En “El museo en escena”, recién editado, catorce expertos analizan el contexto y el clima intelectual de los museos más emblemáticos de América Latina desde su creación. Política, cultura e historia se entrelazan en este diálogo con Américo Castilla, su compilador.
POLÉMICA. La momia del Llullaillaco, hoy en el MAAM (Salta), abrió el debate sobre la pertinencia de su traslado.
Por MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA
* Un recorrido descentrado
La flamante publicación de El museo en escena comienza a llenar uno de esos vacíos que todavía, en nuestro país, se están saldando: el que trata sobre cómo se forman, construyen, llenan, planifican, restan y cambian los museos locales actualmente, y con qué sentidos se hace.
Tema con poca publicación originaria de América Latina, aunque abundante sobre todo en los lenguajes sajones –lo que para nuestra realidad museológica y patrimonial sólo es útil a medias– el libro intenta aportar conocimientos sobre las instituciones museísticas latinoamericanas y sobre su historia. Intenta plantear preguntas, llamar a la reflexión, haciendo hincapié sobre todo en los contextos históricos y en las investigaciones sobre los llamados “climas de época”.
La selección de los autores, que incluye a los argentinos Néstor García Canclini, Irina Podgorny, Laura Malosetti Costa, Susana García, Graciela Schimilchuk, la chilena Natalia García- Huidobro Budge, la mexicana Ana Rosas Mantecón, el paraguayo Ticio Escobar, los brasileños Renata Motta y María Margaret Lopes, la boliviana Carmen Beatriz Loza, el colombiano William Alfonso López Rosas y el costarricense Oscar Navarro Rojas, nos habla a las claras del ánimo regionalista del compilador del libro, el abogado y artista Américo Castilla.
También nos dice sobre el fenómeno que está ocurriendo desde la segunda mitad del siglo XX, desde que el arte y todo lo vinculado a él traspasaron en mucho las fronteras artístico-estéticas y se convirtieron casi exclusivamente en un fenómeno mediático, de masas y de mercado (recordemos a Madonna comprando el Autorretrato de Frida Kahlo en el año 1982…).
Probablemente sea por todo esto que en la actualidad los antropólogos culturales posan con mucha fuerza su atención sobre el arte y sus diversos sistemas como tema de investigación, y comienzan a escribir sobre él.
Esta tendencia también queda demostrada en el libro: muchos de los autores convocados por Castilla son antropólogos. Reconocido sobre todo por su desempeño como gestor cultural en la Fundación Antorchas, entidad en la que dirigió el sector cultural durante doce años, como parte del directorio que presidió el Museo Nacional de Bellas Artes durante 2006-2007 y luego, durante los 2000, como director de Patrimonio y Museos de la Secretaría de Cultura Argentina, Castilla viene actuando durante los últimos años a través de su fundación, TyPA (Teoría y Práctica de las Artes), un organismo que se dedica sobre todo a la difusión y edición de textos sobre artes nacionales y regionales, a los temas vinculados al patrimonio y al cine.
En diálogo con Ñ desde Chicago, la ciudad donde participaba de un congreso al momento de realizarse esta entrevista, Américo Castilla habla, entre otros temas, de los museos como construcción política, de las tendencias actuales en las instituciones públicas y privadas y de la experiencia de pensar este libro.
Por sus anteriores desempeños, usted conoce perfectamente los museos que existen a lo largo y a lo ancho de la Argentina. ¿Qué tipo de espacio piensa que representan hoy los museos dentro de nuestras ciudades? Por su aspecto exterior los hay desde invisibles hasta determinantes de la circulación urbana. En uno u otro caso, el alcance simbólico de los mensajes que son capaces de emitir, los diálogos que puedan suscitar o la capacidad mediadora entre la diversidad de interpretaciones que están en condiciones de asumir, permite que les atribuyamos un sitio de privilegio para la convivencia ciudadana.
Aunque hay que tener en cuenta que el museo no es el mejor lugar para constatar conocimientos sino para confrontarlos, porque es una experiencia sensorial que te abre la curiosidad hacia cosas que no imaginabas, y también a confrontar tus propios prejuicios. Idealmente, los museos no deberían ser lugares para constatar prejuicios, aún cuando existan algunos capaces de hacerlo, como por ejemplo, los parques temáticos; vos vas a Tierra Santa porque querés confirmar lo que ya sabés.
¿Cómo piensa que un museo llega a constituirse como construcción política? En nuestro país, en el pasado, la única región que fue capaz de crear su propio centro de investigación, su propio centro de poder simbólico que pasara por encima del poder político, fue Córdoba. Esta provincia creó su propia Academia de Ciencias, que fue atesorando los objetos valiosos de la región.
Fue distinto lo que ocurrió en regiones de una enorme riqueza como pueden serlo Salta y Tucumán. En estos casos, los objetos valiosos eran traídos a Buenos Aires. El propio Schiaffino –creador del Museo Nacional de Bellas Artes– pedía que se trajeran todos los vestigios de las misiones jesuíticas a la capital. De hecho, se trajo toda la imaginería, a través de un alemán, Meyer, y de Ambrossetti mismo. Con todo esto lo que quiero decir es que elaborar una puesta en escena desde la cual atribuir significados e interpretaciones determinadas acerca del pasado o el presente, es un acto que adjudica veracidad a determinados discursos en detrimento de otros. Que esa escenificación tenga lugar en un ámbito legitimador como un museo brinda a esa narrativa un rol social predominante.
¿Cuál es para usted la importancia de que los objetos con algún valor simbólico estén en su contexto original? Si un objeto tiene su contexto alrededor tiene todos sus valores próximos, a la vista. Si lo apartás y lo ponés como obra de arte dentro de algún museo, entonces pasa algo distinto. El objeto tiene su sentido original en su contexto original.
