Por Laura Ramos
Bajo el césped del Parque 3 de Febrero, sepultados por los
árboles que bordean las avenidas Libertador y Sarmiento aún tiritan,
embravecidos por el odio, los cimientos de la casa de Juan Manuel de
Rosas y su hija Manuelita. Aunque en 1899 ya habían pasado cuarenta y
siete años desde los pathos románticos del rosismo, el general
Roca esperó para dinamitarla al día 3 de febrero, la fecha de la batalla
de Caseros, que rubricaba la venganza unitaria.
Pocos días antes
de la batalla que derrocó al restaurador en 1852 el adolescente Lucio V.
Mansilla, recién llegado de Europa, llegó a la casa de Palermo San
Benito para presentar sus respetos a su tío materno. “La niña está en la
quinta”, le contestaron los soldados cuando preguntó por su prima.
Lucio dejó su caballo en el palenque y se acercó al jardín de las
magnolias, donde Manuelita se encontraba rodeada de un gran séquito. Al
verlo abrazó a su primo: “Ahora el tata te recibirá”, le dijo, y corrió a
anunciarlo. Pero eran las cinco de la tarde y se hizo de noche sin que
fuera recibido. Cerca de la once Manuelita, que entraba y salía de su
gabinete, por fin le dijo: “Dice tatita que entres”, y lo hizo pasar al
fondo, de estancia en estancia, hasta una pieza amueblada con una cama
cubierta por una colcha de damasco colorado. Dos candeleros de plata con
bujías iluminaron la llegada de su tío: rubio, alto, blanco,
semipálido, combinación de sangre y bilis, de gran talla. El restaurador
vestía un chaquetón rojo, pantalones azules y un cuello alto y pulcro.
Apenas entró su tío el joven cruzó los brazos y le dijo: “La bendición,
mi tío.” “¡Dios lo haga bueno, sobrino!”. Rosas se sentó en la cama, tan
alta que sus pies no tocaban el suelo, y le señaló una silla: “Sobrino,
estoy muy contento de usted”, le dijo balanceando las piernas, “porque
me han dicho que usted no ha vuelto agringado”.
Lucio, que era un
petulante, lo tomó como un halago, pero ¿no sería una ironía del
caudillo federal dirigida a cuenta de la vestimenta afrancesada de su
sobrino? Aunque era verano, el dandi Mansilla se había abrochado hasta
arriba la levita europea para que no se le viera el chaleco punzó, que
le recordaba a los lacayos del fabourg Saint Germain. Su tío comenzó a
leerle un mensaje federal que llenaba decenas de páginas manuscritas,
sólo interrumpiéndose de tanto en tanto para hacerle preguntas de
puntuación hasta que por fin le dijo: “¿Tienes hambre?”.
Eran las
doce de la noche. Lucio había rehusado un asiento en la mesa porque sus
padres lo esperaban en su casa. Desfallecía. “Voy a hacer que te traigan
un platito de arroz con leche”. El arroz con leche de la quinta de
Palermo era tan célebre que al imaginarlo Lucio advirtió, al instante,
una sensación de agua en su boca. La lectura siguió, pero un momento
después se presentó Manuelita con un hermoso plato sopero. Le sirvieron
otro mientras respondía preguntas gramaticales y luego otro más, hasta
que dijo “basta para mí”, pero los platos seguían llegando y su tío
insistía en que los comiera todos. Mientras escuchaba la alocución
federal se comió siete platos de arroz con leche en total. Por fin su
tío le dijo: “Bueno sobrino, vaya nomás y acabe de leer esto en su casa.
Manuelita, Lucio se va.” Su prima lo acompañó hasta el corredor que
quedaba junto al palenque, donde lo esperaba su caballo. Eran las tres
de la mañana.
Menos unitario, antirrosista y afrancesado que
gentleman de la oligarquía victoriana, Lucio V. Mansilla reconoce en su
tío a su propia estirpe, porque la gran familia patricia es una sola, y
de esos se tratan las “Causeries del jueves” que escribía para el diario
Sud América. El principio de identidad es el que prima en este dandi de
la generación del ochenta, su visión de la esencia inmutable de la
elite es la que rige su pensamiento. A propósito de su madre, la célebre
belleza Agustina de Rosas, escribe: “Y esa joven ¿por qué no se casó
con el Ingeniero Pellegrini… sino con el general Mansilla, progenitor
del que escribe?... Y como el general Mansilla, mi padre, había sido
unitario –partidario de Rivadavia–, casándose en otro medio social, en
vez de servir a Rozas, hay noventa y nueve probabilidades contra una que
lo hubiera combatido, y yo habría sido otro, u otro hubiera sido yo. Y
Pellegrini, el ingeniero, por más que se hubiera ingeniado, en vez de
ser unitario como lo fue, habría sido medio federal, por lo menos, y mi
padre, si no unitario del todo –cuestión de familia en que hubiera
entroncado–, medio enemigo de Rozas, resultando en esta hipótesis otro
Pellegrini y otro Mansilla, nada de lo actual”. Pero la posibilidad que
ni se le pasa por la mente a Mansilla es que él, o su padre o
Pellegrini, el ingeniero, dejaran de pertenecer a su clase. Por eso es
que el encantador relato de los siete platos de arroz con leche rezuma
tanto orgullo de familia, y aquí no importa la insignia unitaria o
punzó.
Fuente: clarin.com
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