Los pupilos del colegio jesuita
Por Laura Ramos
En su librito de memorias Viaje alrededor de mi infancia ,
editado en 1956, con sus deliciosos detalles Delfina Bunge no habla
tanto de ella cuanto de la vida doméstica de la aristocracia en la
Buenos Aires de fines del siglo XIX. En el año 1884 o 1885 la familia
Bunge Arteaga estaba instalada, como era su costumbre, en la chacra Los
Eucaliptos que la familia tenía en las Lomas de San Isidro, para los
niños una llanura tan vasta y desolada como la pampa. Durante una de las
silenciosas siestas en la chacra, los siete hermanitos Bunge comandados
por el mayor, Carlos Octavio, de once años, y por Augusto, de diez, se
escaparon de la vigilancia de padres y niñeras para rumbear hacia la
laguna. Cargaban con una mesa, la embarcación elegida para la navegación
del menor, Eduardito, de un año y medio, y de algunas provisiones
robadas en la despensa. Al frente iba Carlos Octavio, lo seguían Augusto
y Roberto cargando la mesa-barco donde “el Nene” iba masticando
ciruelas bajo un toldo improvisado, bajo el podio marchaba Delfinita y a
ambos lados Alejandro y Julia. Las niñas llevaban melenas castaño claro
y vestidos blancos; los niños pelo al ras y pantalones cortos. La nave
naufragó, pero como buen cuento de hadas de la clase dirigente
argentina, fue rescatada al anochecer por una vecina benévola que les
dio leche caliente y los llevó en brazos a su casa.
Los Bunge
provenían de la ciudad de Unna, en Westfalia, un linaje germano que
llegó a Buenos Aires en 1827 con Carlos Augusto Bunge, y también del
linaje patricio de los Peña y los Lezica, monárquicos disidentes de la
revolución de Mayo, señalan Cárdenas y Paya en La familia de Octavio Bunge
. El primer recuerdo de Delfina de la casa de Tacuarí, baldosas rojas,
patios, fue el de la muerte de “mamá Luisa”, su abuela materna Arteaga.
Delfinita observaba una taza de café con leche a medio llenar y, con el
rabillo del ojo, a su madre, que lloraba mientras se ataba el cordón de
un zapato. La morena Secundina, “criada”, como se decía entonces, de
mamá Luisa, le había puesto en las manos unas medias caladas de hilo
rojo, y tal vez fue este adminículo, o el hecho de verla a menudo, que
hizo que recordara más a Secundina que a su abuela, que la siguió
mirando fijamente muchos años desde el retrato con una mantilla de
encaje que colgaba en su casa.
Al cumplir trece y catorce años los
dos hermanos mayores fueron enviados, en calidad de pupilos, al colegio
de los jesuitas El Salvador. Pero tras dos semanas interno, Carlos
Octavio, que ya había demostrado un temperamento extremadamente
sensible, se fugó del pensionado. Iracundo, despojado de todo
sentimentalismo, su padre le impuso el peor castigo imaginable para un
niño: lo mandó a la Escuela Naval de Diamante, en Entre Ríos. Si el
régimen de los jesuitas resultó intolerable para un joven de emotividad
singular, la vida militar y el destierro de su familia, según contaba a
sus hermanos en sus cartas, le produjo espanto y dolor.
Mientras
los hermanos pasaban por esa severa iniciación al mundo que era el
colegio pupilo, las hermanas y los hermanitos menores exploraban la
quinta El Paraíso: un amplio corredor de baldosas rojas, los jazmines
del país y las rosas cultivadas por el padre (“las mejores rosas de San
Isidro”, decía Delfina) y unas enormes parcelas otorgadas a cada uno de
los hijos, donde cada niño podía cultivar lo que deseara. La parcela de
Augusto, célebre en el pequeño universo de su casa, era terreno de
excéntricos experimentos botánicos: una barranca de césped, un lago, una
cascada y árboles frutales. Cierta vez logró que una ciruela alcanzara
proporciones inverosímiles sumergida en un balde con agua azucarada y
suspendida de una rama. Otra, cultivó un durazno con propiedades
mágicas: mientras su madre lo pelaba por fuera, por dentro se veía
cortado en pequeños trozos simétricos. Esta afición por los experimentos
botánicos provenía de su abuelo Karl August Bunge, que había cultivado
ciento cincuenta clases distintas de duraznos en su quinta de Buenos
Aires.
De esa temporada en la quinta Delfina conserva sus primeros
recuerdos místicos. En un solitario callejón de pinos en el que apenas
entraban algunos rayos de sol, con el arrullo de las torcazas, único
sonido en la tranquilidad de la siesta casi provinciana que aletargaba a
patricios y plebeyos, tuvo su primera noción, si no de Dios, al menos
de lo que podríamos llamar hoy el alma inmortal.
En 1890 ya hacía
cuatro años que veraneaban en El Paraíso, ubicada también en San Isidro,
frente a la Catedral y a una cuadra del paseo de los Ombúes. Al
estallar la revolución del Parque contra Juárez Celman, los Bunge
tuvieron que dejar su casa de la calle Tacuarí para instalarse en la
quinta, donde nunca habían pasado un invierno. La revolución, esta vez,
rozó de algún modo, un modo amable, con aroma a jazmín, a una familia
patricia.
Fuente: clarin.com
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