Publicidad y marketing
Se dice que la publicidad en la vía pública dura tanto, o más que las paredes que la sostienen. Y habrá que creerlo, porque en una reciente edición The New York Times se hizo eco del hallazgo de dos viejos carteles del pasado que se prestan a profundas y presentes reflexiones socioeconómicas.
No sería la primera vez que sucede algo parecido. No hay que excavar tanto, a veces, para encontrar rastros de la publicidad de un siglo atrás. Buffalo Bill pasó a la posteridad como una leyenda del Far West, pero mucho menos conocida fue su contribución a la épica de la publicidad exterior, de la que se valía generosamente para promocionar, ya veterano, su popular circo itinerante, que de paso fue la primera señal de la globalización del género.
Buffalo Bill convocó a los mejores artistas gráficos de su tiempo para diseñar y realizar carteles gigantescos, de 30 a 60 metros, que iban jalonando las giras de un espectáculo que remedaba las luchas entre colonos e indios; las que había vivido durante sus años jóvenes y que con tanta insistencia reflejó el cine norteamericano desde sus comienzos.
Esos enormes carteles fueron desapareciendo con el tiempo y el avance inmobiliario, y hasta hace poco se conservaban sólo en un hermoso libro ilustrado que los reproduce, muy difícil de conseguir hoy día. Pero hace un par de años unas excavaciones urbanas en las zonas donde solía hacer escala el circo, realizadas para construir nuevos edificios, permitieron rescatar fragmentos de esos antológicos carteles que confirmaron, cien años después, sus prodigiosas dimensiones físicas y artísticas.
Esta vez la noticia que comentó The New York Times asomó en paredes, durante mucho tiempo ocultas tras otras, encontradas durante unas demoliciones realizadas en Highland Park, donde un siglo atrás Henry Ford instaló la primera línea de montaje de esa marca de autos.
Las paredes recobradas estaban parcialmente cubiertas por dos grandes anuncios, verdaderos fantasmas del pasado publicitario. Uno de ellos promovía la marca de ropa Honor Bright, ya desaparecida, a través de las imágenes de dos chicos en edad escolar; otro anunciaba una marca de camisas, Black Beauty, que tampoco se vende actualmente.
Los chicos del primer aviso vestían pantalones cortos, como se estilaba entonces, incluso en nuestro país. Los largos solían aguardar hasta que el involucrado conseguía su primer trabajo, lo que ocurría muy temprano en las familias de pocos recursos o cuando la naturaleza lo exigía, con la inocultable presencia de vello en las piernas.
Este detalle puramente anecdótico pasaba a segundo plano ante la caída de las paredes que, metafóricamente, ocultaban la dramática degradación socioeconómica de Highland Park en el que se detuvo el autor de la nota, Dan Barry. Los carteles, cuando fueron creados, eran un símbolo del empuje de la industria y de la prosperidad sin límites que llevó al lugar. Hoy la realidad de Highland es muy distinta. Empobrecido, con graves problemas económicos y alta tasa de desempleo, cayó en una situación comprometida que se refleja también en una medida de extremo ahorro dictada por el municipio: apagar o reducir peligrosamente el alumbrado público.
La publicidad suele deparar este tipo de reflexiones. Nunca fue sólo publicidad, ni siquiera en su prehistoria, cuando se expresaba mayormente mediante los avisos clasificados, o por palabras, que iban en la portada de los diarios y alternaban el consumo con el deceso de los ciudadanos. Las alegrías y las tristezas de cada época.
Sorpresas de otra índole
Sorpresas de otra índole
Las sorpresas publicitarias suelen ser de distinta índole y grado de emotividad. El denominador común de la investigación que demandó la edición del libro El siglo de la publicidad. Homenaje a la publicidad gráfica argentina ( Atlántida, 1898-2003) es la nostalgia. Se rastrearon durante más de un año 5000 piezas, de las cuales se fotografiaron más de 3000 y se publicaron alrededor de 1500. Todas de antología.
Los avisos son verdaderos sosías de los productos y servicios. Esta condición de la publicidad, poco comentada, impactó en los lectores que hojeaban las páginas del libro como si fuesen las de la propia vida. Los objetos se relacionan estrecha y entrañablemente con los usuarios.
La publicidad se jacta ahora de ser un buen espectáculo, pero en realidad siempre lo fue. Lo volvió a demostrar la exhibición de anuncios publicados entre 1881 y 1920 inaugurada en enero en el Museo Mitre, y que estará abierta, dado su éxito, hasta mayo. Las piezas fueron rescatadas de la Biblioteca del Museo, dirigido por María Gowland, para que volvieran a entrar en contacto, tantas décadas después, con su destino original: un público al que ya no persuaden para consumir, sino para observar y recordar un pasado que quizá fue mejor pero que ya no tiene retorno.
Fuente: lanacion.com
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