LOS CARNICEROS: SÓLO PINTURA EN SAN ISIDRO

A la manera de un manifiesto underground, y en un espacio con sello propio, Sergio Bazán presenta la obra de cinco jóvenes con poéticas y perspectivas creativas singulares.


Por Daniel Gigena / LA NACIÓN

Impactante muestra de un colectivo de artistas curada por Sergio Bazán, que establece dinámicas entre arquitectura, fotografía y pintura, abstracción y nuevas poéticas, ensayo y práctica de una teoría sobre la lógica pictórica. Diseñado por Clorindo Testa, el espacio de la Fundación Lory Barra, en el Bajo de San Isidro, una suerte de hangar con vistas a un campo de hockey, se ajusta al menú visual de Los Carniceros. Luego de una antesala que fija los umbrales de la muestra con una obra de cada artista, una selección de varios trabajos individuales permite, si no definir, circunscribir un estilo, una semántica, incluso el progreso de una imaginación en acto.
Las obras de Pablo Van Lierde (1982), organizadas en módulos yuxtapuestos o enfrentados, apelan a una estética que, con humor y actitud antropofágica, entrecruza homenajes a la Nueva Figuración (como en su retrato siamés de Deira y De la Vega) o a Gustav Klimt con los recursos gráficos del cartel y el cómic. En su mayoría acrílicos, el uso del óleo o el aerosol cumple funciones gestuales que desafían la aparente armonía compositiva de un trabajo en pos de un único cuadro de magnitud colosal. De la abstracción a una serie de flores, los óleos de Natalia Lo Bello (1976) despliegan un proceso aditivo que conjuga color y técnica. Mediante un elemento común semejante a un pétalo, un triángulo, un fractal, sus pinturas dan forma a frondas, floraciones y cielos a la manera de un impresionismo maquinizado, en el que la pincelada (pixelada) subordina su efecto luminoso al conjunto.
Aeropuertos despoblados, museos metropolitanos y rascacielos son las plataformas figurativas en las que se apoya la búsqueda expresiva de Luciana Levinton (1977). Una paleta enrarecida por rosados fantasmales, planos violetas y segmentos agrisados se electriza por líneas y trazos fluorescentes. Temporal y térmica a la vez, su obra trata los interiores como panoramas, las fachadas como croquis, las proporciones como paisajes, y crea la ilusión de un ojo escénico.
Diez telas gigantescas concebidas a partir de un motivo minúsculo -variaciones de una forma (¿una gota invertida, un rostro sin rasgos, una nuca, un globo?) sobre un plano- sirven a Magalí Milkis (1978) para configurar tal vez la experiencia más extraña de la muestra. Esas figuras alineadas, bicolores, que alternan entre la opacidad y el brillo, aisladas, mudas como ovnis, ¿qué significan? En algunas, el retrato vacío de un cráneo posee más capas de materia; en otros, el fondo hace de la imperfección deliberada una virtud plástica: son los espectadores los que, ante el espejo de la sombra, completan la obra.
Emparentados por cierta simpatía por la desfiguración, los óleos de María Ferrari Hardoy (1976) reflexionan sobre los registros del pasado. A partir de fotografías de diarios y revistas que representan escenas prosaicas (hombres que dialogan en un set ante una cámara; hombre cruzado de piernas; hombre en un teatro con su doble? Sólo hombres encarnan las fábulas casi epistémicas de la artista), el trabajo de la pintura inviste de drama las figuras que se descomponen en fondos irreales, como para que la mirada descubra allí un campo de fuerzas debajo del soporte, un teatro filosófico del destino de las imágenes..

Fuente: ADN Cultura La Nación

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