Arte / Muestras
Felipe Pino crea mundos propios con la
destreza de los grandes maestros, como demuestran las pinturas que
exhibe la Fundación OSDE.
"La
hora feliz ha llegado. El color y yo somos la misma persona." En
Marruecos, en 1912, Paul Klee consignó en su diario el milagro obrado en
él que aún nos estremece. Vale tanto como decir que la zarza bíblica
ardió en él, hablándole. Un siglo exacto discurrió hasta hoy y aquella
brasa ilumina la obra de Felipe Pino que se exhibe en el Espacio de Arte
de Fundación OSDE.
En los páramos de Castilla, terruño avaro, el campesino
dice: "Más bello, con más garbo, como la copa de un pino". Así es la
pintura de Felipe Pino, diverso y unicista, parangonable a Quevedo.
Gárrulo a veces como aquél, profundo, sombrío, perfecto. Aluvional como
la ganga del Nilo que fertiliza las tierras de Egipto, la pintura de
Pino metaboliza de modo alquímico riquezas y detritus, certezas,
premoniciones y espasmos, respiraciones entrecortadas y canto pleno.
Aquél prohijado cuando el color y el fautor son la misma persona.
Pino es hombre de su tiempo. Se sumergió en la convulsa
entraña de la Argentina doliente, creó y sostuvo un taller para niños
en la Villa 31 del padre Carlos Mugica y dio registro de los años de
plomo con fuerte y austera dignidad. Nunca panfletaria ni discursiva,
siempre desde la entraña misma de la pintura.
Se alimentó de la euritmia constructiva de Manuel
Álvarez, maestro en rigores conceptuales y estéticos a ultranza. La
regla estrecha asaltada por la labor en el Banco Municipal de Préstamos,
donde debió pesar los oros familiares, cuadros, esculturas y objetos
variopintos que atiborran los sótanos de la institución. La carga era
-es- múltiple. Pino vio luces y sombras, deseos, aspiraciones y
fracasos, entreverados como el tesoro del inconsciente. Esta marca no lo
abandonó jamás. Vislumbres de la desdicha y la exaltación encienden
fuegos inéditos en su pintura. Del magma de otros, nunca ajenos, surgen
estos reclamos súbitos que laceran la pupila. Son fragmentos de objetos
nimios, cotidianos, revelados a pulso de pasión, de pincelada viboreante
en fondos ricos o diluidos de materia pigmentaria. El pincel fustiga,
acaricia, se pliega, se rebela con empastes o desvalimientos. " Il vero poetico é il vero metafisico ", dijo Vico y confirma Felipe Pino.
Pino es uno y varios. Actuante en entresijos sociales y
replegado hacia un interior regido por la pintura, indisolublemente
unidos. La muestra de OSDE lo despliega en décadas de producción.
Eduardo Stupía, compañero de formación y artista de singular valor, lee
desde la curaduría y el texto del catálogo este desarrollo magnífico.
Todo lo que pueda decirse es redundante y menor. Advierte las templanzas
cálidas de Vouillard y Bonnard, resabios de Toulouse-Lautrec,
sabidurías estructurales de Cézanne, rasgos de Picasso, transparencias
de Matisse, cargas matéricas de Chaim Soutine, serenidades metafísicas
de Fortunato Lacámera, magmas de Policastro, joyantes sottovoce de Victorica y acordes de Pedro Figari. Pero Pino no depreda, se reconoce en aristas de otros para ser él mismo.
Pino reencarna la magia seductora de Sherezade, aquella
doncella que conjuró la muerte por gracia de su narración a lo largo de
mil y una noches. Acorde a su tiempo, Felipe Pino secuencia con
brevedad un espasmo narrativo a lo Alfred Hitchcock. Alguien llama a la
puerta, que se abre al abismo más temido por imprevisible. Escaleras
empinadas y estrechas que no llevan a ninguna parte, como las de
Piranesi, son inolcutables escenarios precarios, porteños y de otras
partes.
La secuencia es humorística. Gráficamente
autorreferente, como los personajes que portan bastidores de los que
emerge sólo su perfil, tal vez surgido de aquellos depósitos del Banco
de Préstamos donde lo sacro y lo profano, el valor y la quincalla,
convivirán en penumbras armonizantes. O en los depósitos de atrezo y
escenografía del Teatro Colón donde Pino trabajó y, de reojo, atesoró la
materia de sus sueños, de su pintura.
Fuente: adn Cultura La Nación
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