CUADERNOS PRIVADOS
Por Laura Ramos
En la esquina de las calles Tacuarí y Potosí, que hoy se llama
Alsina, se alzaba una edificación conocida en la época colonial como “el
presidio viejo”: allí nació Lucio V. Mansilla, nuestro dandi nacional.
En esa casa de San Telmo los niños Eduarda y Lucio se entretenían
revisando los aparadores y cajones secretos del comedor doméstico, donde
encontraban “cartas empaquetadas de infinidad de personajes, cartas
que, a ocultas, solía yo leer”, confesó Mansilla en sus deliciosas
memorias, escritas en 1904, cuando tenía 84 años y el movimiento
rosista, ese gran productor de pasiones color punzó, había quedado en
cierto modo atrás. Sobrino de Rosas, hijo de Agustina Ortiz de Rosas y
polémico contrincante de Sarmiento, Mansilla encuentra en la
autobiografía, o en la novela doméstica, un modo de contar la patria con
su gracia afrancesada y soberbia.
En su artículo “Sarmiento,
lector de imágenes, escritor de prodigios”, Graciela Batticuore señala
que la figura de Agustina Rosas “adquiere un lugar relevante en las
memorias del hijo y su obra nos ofrece otro ejemplo de la relación
madre-niño-lectura, así como de la colocación del autobiógrafo en la
escena familiar argentina del siglo XIX.” Lucio narra su experiencia
como niño lector y a la vez la de su hermana Eduarda Mansilla, que
también fue escritora. Dice Mansilla que en su casa no hay una
biblioteca materna: Agustina no es una lectora y la biblioteca del padre
está fuera del lugar donde habitan los niños durante la primera
infancia. De modo que Agustina Rosas, para que sus hijos aprendan a
leer, apela al legajo de las cartas familiares.
Cuenta Mansilla en
sus Memorias: “La señora había coleccionado cientos de cartas y hecho
con ellas, poniéndoles tapas de cartón, un grueso infolio. Era para que
nos acostumbráramos a leer letra manuscrita de toda clase (había alguna
que al mejor se la daría) y para que supiéramos qué clase de amigos
tenía mi padre …. Allí, en ese enorme mamotreto, verdadero legajo de
varios, aprendí yo a conocer y a querer algunos personajes, los de letra
clara como el señor don Domingo de Oro. Las simpatías de mi hermana y
las mías estaban en razón inversa de la mala letra de los personajes”.
De
modo que el ingenio de los niños pronto convirtió en juego la didáctica
materna y encontró una diversión en la lectura. En primer lugar, el
legajo proveía a los niños una destreza: la lectura de letras
manuscritas de distinto tipo. Este entrenamiento les permitía, a través
de la letra, de su forma, su tamaño, su cadencia, además, llegar a
vislumbrar el carácter y la personalidad de los corresponsales, que les
resultaban más o menos queribles en relación con la amabilidad o la
rusticidad de su caligrafía. La novela familiar de los niños Mansilla se
completaba tanto más cuanto esos corresponsales, cuyas misivas ellos
leían ora a hurtadillas, ora a instancias de su madre, eran también
asiduos visitantes de la casa.
Aunque estos padres “leen poco”
-como aclara el memorialista-, las lecturas escogidas para los niños,
así como la casa misma y sus rituales organizan una lógica propia. La
casa Mansilla recibe a menudo visitas prestigiosas: la calle Tacuarí
esquina Potosí es una mansión marcada por la belleza y por los brillos
que el dinero es capaz de proporcionar. Y aunque no hay una biblioteca,
las cartas y documentos dan cuenta de una literatura: la historia de la
patria y la historia familiar.
Porque los propósitos, conscientes
o no, de Agustina Ortiz de Rosas al dar a leer a sus hijos los archivos
familiares, no son tanto pedagógicos cuando políticos: el legajo
permite a los niños construir una genealogía. El conocimiento de los
nombres de los allegados y parientes de la familia Mansilla les sirve
para situarlos socialmente, para insertarlos en las redes de parentescos
familiares, sociales y políticos. De modo que la práctica de la lectura
del legajo los perfila como dignos herederos de la casa, apunta
Batticuore. Como si se tratara de un manual cosido y dibujado por ella
misma, la madre Agustina insta a los hijos a ejercitar su lectura. Pero
el objeto de instruir a los niños es doble: no se trata tanto de
iniciarlos en el conocimiento del alfabeto como de apropiarse, por medio
del acceso a las cartas manuscritas de los corresponsales de la
familia, de un linaje.
Fuente: clarín.com
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