Yayoi Kusama dejó el psiquiátrico de Tokio donde eligió vivir hace 35 años para ir a su retrospectiva en Londres, llena de ojos amenazantes, penes y lunares.
OJOS. Detrás del saludo de Yayoi Kusama en su visita a la Tate Modern |
Por Tim Adams
El arte siempre busca llamar la atención, pero pocos artistas han llevado su deseo de notoriedad a los extremos de Yayoi Kusama. Nacida en Tokio hace 82 años, internada por propia elección desde hace 35 en un psiquiátrico de su ciudad, Kusama ve hoy cómo todos sus deseos se hacen realidad. No sólo le han dedicado una retrospectiva obsesivo-compulsiva de 14 salas en la Tate Modern Gallery de Londres sino que además una de las pinturas Infinity Net que definieron su carrera se vendió en 2008 por 5,1 millones de dólares, un récord para una mujer viva.
El éxito no fue fácil. Nacida en el Japón patriarcal y profundamente conservador de fines de la década de 1920, hasta la idea de convertirse en artista siendo mujer debe haberle exigido un esfuerzo supremo de voluntad. Llegar a ser una artista tan alejada de las convenciones como Kusama debe haber sido algo muy parecido a la locura a la que siempre temió –y de alguna manera alimentó– en sí misma.
Su autobiografía, Infinity Net, traducida para esta muestra, rastrea, con intensidad onírica, la red de influencias que definieron a la artista y su arte. De chica, dice haber experimentado alucinaciones y angustiantes experiencias extracorporales, que luego intentó volcar en pinturas paranoicas y vívidas pobladas de ojos y formas orgánicas amenazantes. Algunas, de la década del 50, dan un comienzo expresivo y perturbador a la exposición. Parece haberse sentido atraída por el surrealismo pero dándole un tratamiento menos juguetón y psicológicamente desequilibrado, acercándose a un abismo que quizá se explique por el hecho de que, a la misma edad en que tenía esas visiones, su madre la obligó a espiar al padre en la cama con una serie de amantes y geishas. Eso le generó una repugnancia por las imágenes fálicas y una fascinación irresistible por el voyeurismo.
Su reacción a estas perturbadoras fuerzas fue doble: buscó una especie de auto-anulación, cubriéndose ella misma y todo lo que la rodeaba de lunares. Hay en la muestra, entre muchas otras superficies salpicadas de puntos, un living suburbano en el que los objetos, los sillones y las mesas están desdibujados por obleas circulares de colores primarios, destacadas por luces psicodélicas. En otros casos, habitaciones espejadas llevan estos puntos de color a más dimensiones que las que puede abarcar con facilidad el ojo humano. Casi nada ha sido inmune a los lunares de Kusama: caballos y gatos, ómnibus y casas, árboles y campos y ríos, todo está camuflado. Los esfuerzos tercerizados de Damien Hirst se ven decididamente disminuidos en comparación.
KUSAMA. Posa en “Aggregation: One Thousand Boats Show”, 1963, en la Galería Gertrude Stein, de N. York.
Paralelamente a estos proyectos de negación de su identidad, Kusama también intentó superar su angustia fálica con un tipo obsesivo de terapia de aversión. Durante un largo período de su madurez, cosió cuidadosamente una cantidad aparentemente infinita de penes “esculpidos en tela”, encontrando perverso consuelo en recostarse sobre ellos, como sugiere su autobiografía. Estas formas, hechas de una tela de aspecto quirúrgico y rellenas, crecen de las sillas y las lámparas, los zapatos y las bibliotecas. En una aclamada obra, Kusama cubrió todo un bote con ellos, con remos y todo; en la muestra, el bote ocupa toda una sala junto con las 999 reproducciones de esa imagen que cubren las paredes, el piso y el cielo raso. En otros casos, estos prolíficos títeres sin rostro crean bosques de cactos, se propagan desmesuradamente y avanzan hacia el espectador desde todos los ángulos, con lo que las neurosis de las psicodramaturgas del arte británico contemporáneo, Tracey Emin y Sarah Lucas, también parecen poco trascendentes.
Kusama llegó a los Estados Unidos en 1957. A comienzos de los 60, ya exponía junto a Claes Oldenburg y Andy Warhol, en quienes parece haber influido con su maníaco exhibicionismo. Los 60 en Nueva York, la mezcla de promiscuidad y alucinógenos del underground, en cierto sentido la esperaban. Se autoproclamó chamán y como tal organizó orgías y happenings en los que los hippies se perdían y se encontraban pintando la desnudez del otro con los lunares de Kusama hasta que llegaba la policía de Nueva York a poner orden. Estos eventos se registraron en películas que tuvieron gran cantidad de público en las salas de cine arte y que hoy parecen documentos etnográficos semejantes a las primeras filmaciones de tribus perdidas de Papúa Nueva Guinea: testimonios de una época y un lugar totalmente distintos y más inquietantes.
Kusama fue curadora de esos eventos pero nunca participó, salvo con un pote de pintura para afiches; sin embargo, volvió a Japón a comienzos de los años 70 llevando consigo parte de esa amable locura y se internó en un hospital psiquiátrico, donde vive desde entonces como una ostentosa ermitaña. En los últimos años, ha vuelto a pintar telas; cuadros grandes de vibrantes colores que juegan con su recurrente vocabulario de ojos, raíces y formas ondulantes con aspecto de espermatozoide y que, tomados en su conjunto, poseen una cualidad primitiva. Fue a Londres para la inauguración de la exposición –aparición pública rara en ella– y estuvo sentada en su silla de ruedas a lunares, con su vestido a lunares en medio de todos esos colores, como una niña en un paisaje interior de su propia creación, mitad calesita mágica, mitad caso de estudio freudiano. Uno quizá no querría vivir en ese paisaje todo el tiempo pero, como destino turístico, sin duda ofrece una o dos horas apasionantes.
Fuente: (C) The Guardian y Clarin
Traducción: Elisa Carnelli |
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