ADIÓS AL ÚLTIMO MAESTRO


En las fotografías de Horacio Coppola, ubicadas en la vanguardia del siglo XX, hay una rara conjunción de poesía y estilo documental, dice el autor de esta nota, en alguna medida, continuador de su trabajo sobre la ciudad.


Dieciocho de junio, 0.30 hs., muere en su casa, en paz, a los 105 años de edad, Horacio Coppola, el gran maestro de la fotografía argentina, y uno de los más destacados del mundo. Un día gris y lluvioso en Buenos Aires, la ciudad que inmortalizó con sus fotos en los años treinta, lo despide para siempre. Su recuerdo y, sobre todo, sus imágenes, permanecen afortunadamente con nosotros.
Conocí a Coppola en los años ochenta, cuando los fotógrafos éramos pocos y la fotografía no estaba para nada de moda. Entonces hicimos, junto con Eduardo Grossman, una muestra consagrada a los grandes maestros de la fotografía argentina, en el marco de aquellas Jornadas de Fotografía que organizamos con otros colegas en 1988; fue a raíz de esta exposición que tuve el honor de visitarlo en su departamento para elegir las fotos que lo representarían.
Creo que fue ese el momento en que empecé a darme cuenta de la dimensión de su obra: esas fotos, que había visto en algún libro suyo, parecían tomadas sin mayor esfuerzo. Imágenes casi abstractas que retrataban con total espontaneidad a Buenos Aires, eran verdaderas obras maestras, creadas en 1931, producto de una mirada moderna que buscaba en la trama urbana los elementos que habrían de definir su propio lenguaje.
Horacio Coppola deja como legado fundamental el conjunto de fotografías que hizo de Buenos Aires en 1931 y 1936, y que publicó en aquel célebre libro editado por la Municipalidad, conmemorando el cuarto centenario de la ciudad ese mismo año. Allí se conjugan las dos miradas del joven autor, sus primeras tomas de carácter experimental y aquellas vistas urbanas que se transformarían con los años en sus imágenes más celebradas.
Cuando Coppola comienza a fotografiar Buenos Aires, en 1929 –en ese año aparecen publicadas dos fotos suyas en el Evaristo Carriego de Borges– lo hace con plena conciencia de trascendencia del hecho fotográfico que protagoniza y muy a tono con el espíritu imperante en las vanguardias artísticas y literarias porteñas. Luego vendrían dos ensayos sobre la ciudad publicados en los números 4 y 5 de la revista Sur, en 1931 y 1932. No se trataba de fotos que ilustraban un texto, no eran accesorias de nada, eran imágenes presentadas como obras en sí mismas, que integraban un discurso pleno de significado y contenido.
Coppola toma la ciudad como el punto de apoyo sobre el cual comienza a desarrollar su mirada, y los temas urbanos se vuelven objeto de sus búsquedas formales: allí se expresa con soltura, con su moderna Leica de 35 mm., buscando en la austeridad del barrio una síntesis abarcadora de aquella idea de la ciudad como continuación de la pampa, con el cielo visto desde un patio, paredes blancas de casas modestas, y el horizonte lejano en el fin de sus calles. 
 
