Ya se puede recorrer en el Museo de Bellas Artes una de
las muestras más esperadas del año: siete pinturas de Caravaggio y
quince de artistas que no pudieron escapar de su magia y su influencia.
Por
ANA MARIA BATTISTOZZI
No son muchos los artistas anteriores al siglo XVIII que
encarnan en vida y obra lo que Emanuel Kant definió como genio: aquél
que no respeta las reglas sino que las hace. Michelangelo Merisi,
llamado Caravaggio es, sin duda uno de ellos. En él vida y obra conjugan
audacia y ruptura con la norma. Quizás haya que rastrear allí el
secreto de la fascinación que su figura ejerce en la actualidad,
asociada en gran medida al ideal romántico que aún impregna el
imaginario del presente. Su historia ha sido contada de infinitos modos y
casi todos coinciden en subrayar el carácter radical que tuvo su
irrupción en la filigrana de las relaciones políticas y religiosas de la
Roma de la Contrarreforma.
Como bien señala Rosella Vodret,
investigadora de la obra del artista y curadora de la muestra Caravaggio
y sus seguidores , que puede verse hasta fin de año en el Museo
Nacional de Bellas Artes, los años que transcurrieron desde la llegada
de Caravaggio a Roma, durante el último decenio del siglo XVI hasta
1630, constituyen un momento irrepetible para la historia de la pintura
italiana y europea, cuyos ecos se sienten en el desarrollo de las
corrientes artísticas al menos hasta el siglo XVIII.
Su
presencia, provocativa y a la vez seductora, cautivó como pocas a ese
mundo refinado y ladino que el intercambio de favores entre las
poderosas familias de la nobleza eclesiástica había puesto en crisis
mucho antes que Michelangelo Merisi naciera en la modesta aldea lombarda
de Caravaggio. En ese mundo que habían construido familias como los
Medici, los Colonna, los Borghese y los Farnese, cuestionado por Lutero
cuando hizo públicas sus tesis en 1517, el modesto Michelangelo Merisi
representa las posibilidades de consideración social que se le abrían al
artista que podía contribuir al brillo de la ciudad de los papas.
Su
llegada a Roma se produce en un momento tan propicio como el del
Jubileo del 1600, año en que la iglesia y las grandes familias romanas
habían convocado a los grandes artistas de Italia para cumplir ese
objetivo con toda pompa.
La oportunidad le llegó de la mano de su
primer y más duradero protector, el cardenal Francesco María del Monte,
amante del arte y político refinado que muy pronto advirtió el potencial
de sus aptitudes para los objetivos de restauración que la iglesia se
impuso a partir del Concilio de Trento. Así, su primera aparición
pública en Roma tuvo lugar en 1599, con la “Vocación” y el “Martirio de
San Mateo”, dos episodios de la vida de San Mateo que pintó para la
Capilla Contarelli en la iglesia de San Luis de los Franceses. El
desafío que le impuso este trabajo de dimensiones hasta entonces no
frecuentadas por él, acabó por convertirlo en uno de los artistas
privilegiados de la escena romana del 600. Su poderoso naturalismo, de
impacto teatral, agrietó la aristocrática elegancia manierista de fin
del siglo XVI.
Caravaggio se transformó así en uno de los pintores
más celebrados del momento. Requerido por quienes encargaban las obras
de arte como admirado por los jóvenes pintores. Su fama llegó a alcanzar
los Países Bajos y los encargos se le acumularon al punto de que las
principales familias de la nobleza laica y eclesiástica disputaran sus
trabajos con las órdenes religiosas.
¿Cómo es que llegó a esto
alguien que se aventuró de un modo casi grosero en la representación de
los santos? ¿Cómo es que el mundo de la jerarquía eclesiástica se avino a
que los hiciera descender ante las narices del espectador, con las uñas
negras y los pies sucios de barro? Si nada de esto produjo un real
conflicto es porque Caravaggio tuvo la inteligencia de interpretar,
además de las exigencias iconográficas que pautaban sus comitentes, la
sensibilidad social que estaban necesitando. Por otro lado, como bien
señala Giorgio Agamben en El hombre sin contenido , ningún artista del
siglo XVII llegó a considerar imprudente ni lesivo el hecho de que el
comitente se inmiscuyera en su obra. Altos dignatarios eclesiásticos,
como el Papa Julio II, mecenas de Miguel Angel, los cardenales del Monte
y Giustiniani o el propio papa Scipione Borghese demostraron poseer en
los hechos una excepcional comprensión de los procesos que los artistas
estimaban.
Así, la producción de Caravaggio de esos años está
integrada en su mayor parte por pinturas de grandes dimensiones y gran
complejidad compositiva, realizada para palacios e iglesias. Y, a
diferencia de la época de recién llegado a Roma en que, influenciado por
el ambiente intelectual del cardenal del Monte, se interesó por jóvenes
músicos y referencias mitológicas, las escenas que pinta en ese otro
momento exaltan figuras clave para la Contrarreforma: la Virgen y los
Santos penitentes que cumplían la función de mediadores de la gracia
divina.
Estas son las principales referencias iconográficas que
sobrevuelan tanto en las pinturas de Caravaggio como en las de sus
seguidores, que se presentan ahora en el Museo de Bellas Artes.
La
impactante “Medusa Murtola” constituye una excepción en este grupo y,
como tal, asume una centralidad reforzada por el original diseño
expositivo que permite al espectador contemplarla de frente y también de
su reverso. Pintada entre 1597 y 1598, al óleo sobre tela, sobre un
escudo convexo de madera, la obra pertenece al período considerado
“juvenil” de Caravaggio y forma parte de una serie en la que afloran las
situaciones de androginia y extrema tensión que tanto lo entusiasmaban.
Una de ellas es la que se encuentra en Florencia en los Uffizzi. La
obra fue encargo del cardenal Del Monte como regalo al gran duque
Ferdinando de Toscana. En tanto la que se exhibe en Buenos Aires,
pertenece a una colección privada y su nombre deriva del poeta Gaspare
Murtola por el madrigal que le dedicó en 1604 y la documenta.
El
resto de las obras que integran la exhibición del MNBA proceden de la
Galería Borghese y el Museo de Arte Antiguo del Palacio Barberini de
Roma; de los Uffizzi, de una colección privada de Malta y de Londres
entre otras. Entre las obras de sus seguidores más estrechos puede verse
la “Magdalena” de Orazio Gentileschi, padre de Artemisia, una de las
grandes mujeres artistas del 600 que la historiografía crítica rescató
recientemente. Magníficamente erótica es su “Magdalena desvanecida”. No
es el único caso en que la hija compite en los mismos temas con el padre
y se revela más intensa y audaz. En este caso, como en la
representación de Judith y Holofernes de los Uffizzi, la pintura de
Artemisia exhibe una mayor síntesis y dramatismo.
La disputa por
las atribuciones que rodean a Caravaggio y su obra es otro tema que lo
persigue. Como si la fatalidad de este artista, que encontró la muerte
tratando de huir tras una pelea, no pudiera evitar ese sino que lo acosa
sin tregua.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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