche tras noche,
los bombardeos de la Luftwaffe, la escena de María Magdalena cuando
reconoce a Jesús resucitado, que le dice "No me toques" (Juan 20, 17) y
se inclina para bendecirla? Quizá proyectaban en esas imágenes un anhelo
de redención después de tantas privaciones y sufrimientos. Quizá
buscaban consuelo y esperanza. Quizá las encontraron.
MacGregor piensa que la elección de estos cuadros
muestra el "rol social que en los momentos de crisis juega una gran
obra maestra, el valor seguro que representa en tales circunstancias".
La metáfora en juego es la del "tesoro"; en cierta forma, las obras
maestras serían al mundo del arte lo que el patrón oro fue, en la
historia económica, al sistema financiero internacional, sirviendo de
respaldo y fijando el valor unitario de la moneda. Ahora bien, el dinero
es puro valor de cambio; se basa en el crédito y la confianza. Si las
obras maestras se encuentran investidas de esta autoridad, es porque
representan y transmiten de algún modo creencias compartidas por la
mayoría de los hombres y las mujeres de nuestra sociedad.
La ópera estatal de Dresde fue destruida en 1945. En 1977, y sin apoyo financiero del gobierno, los ciudadanos emprendieron su reconstrucción. |
Las obras maestras poseen de hecho propiedades que no
se encuentran en otras obras de arte, pero que son indisociables del
reconocimiento que se les dispensa. Una significación densa, sedimentada
en interpretaciones históricamente cambiantes, parece coexistir en
ellas con un valor cultural relativamente estable. A sus cualidades
estéticas se añade así una función social que sólo se define a través de
los usos compartidos por una comunidad, en el conjunto de las prácticas
cognitivas, lingüísticas y no lingüísticas, que constituyen lo que
Ludwig Wittgenstein llamó "forma de vida". Esta función social es
conservadora y crítica a la vez: desde el momento en que comunican
valores comunes, las obras maestras tienen un "carácter afirmativo" ?en
el sentido en que lo entendía Herbert Marcuse? ligado a la memoria y la
tradición; en la medida en que constituyen formas de significación
autónomas, representan, como nos enseñara Hamlet, "la conciencia del
rey".
III
Las obras maestras desempeñarían un papel vital en el
entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que participan
de nuestra visión del mundo. En efecto, los seres humanos no sólo se
dejan tocar emocionalmente por las creaciones artísticas; circunscribir
los procesos cognitivos a la ciencia, reduciendo el arte a la
percepción, a la emoción y a las facultades no lógicas, ha sido quizá la
herencia más nociva de la estética tradicional. El arte tiene tanto que
ver con el placer como con el conocimiento: no es el pasatiempo de un
público pasivo, que suele oponerse a la ciencia como un conocimiento
fundado en demostraciones y experimentos. Como ha indicado Nelson
Goodman, el filósofo que con mayor énfasis ha rechazado esta confusión:
"Llegar a comprender una pintura o una sinfonía en un estilo que no es
familiar, a reconocer el trabajo de un artista o de una escuela, a ver o
escuchar de maneras nuevas, constituye un desarrollo cognitivo
semejante a aprender a leer, a escribir o a sumar".
Las obras maestras, como cualquier obra de arte,
funcionan como tales en la medida en que participan en nuestra manera de
ver, sentir, percibir, concebir y comprender en general. "Un edificio
-señala Goodman-, más que la mayoría de las obras, altera nuestro
entorno físico; pero además, como obra de arte puede, a través de
diversas vías de significación, informar y reorganizar nuestra
experiencia entera. Al igual que otras obras de arte -y al igual que las
teorías científicas, también- puede dar una nueva visión, fomentar la
comprensión, participar en nuestro continuo rehacer el mundo." Podríamos
ilustrar esto con la historia de la ópera estatal de Dresde, en la
Theaterplatz, construida en 1876 por Gottfried Semper. Durante la noche
del 13 de febrero de 1945, la Semperoper quedó reducida a escombros por
las bombas de la RAF, como casi todo el casco histórico de la ciudad. En
1977, sin contar con respaldo financiero del gobierno de la República
Democrática Alemana, que por otro lado había demolido el Schloss de
Berlín, a cien kilómetros de allí, los ciudadanos emprendieron
lentamente su reconstrucción, pieza por pieza, moldura por moldura, a
partir de los planos originales descubiertos en un altillo. Una pintora y
varios artistas, albañiles y cientos de colaboradores espontáneos
trabajaron durante ocho años en la restauración del edificio, filmada
por un equipo de tres documentalistas aficionados.
¿Qué pudo empujar a estos hombres y mujeres, algunos de
los cuales habían sufrido cuando chicos los bombardeos, el hambre y las
miserias de la guerra, la pérdida de seres queridos y la privación de
las libertades políticas, a reconstruir una ópera a la que probablemente
no hubieran ido nunca de haberse mantenido las condiciones económicas y
sociales que permitieron su edificación en la segunda mitad del siglo
XIX? La reconstrucción de la Semperoper, contra la voluntad de un
régimen que la execraba como monumento de la burguesía, les permitió no
sólo recuperar un edificio que había sido orgullo de Dresde, devolviendo
a la ciudad sajona su antigua belleza y esplendor, sino también rehacer
su mundo, reconfigurar su experiencia individual y colectiva,
comprendiendo los horrores del pasado y resignificándolos para
proyectarse en el porvenir. La reconstrucción de aquella obra maestra
fue la obra de sus vidas.