1936. Esquina de Bartolomé Mitre y Montevideo.
Esquina de Bartolomé Mitre y Montevideo.
Junto con este descubrimiento del barrio –casi un suburbio–, fotografía la ciudad en expansión vertical, con sus edificios céntricos, medianeras mudas, Riachuelo y puerto, y lo hace desde puntos de toma no convencionales, forzando perspectivas, buscando en unos pocos elementos la síntesis que definiese a Buenos Aires a través de su propia fotografía. Con esta primera parte de su retrato urbano, construye el alfabeto de su propio lenguaje.
Luego vendrán los años en Europa, la Bauhaus, su encuentro con Grete Stern, Londres y el regreso a la Argentina, en 1935. Es a partir de entonces que se dedica con pasión a fotografiar la ciudad que nunca más dejaría, y lo hace dueño de un lenguaje ya maduro: sus fotografías son más reflexivas, prefiere las tomas abarcativas sobre las de detalles, se dedica a fotografiar los lugares emblemáticos del paisaje urbano, y lo hace con pleno dominio de la técnica –en muchos casos con su cámara de placas– para editar, en 1936, lo que sería considerado, con toda justicia, como uno de los libros fundamentales en la fotografía del siglo XX.
Podríamos referirnos al resto de su obra, a sus fotos europeas, su trabajo sobre las esculturas de Aleijadinho, sus libros sobre la calle Corrientes y la ciudad de La Plata, las fotos de huacos, sus experimentaciones con el color, pero nos desviaríamos de lo esencial, de estas fotos de Buenos Aires que se han transformado en la memoria gráfica de la ciudad, inmortalizada a través de su mirada.
Coppola fue para mí un referente fundamental, mucho antes de que yo fuese consciente de ello. Sus fotos, que integraban un acervo genérico que los fotógrafos ya conocíamos, pasaron a formar parte de mi propio imaginario, y creo que sin darme cuenta, a partir de esas imágenes, se me ocurrió fotografiar Buenos Aires como un modo de apropiarme de ella y preservarla en el tiempo: todo mi trabajo de los años ochenta tiene, visto en perspectiva y aunque yo no lo supiese entonces, un aire “coppoliano”, que me acercó definitivamente al maestro y me dio el privilegio de su generosa amistad.
Por eso, cuando le propuse editar juntos un libro sobre Buenos Aires, con sus fotos de los años treinta y las mías más actuales, tomó la idea con entusiasmo y naturalidad, y me dejó elegir, entre todos sus contactos, las imágenes que serían publicadas en 2006 por Ediciones Lariviere. Fue un momento extraordinario en que recorrí minuciosamente todo su trabajo, cuadernos de notas y contactos, a fin de lograr una selección de ochenta fotografías que conjugara sus búsquedas de 1931 con sus vistas tan perfectas de 1936 y lo representara cabalmente: un gran privilegio por el cual le estaré siempre muy agradecido. 

1931. Una imagen de sus propios pasos, en Rovadavia entre Salguero y Medrano.
1931. Una imagen de sus propios pasos, en Rivadavia entre Salguero y Medrano.

La desaparición de Coppola es también el adiós a una época: se va el último maestro, el gran fotógrafo de Buenos Aires, y nos quedan aquellas imágenes célebres que forman parte, hace rato, del acervo cultural urbano, como la del Obelisco desde abajo y rodeado de siluetas, la vista nocturna de la calle Corrientes con el edificio Safico en primer plano, esa otra vista nocturna con automóviles, la cornisa angular sobre la Diagonal Norte en fuga, las tomas picadas desde el balcón de su casa en Corrientes 3060, aquella toma de la ciudad con medianera y transatlántico, el misterio de La Boca y el Riachuelo, las calles despobladas del barrio, un empedrado como definición mínima de lo porteño… Todo nos lleva a añorar con nostalgia esa ciudad que ya no existe y que quizás sólo existió en sus fotos, un tiempo pasado donde Buenos Aires era un pueblo grande sobre la llanura y albergaba sueños de futura grandeza. Más allá de la nostalgia, las imágenes perduran inalterables en su pureza, perfectas, autónomas, con una poética que trasciende su propio momento. Y lo que hace a estas fotografías tan extraordinarias es esa rara conjunción de poesía y estilo documental en imágenes profundas y de sutil geometría, ubicadas en la vanguardia del siglo XX.
Afortunadamente, todo esto fue reconocido en vida, Coppola fue homenajeado en múltiples ocasiones, declarado ciudadano ilustre de Buenos Aires, sus imágenes han sido publicadas, reproducidas y exhibidas en todo el país y en los más importantes museos y salas de toda América y Europa, muchos libros incluyen sus fotos, y él llegó a ver todo esto.
Tuvo una vida larga y fructífera. Junto con Grete Stern fueron protagonistas de la vanguardia de los años treinta, formó con ella una familia (y supo sobreponerse al tremendo golpe que fue la temprana pérdida de su hijo Andrés, y mucho más tarde, de su hija Silvia), hizo el retrato definitivo de aquella Buenos Aires deslumbrante, editó sus propios libros, desarrolló un pensamiento original en el campo de la fotografía, rodeado de sus alumnos del grupo Imagema, y encontró finalmente en Raquel Palomeque, con quien pasó la mitad de su vida, su compañera ideal: juntos compartieron conferencias, amigos, viajes, trabajos, exposiciones, y fueron una pareja entrañable.
Creo que Horacio Coppola tuvo una vida plena, conoció la felicidad y partió en paz, dejándonos como legado sus extraordinarias fotografías, sus libros, el clic de su mirada impreso para siempre en el tiempo. Para él, nuestra gratitud y reconocimiento.

*Zuviria es coautor de “Buenos Aires [Coppola + Zuviria]”, Ediciones Lariviére.

Fuente: Revista Ñ Clarín


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