En plena crisis, el mexicano imprimió en las obras su visión critica de la ciudad, que ahora se pueden ver en una muestra en el Museo de Arte Moderno de la Gran Manzana.
Por Mercedes Pérez Bergliaffa . Nueva York Especial
Acá, en pleno Manhattan –el corazón caliente de Nueva York–, las
salas del primer piso del Museo de Arte Moderno (MOMA) están llenas. Y
se escucha hablar, por todos lados, en inglés y español. El público
bilingüe es muchedumbre, y va, viene, se instala frente a cada cuadro,
golpeándose codo a codo, desesperado por ver estas superficies
coloridas, raras, de contenido fuerte. No es casual, que haya latinos y
anglófonos fascinados en esta muestra. Nadie quiere perderse la
exposición del mexicano Diego Rivera: por primera vez en 80 años el MOMA
muestra el conjunto de murales que el artista pintó en Nueva York, por
comisión de este mismo museo en la década del ‘30.
Y los murales son excepcionales por varias razones: primero, porque son portátiles
. Segundo, porque en esa época la ciudad se encontraba en plena
construcción: todas esas torres por la que es hoy tan conocida –esa
arquitectura decó que la hace tan especial–, estaba en aquél momento a
medio hacer, naciendo; y estas obras dan testimonio de ello. Tercero: el
auge de la construcción que ocurría entonces se debía a la inmensa,
profundísima crisis que el país norteamericano estaba pasando: la Gran
Depresión. Debido a ella, había una enorme cantidad de mano de obra
desocupada dando vueltas por ahí, ávida de trabajo. Y ella fue empleada
en la construcción de la nueva ciudad.
Por eso, cuando Rivera llegó a Nueva York y percibió todo este panorama, se dio una panzada de mirada crítica
y de sorpresa visual-industrial. La ciudad y sus procesos lo
deslumbraron. Él mismo describió, más tarde, sobre esto: “A diferencia
de México –dijo Rivera– Estados Unidos era, en esa época, un país
verdaderamente industrial, tal como yo había imaginado, el sitio ideal
para el mural moderno.” Por lo que para Rivera esa Nueva York significó
la posibilidad de pintar algo que había estado esperando hacía tiempo:
los procesos modernos de industrialización y del capitalismo
acelerándose; y los desfasajes sociales que eso acarreaba.
Pero
vayamos por partes: ¿cómo llegó Rivera a ser invitado a hacer estos
murales, ni más ni menos que para el MOMA, uno de los museos más
importantes del mundo? ¿Y cómo hizo para pagarse su estadía en Nueva
York? La cosa fue así: Rivera viajó en 1927 a Moscú, como miembro de la
delegación oficial del Partido Comunista de México –donde, como es
sabido, él militaba–, con motivo del décimo aniversario de la Revolución
Rusa. En ese entonces, el pintor tenía tanto renombre, que presenció
los festejos desde una plataforma especial en el mausoleo de Lenin, a
muy poca distancia del propio Josef Stalin. Fue en ese momento, también,
cuando conoció a Alfred Barr, quien dos años más tarde sería el
director del museo que se inauguraría en 1929 en Nueva York (el MOMA).
Barr,
sabiendo de la importancia de Rivera, lo invita a viajar a la ciudad
norteamericana para producir una serie de obras para el flamante museo.
¡Imagínense ustedes la importancia de Rivera, que tan sólo un artista
más había sido invitado hasta ese entonces a exponer de manera
individual en el MOMA, y era Henri Matisse…! Mientras, la presencia del
mexicano en Moscú produjo una marca grande en el mundo del arte
soviético, y generó un renacimiento de la pintura mural. En paralelo,
Rivera realizó, durante su estadía en Rusia, toda una serie de bocetos
muy rápidos, de paleta reducida –algo atípico en su obra–, en una
libretita de apuntes (que también se encuentra exhibida actualmente en
la muestra del MOMA, que termina mañana).
Fue esta “libretita” ( sketchbook
), la que más tarde el millonario norteamericano Abby Rockefeller le
compró al artista para ayudarlo a financiar su viaje como muralista a
Nueva York. En ese entonces –fines de los años ‘20– Rockefeller pagó por
ella unos 2500 dólares, que significaba, para los standares de la
época, una suma impresionante.
Rivera llegó a Nueva York en 1931 y
pinto ocho murales. Cinco de ellos se exponen ahora en el MOMA. El más
original y simbólico de todos –y también el más controvertido y
ambicioso– es “Fondos congelados” ( Frozen assets ). En él pueden
verse tres realidades simultáneas, organizadas en tres “capas” en orden
vertical (reforzando las fuerzas verticales que tiene la edificación de
la ciudad). En la capa superior, se ubica el paisaje de Nueva York,
casi como lo conocemos hoy en día. Allí se pueden reconocer tres
edificios emblemáticos: el “Daily News”, el “Mc Graw Hill” y el
“Rockefeller Center”. Por sobre la parte intermedia, se ve un puente, y
masas de personas caminando por él, yendo a trabajar. En un plano
anterior al puente, se observa una bodega: es el interior del muelle
municipal de la calle 25 de Manhattan, y quienes están durmiendo allí
son los trabajadores desposeídos que estaban haciendo posible el
crecimiento vertiginoso de la ciudad (si se observa bien esa parte del
mural, se notará: parecen muertos).
En la última “capa” del
mural, Rivera pintó la sala de espera de un banco y su bóveda. Aparecen
allí varias figuras: un guarda, un empleado, y un par de clientes
“ansiosos” por inspeccionar sus bienes.
El texto ubicado al lado
de esta obra, sobre la pared del MOMA, dice: “las masas avanzan con
dificultad. Los desposeídos son embodegados. Los ricos atesoran su
dinero”. De más está decir que, de todos los murales pintados por Rivera
en Nueva York, éste especialmente, tocó una fibra muy sensible de la
sociedad local. Los defensores del fresco decían que lo que Rivera hacía
era una declaración social certera. Los detractores, en cambio, decían
que era un extranjero insolente.
Toda esta historia que rodea a
los murales realizados por Rivera para su exhibición en el MOMA en 1931,
pone de relieve sobre todo una cosa: el papel fundamental que el pintor
mexicano tuvo, a nivel mundial, en las discusiones sobre el papel
social y político del arte.
Tenía que ser un latinoamericano el que diera el puntapié crítico inicial en el mundo del arte moderno de América.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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