De Igor Stravinsky para acá, los artistas intentan provocar, elevando el escándalo a nivel de valor artístico, un signo de que están combatiendo la tradición opresiva y la moralidad burguesa.
Si se provocan reacciones viscerales se suele ser muy criticado. En Mary, del dramaturgo Thomas Bradshaw, una familia blanca actual tiene un esclavo. |
Por JENNIFER SCHUESSLER
- The New York Times
La mañana del estreno de "Le Sacre du Printemps" (La consagración de la primavera) el 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Elysées de París, el diario Le Figaro predijo que el ballet ofrecería "una nueva emoción que seguramente generará una discusión apasionada" y "dejará una impresión inolvidable en todos los
verdaderos artistas". La predicción terminó siendo una de las mayores subestimaciones del nuevo siglo artístico. La discusión apasionada comenzó ya en los primeros acordes de la música, cuando una carcajada burlona emergió de las butacas y pronto creció hasta crear un estruendo que hizo abandonar la sala, disgustado, al compositor Igor Stravinsky.
Stravinsky y sus colaboradores no tenían la intención de provocar un alboroto. Sin embargo, el estreno ayudó a escribir un libreto cultural moderno. A partir de entonces, los artistas intentan provocar, elevando el escándalo a nivel de valor artístico, un signo de que están combatiendo la tradición opresiva y la moralidad
burguesa.
Hace rato que el escándalo llegó a la corriente dominante, lo cual plantea una duda: ¿puede el arte seguir escandalizando en la actualidad? La desnudez y el lenguaje crudo ya no resultan impactantes, y varios decenios de ataques Modernistas a las
limitaciones formales disolvieron la frontera entre arte y no arte, alto y bajo.
En la actualidad, el impacto resulta imposible de distinguir del escándalo, menos un efecto colateral de la innovación artística que una táctica creada por artistas que se autopromocionan y por las reprimendas públicas. Sin embargo, numerosos artistas sostienen que generar un impacto sigue siendo el deber de todo aquel que aspire a
que el mundo se refleje a sí mismo.
Es posible que los públicos sean más sofisticados, y que estén más hastiados, pero de todas maneras es posible mostrarles algo que quizá no quieran ver.
"Las condiciones en la sociedad son perturbadoras, y el arte realmente se convierte en espejo de la sociedad en ese sentido", dijo la artista de performance Karen Finley, quien pasó a ser símbolo del Shock Art durante las batallas iniciales por fondos públicos destinados al arte controversial a comienzos de la década de 1990.
Y a veces ese espejo se convierte en una lupa. El furor por sus obras con fuerte carga política entre otras cosas, embadurnarse el cuerpo con chocolate y rellenar los orificios con batatas para ilustrar la degradación de las mujeres en la sociedad- tuvo menos que ver con la obra propiamente dicha dijo que con los guerreros de la cultura que la aprovecharon para llevar adelante su propio programa.
"No se puede decir simplemente `Voy a salir a tratar de escandalizar a la gente’, dijo. "En general es una cuestión mucho más sutil de tiempo y lugar".
El cineasta John Waters inició su autobiografía de 1981 "Shock Value", afirmando que hacer vomitar a alguien que estuviera viendo una de sus películas era como "recibir una ovación de pie". No obstante, recientemente dijo que el escándalo por el escándalo es "mortífero".
"Si se escandaliza por el tema y nada más, no es suficiente y nunca fue suficiente", dijo. "Escandalizar es fácil, pero mucho más difícil es sorprender con el ingenio".
Para él, lo más impactante de "Pink Flamingos", de 1972, su clásico sobre la explotación que presentaba a la travesti Divine comiendo jubilosamente excrementos de perro, era que la gente se riera. "Era un comentario sobre la censura", dijo. "Se refería a lo que quedó cuando se legalizó `Garganta Profunda’".
Preguntarse si el arte todavía puede escandalizar abre paso rápidamente a otra
pregunta: ¿Escandalizar a quién, y dónde? Los conocedores de los sobresaltos intelectuales que proponen, por ejemplo, directores de cine europeos como Lars von Trier y Gaspar Noé, podrían escandalizarse ante el placer sin culpa que sienten los fans de la franquicia del pornotortura "Saw". Y la violencia que tal vez parezca una rutina tediosa en las salas convencionales puede llegar a resultar escandalosa
en una sala de teatro en vivo, ni hablar de un teatro lírico.
Cuando la sátira "Mary" del dramaturgo Thomas Bradshaw, sobre una pareja blanca sureña contemporánea que mantiene un esclavo, fue montada en el Goodman Theater de Chicago el año pasado, desató una tormenta de críticas, entre éstas, una reseña del diario The Chicago Sun-Times donde se preguntaba si no era "lisa y llanamente una patraña concebida para ver cuántas sandeces podría estar dispuesto a tolerar el público actual antes de rebelarse".
Las obras de Bradshaw, entre las que se
cuentan "Burning" y "Strom Thurmond Is Not a Racist", generan su buena
cuota de gente que se levanta y se va. No obstante, el dramaturgo
insiste en que durante las funciones de "Mary" a las que asistió, buena
parte del público en su mayor parte blanco se reía del uso liberal de
epítetos raciales "Mi trabajo pone a las personas en posición de
cuestionar sus propias reacciones", dijo Bradshaw. "El público moderno
supone que si los individuos participan en acciones consideradas
políticamente incorrectas, deben ser demonizados y castigados en la
obra. Y eso no me parece muy interesante".
En "The Art of
Cruelty: A Reckoning" (2011), la crítica Maggie Nelson cuestionó la
vigencia de lo que denomina "doctrina de la perturbación" del
Modernismo. No es que Nelson rechace el valor de la confrontación. El
arte todavía necesita "decir cosas que la cultura no puede permitirse
escuchar", dijo.
"Sin embargo, no todo impacto es igual",
continuó. "Una vez que pasa el 'ah’ inicial, es necesario analizar cuál
es la siguiente emoción".
La siguiente emoción puede no ser nada
más que un hambre del impacto sucesivo más profundo. Y algunos de los
artistas perturbadores más inteligentes dicen que, en la actualidad, el
gesto más perturbador tal vez resida en negarse a producirlo de las
maneras esperadas".
Waters, cuya última película "A Dirty Shame"
mostraba semen que brotaba de la cabeza de un hombre (y llegaba a la
cámara), sugiere una tarea para un hipotético cineasta joven deseoso de
dejar una impronta. Dijo: "Si pudieras pensar en algo que recibiera una
calificación para menores de 17 años sin sexo ni violencia, tendrías la
película más radical del año".
Fuente: Revista Ñ Clarín
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