El artista tuvo una dura trayectoria: gozó de su
gran talento pero tuvo problemas con el alcohol y mal de amores. En
diciembre se cumplen 150 años del nacimiento del autor de una de las
pinturas más famosas y caras de la Historia: "El grito".
Icono. "El grito", obra cumbre de Munch. |
Por Mercedes Pérez Bergliaffa
Contra la represión moral y la tristeza: contra esto se sublevó
–pincel en mano– el padre del Expresionismo, el famoso artista noruego
Edvard Munch. Fue hace más de cien años, allá, en el norte del mundo, en
la lejana ciudad de Cristianía (actualmente conocida como Oslo). Aunque
hoy en día es uno de los pintores más caros de todos los tiempos –su
obra El grito se vendió el año pasado por alrededor de 120
millones de dólares en la casa de subastas Sotheby’s (Ver recuadro),
poco se conoce de este artista del que se cumplen ciento cincuenta años
de su nacimiento. Singular, extraño, un poco dejado de lado por el
público general hasta el momento reciente en que batió un récord de
venta, desde entonces –y como pasa casi siempre– Munch pasó a ser uno de
los niños mimados del arte mundial.
Aunque su fama se debe
también a la influencia que ejerció con su obra a principios del siglo
XX sobre otros artistas fundamentales de las vanguardias europeas, sobre
todo los expresionistas alemanes: Munch tocó el corazón artístico del
grupo de artistas Der Brücke (“El Puente”), esos feroces pintores que
rompieron con toda convención de color, tema y forma en una Alemania
violenta, de pre-guerras mundiales, junto a los artistas –también
expresionistas y alemanes– de Der Blaue Reiter (“El jinete azul”).
Muchas de sus obras fueron prohibidas durante 1930 y 1940 por el
Nazismo, calificadas de “arte degenerado”. Algunas de las de Munch,
también.
¿Pero de dónde nacía, hace tanto tiempo y en un lugar
tan alejado, el espíritu rebelde de Munch, las ganas de liberarse con la
pintura…? Arrastrando de chico una historia personal trágica –su madre
falleció cuando él tenía cinco años, su hermana cuando tenía quince,
otra de sus hermanas sufría una enfermedad mental crónica y él mismo era
débil, frecuentemente se enfermaba– fue justamente una pintura referida
a Sophie (su hermana fallecida), la que causó el gran escándalo en la
tranquila Cristianía, por 1886. Munch tenía por entonces unos 20 años.
Había presentado esa obra en el “Salón de otoño” de la ciudad. El
público, habituado a ver marinas y paisajes con atardeceres, se sintió
incómodo ante la vista de la pintura con una niña a punto de morir; pero
se sintió aún más incómodo por la manera en que la obra estaba pintada:
las formas abiertas, los dedos como sin terminar… Eso no era una
pintura, decían: era un garabato. “Parece un guiso de pescado en salsa
de langosta”, escribió por aquella época un crítico de arte en el
periódico regional. Y el público asentía, y armaba revueltas en la sala
de exposiciones y hasta escupía sobre las pinturas. Entonces acudía la
policía para calmar la situación. Ante esto, Munch se mostraba
sorprendido: “Es increíble que algo tan inocente como la pintura pueda
causar tanto alboroto”, sostenía.
Al mismo tiempo –y para
disgusto de su padre– el artista frecuentaba a la “bohemia de
Cristianía”: un movimiento de anarquistas radicales que se oponían a las
agonías en las que vivía envuelto el hombre ante la nueva Modernidad,
la de la sociedad industrial. Los “bohemios” se oponían a la hipocresía
de una falsa moral y lo criticaban todo despiadadamente.
Salvo la
pintura, nada fue fácil en la vida de Munch: tenía un carácter
inestable, el alcohol le era un problema y, si bien logró hacer carrera
en el arte, siempre le fue mal en las relaciones amorosas. Entre sus
pocos noviazgos se cuenta el que mantuvo con la hermana de Friederich
Nietzche, Elisabeth Förster-Nietzche. La relación fue el desencadenante
para que el pintor volviera desde Berlín –donde estaba pasando un
período– a Noruega: allí se internó, en 1908, en una clínica
psiquiátrica. Ya no volvió a irse de su país. Munch murió solo en 1944,
viviendo retirado en una casa de campo donde lo único que hacía era
pintar y estar rodeado de cuadros. Sospecho que tuvo una vida infeliz:
en sus autorretratos nunca se lo ve sonreír.
Fuente:Revista Ñ Clarín
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