¿Es realmente importante que un determinado objeto se exhiba en su lugar de origen? Es un tema cuestionable, que está relacionado con la etnografía. Por ejemplo, los descendientes de los pueblos originarios reclaman los objetos que pertenecieron a sus ancestros. Ahora, hay otro tema: tienen que tener dónde ponerlos.
No puedo dejar de mencionar un caso polémico, que fue la creación del Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) en Salta hace algunos años, al descubrirse las famosas momias de los niños de Llullaillaco. Recuerdo que usted se oponía a este museo.
Sí, en esa época yo era director de Patrimonio e hice una declaración sobre el tratamiento de los derechos humanos en relación a ese tema.
Ocurre que ése fue un enterratorio muy muy original de la zona andina del Cono Sur. Fue una ceremonia muy especial, que no sucedía en todos los Andes sino sólo allí. Violar ese enterratorio ritual es tremendo. Uno puede decir “se hizo por interés cientifico”, pero eso ya se había hecho muchas veces, no había necesidad de bajar a los niños de las montañas. Aún cuando los procesos científicos no fueron malos, el resultado final… es un show. Es un negocio. Ahí cobran entrada.
Usted menciona en el libro que un visitante puede acercarse a un museo a través de la intelectualidad o de la afectividad. ¿Cómo sería este acercamiento a través de la afectividad? Sabemos que los sentimientos son vehículos que despiertan más vívidamente la curiosidad y ponen en alerta a los sentidos de un modo más amplio que la exclusiva especulación mental. Leer un panel que cuenta la historia de un inmigrante, no es lo mismo que estar a bordo de la cubierta de una nave escuchando las aves y observando un paisaje inesperado; seguir las huellas de un jaguar en un ámbito sombrío para luego descubrir en las penumbras un hacha o una vasija prehispana con la imagen del felino, puede decirnos más acerca del significado ritual de estos seres que cualquier lección al respecto. Pongo estos dos ejemplos del felino y de la nave porque ocurrieron dentro de exhibiciones en museos locales.
¿Qué discursos piensa usted que se están construyendo en los museos de Buenos Aires y en los de otras regiones del país? El caso de los ejemplos anteriores, que corresponden a exhibiciones montadas en el Museo Regional de la Colonia San José, en Entre Ríos, para narrar la llegada de los inmigrantes suizos al lugar en 1856, y al apoderamiento ritual de los atributos del felino por parte de las culturas del noroeste argentino (tal como se montó en el Museo Etnográfico de la UBA), causaron impactos que fueron eficaces para crear curiosidad e interés, y que requieren ser complementados con otros elementos que vayan complejizando gradualmente el mensaje, o los múltiples mensajes que se pongan a disposición del visitante. Esta es la manera de construir discursos, estos son ejemplos de lo que se está construyendo.
En relación a esta construcción que ocurre en los museos, ¿cómo se construye la memoria a través de ellos? Se construye del mismo modo en que lo hacemos en nuestra intimidad: por asociación de imágenes, sonidos, afectos, texturas, vinculaciones sociales...
¿Cómo es la relación de nuestros museos con el público que los visita? Creo que al público en general no se le han dado las pistas necesarias sobre lo que se está hablando, sobre todo cuando se trata de museos de arte contemporáneo. Cuando esto ocurre, se busca entonces la colaboración de académicos; pero ellos transforman la exhibición en signos poco comunicables… Aunque existen algunos museos locales que han comenzado a cambiar. Por ejemplo, el Museo Histórico Nacional, y el Museo Nacional de Bellas Artes, también. Este último, con la exhibición de la colección Guerrico y su contextualización. Allí, en este ejemplo, está muy claramente representado el imaginario nacional de una época. Otros museos argentinos, en cambio, no son tan felices. Pienso por ejemplo en el Museo Mitre, que tiene una bellísima biblioteca pero que, con lo valiosa que fue la vida de Mitre, eso no se ve… ¿Cómo hacemos como público para reconocer el discurso que un museo imparte, a través de qué elementos? La exposición que se denominó Los Primeros Modernos , en el MNBA, fue la más visitada por el público de todo el país en 2007. Se trataba de la obra de los pintores argentinos de fines del XIX y comienzos del XX puesta en contexto con recursos participativos, como los comentarios positivos y adversos de facsímiles de periódicos de época que los visitantes podían llevarse consigo. El público comprendió que quería demostrarse que ese arte, que ahora parece clásico, había sido polémico y estaba basado en enseñanzas europeas y en rupturas estéticas fundantes. Suscitaba la comparación entre esa modernidad con la presente, invitaba al espectador a cotejar su propia experiencia. Esta fue una manera de que el propio público reconociera los mecanismos de un discurso museológico, expositivo.
¿Qué ocurre con los museos privados, qué nos están diciendo, más allá del área específica sobre la que traten? En ellos hay actualmente una tendencia muy vinculada al costo que tienen ahora las obras de arte, las que llegaron a adquirir un valor económico tal que excede los valores formales o simbólicos. Esto está muy asociado al prestigio y al éxito en los negocios, lo que a su vez atrae mucho a los intereses empresariales. Aunque no hay que dejar de lado que pueden existir en estos proyectos, a la par, intereses verdaderamente genuinos.
¿En qué estado cree usted que se encuentran actualmente los museos en la Argentina? A partir del siglo XIX, la función de los museos fue la de construir una identidad constitutiva de la Nación; pero luego esa postura cayó en desuso.
Desde ese momento, ocurre que en otros lugares del mundo los museos se aggiornan , cambian. Acá, en cambio, todavía nos quedamos un poco en el siglo XIX.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? Rebelarse, que es lo que propone el libro.
Fuente: Revista Ñ/Clarín