La irrupción de la luz de led para iluminar monumentos puede distorsionar el fin artístico.
Por Miguel Jurado - Editor Adjunto Arq
Habrá que acostumbrarse a los edificios iluminados con colores
como nos acostumbramos al botox de Angelina Jolie o a los bigotitos de
Ricardo Fort, pero confieso que no me resulta fácil.
Eso sí, debo
reconocer que las nuevas técnicas de iluminación han conseguido algo
mágico: hacer que un edificio histórico parezca un casino de Las Vegas
sin tocarle un pelo. Y para mejor, ese casino puede haber sido celeste y
blanco el lunes pasado, porque era el 9 de Julio; violeta hoy, por San
Leoncio, Obispo de Burdeos, y verde cualquier otro día, si coincide con
la Fiesta Nacional del Aceite de Oliva.
Los responsables de
semejante mamarracho, que amenaza con transformar el paisaje nocturno
para siempre, son los led. Unas lamparitas minúsculas que pueden cambiar
de color en un periquete, no consumen casi nada, duran una eternidad,
son súper resistentes, casi no generan calor y no hacen ruido. Serían
perfectas si además fueran baratas, aunque todavía falta para eso.
Pero
el problema no son los led, sino cómo se usan. Vaya y pase que la nueva
cúpula del Palacio de Correos sea azul, roja o se tiña de celeste y
blanco en las fechas patrias, ya que el edificio no tiene gran
importancia simbólica. Pero no es lo mismo con la Pirámide de Mayo. O
con la Casa Rosada que, además de parecer de cartón pintado de lila, con
la nueva iluminación se acerca a una versión “institucional” de las
marquesinas teatrales.
El primer gran shock que me produjo el
“colorinche led” fue el año pasado, cuando vi el Monumento de los
Españoles. Sí, sí, ya sé, me vas a decir que me lo callé demasiado
tiempo. Es que no me gusta ponerme del lado de esos contrera a los que
todo lo nuevo les parece mal. Te juro que le di vueltas a la cosa pero
tengo que reconocer que no me gusta ni medio.
Creo que fue una de
esas noches primaverales de octubre en las que volvés a tu casa
pensando en una cervecita. El sol recién se había puesto cuando de
repente, vi el monumento envuelto en un “verde esmeralda” que te hacía
chirriar los dientes. Mayor fue mi sorpresa minutos después, cuando el
verde inicial se transformó en un cachondo “rosa helado de frutilla”. Mi
mandíbula inferior se derrumbó y quedé con la boca abierta por un largo
tiempo. Y no es que yo sea un fundamentalista de la integridad
patrimonial de monumentos y edificios históricos: hay cosas que quedan
bien y otras que no.
Esto era lo último que le faltaba al
Monumento de los Españoles, que en realidad se llama “Monumento a La
Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas”, y que nació con mucha
mala suerte. Fue donado por los inmigrantes españoles para el Centenario
de la Revolución de Mayo y el creador de la escultura, un catalán
llamado Agustín Querol, murió antes de empezarla. Con sus bocetos, su
discípulo, el asturiano Cipriano Folgueras, continuó la obra. Pero en
1911, también falleció. Cinco años más tarde, los continuadores del
taller mandaron un cargamento de esculturas desde España para completar
la construcción y el barco se hundió. Así las cosas, lo que faltaba
llegó en 1917 pero la Aduana, que ya entonces sabía como embarrar la
cancha, las retuvo unos añitos y el monumento recién se inauguró en
1927. Cuando lo vieron terminado, muchos recalcitrantes conservadores
dijeron que era un esperpento. “Está como construido de humo”,
vociferaban sin notar que esa era su mayor virtud. Querol, fiel a su
escuela catalana, vanguardista e innovadora, ensayó un monumento que se
fundiera con la luz diurna, que produjera sombras suaves y etéreas. Se
propuso un enorme esfuerzo escultórico para convertir al pesado mármol
en una substancia inmaterial. Una sutileza artística que el “colorinche
led” nunca distinguirá.
Fuente: clarin.com
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