Para terminar, quisiera hacer dos breves observaciones
sobre el tipo de operatoria que comporta nuestro trato con las obras
maestras. La primera nos lleva de regreso a Robert Doisneau, autor no
sólo de los retratos de los espectadores de La Gioconda , sino
también de la fotografía en blanco y negro de la pintura de Leonardo que
dio en gran medida lugar a su difusión masiva. El fenómeno de la
reproducción técnica de las obras de arte, como se sabe, es un problema
extremadamente complejo que fue planteado por primera vez por Benjamin.
Sin la menor ambición de discutir su tesis sobre la desaparición del
aura de manera exhaustiva, me limito a recordar que todos nosotros,
expertos y aficionados, debemos nuestra educación estética a fotografias
como las de Doisneau o en colores, a diapositivas e ilustraciones en
libros y, más recientemente, a archivos de imágenes digitalizadas o
museos virtuales en la Red. Goodman, en un comentario oblicuo del ensayo
famoso de Benjamin, propone considerar este tipo de procedimientos de
reproducción como "instrumentos de activación" de las obras de arte. La
"activación" o "implementación" de una obra debe distinguirse de su
"ejecución": decimos, por ejemplo, que una novela ha sido "ejecutada"
cuando ha sido escrita, un cuadro cuando ha sido pintado, una pieza
musical cuando ha sido compuesta. Para obrar como tal, sin embargo, la
novela debe ser publicada; la pintura, exhibida; la pieza, tocada frente
a un auditorio. La publicación, la exposición, la interpretación
musical, dice Goodman, son modos de implementación: "La ejecución
consiste en producir una obra, la implementación consiste en hacerla
funcionar".
La distinción de Goodman podría servir para
reactualizar la tesis de André Malraux sobre el "museo imaginario" y
clarificar el problema, planteado por Belting, de la relación entre la
dimensión visual o icónica de las obras de arte, su forma de transmisión
y su materialidad. ¿Qué lugar ocupan, en efecto, las obras maestras en
el imaginario cultural? ¿En qué coordenadas espacio-temporales moran sus
imágenes? ¿Cuáles son los niveles de conciencia en los que operan?
Tiene razón Goodman cuando sostiene que creer que el efecto de una obra
se anula en su reproducción visual o sonora, porque el aura es
irrepetible, no es un argumento convincente. En todo caso, cesa "la
acción directa", pero "el funcionamiento indirecto puede proseguir
gracias a las reproducciones, lo que quiere decir que una acción a
distancia, incluso póstuma, es posible". La "acción indirecta" no
reemplaza la "acción directa", pero puede servir de complemento: en el
caso de obras disponibles, ciertas reproduccciones ofrecen de hecho una
"comprensión suplementaria", por ejemplo a través de la ampliación del
detalle de un cuadro o tomas fotográficas desde distintos ángulos, como
se hace con esculturas y obras arquitectónicas.
Otras técnicas de reproducción más complejas son muy
útiles en trabajos de conservación y restauración, ya para examinar la
morfología de una imagen o las capas sucesivas de composición. La
fotogrametría digital y la reflectografía infrarroja se han aplicado, en
el Centro Tarea del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio
Cultural de la Universidad Nacional de San Martín, en los trabajos de
restauración de las doce Sibilas de San Telmo, el cuadro Chacareros de Antonio Berni, el mural Ejercicio plástico
de Diego Alfaro Siqueiros y la colección de retratos de José Gil de
Castro del Museo Histórico Nacional. En suma, es evidente que las
reproducciones, como medios de activación y no meras formas vicarias,
juegan un papel fundamental en los estudios sobre arte, tanto en un
plano teórico como práctico. No encuentro ninguna razón para creer, por
tanto, que las nuevas tecnologías no puedan contribuir a la educación
estética, mejorando las condiciones de recepción de las obras de arte y
expandiendo su efecto sobre un número cada vez más amplio de
espectadores. Se dirá que esto es demasiado optimista, pero el hecho es
que el arte no ha muerto. Desde la invención de la fotografía, su mundo
no ha dejado de crecer y diversificarse.
Mi última observación está referida a la tarea de la estética y la filosofía del arte, vinculando lo que hemos dicho sobre las Pathosformel
con la tesis de Benjamin sobre la reproductibilidad, los señalamientos
de Goodman a propósito de la implementación y el abordaje
"operocéntrico" del arte de Guerrero. Las obras maestras no son
meramente marcas de la memoria o huellas de un pasado remoto que regresa
como un fantasma. Antes bien, forman una sutil trama de pasado y
presente, de proximidad y lejanía, en la que nuestra experiencia
individual y colectiva se entreteje y a través de la cual buscamos
abrirnos paso hacia el futuro. La reproducción técnica, lejos de
cancelar la acción de las obras de arte, nos enseña a comprenderlas como
artefactos que requieren ser "puestos en obra". Cuando olvidamos el
carácter operatorio del arte, su significación más elemental se nos
escapa y, con ella, su razón de ser. El lugar común que dice que las
obras maestras son "cimas de la cultura" encierra una verdad. "Las cimas
de las montañas no flotan sin apoyo; ni siquiera descansan sobre la
tierra -escribió John Dewey con su modestia filosófica-. Es asunto de
los que se dedican a la teoría de la tierra, géografos y geólogos,
volver evidente este hecho en sus diversas implicaciones. El téorico que
quiere lidiar filosóficamente con las bellas artes tiene que cumplir
una tarea semejante."
Fuente: ADN Cultura LA NACIÓN
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