Aquí, un recorrido por la biografía y la producción de
este pionero de la fotografía argentina, desde sus colaboraciones con la
Bauhaus hasta sus Retratos de Buenos Aires. “La fotografía no necesita
Mucha técnica –define Coppola–, lo que importa es la cabeza y el ojo”.
París, 1934. Gelatina de plata. Las sombras son frecuentes en las composiciones de Coppola.
Por Marcos Zimmermann |
Si ya es difícil hacer un reportaje a un maestro de la fotografía como Horacio Coppola que tiene 104 años de experiencia en este mundo y más de 80 como fotógrafo, lo es aún más si quien lo entrevista es otro fotógrafo que admira enormemente su trabajo y sólo consigue empalidecer frente a la idea de reportear a este mayor (en el sentido más amplio de la palabra) cuyas fotografías atravesaron casi un siglo y siguen siendo modernas.Pero todo se complica aún más si el improvisado reportero –yo, en este caso– se encamina en realidad hacia el primer reportaje que va a realizar en su vida y, además, lleva en su mochila un grabador chino que ha adquirido el día anterior especialmente para la charla, del que sólo ha aprendido a accionar las teclas “on” y “rec”, y que sólo logra detener extrayéndole de cuajo las pilas. Mientras tanto, apoyado en la calma que da el tiempo, Horacio Coppola espera al fotógrafo devenido entrevistador en su departamento de la calle Esmeralda, sin agitarse en lo más mínimo. En efecto, cuando llego, está sentado en un cómodo sillón clásico, luciendo un elegante pañuelo al cuello que le confiere cierto aire de príncipe. La casa está repleta de recuerdos: muebles, arañas, cuadros, libros y un piano que no suena desde que Raquel, su esposa, murió. Pero Coppola da la sensación de convivir naturalmente con este y otros hechos de un tiempo que guarda en algún lugar de su memoria y saca a pasear de vez en cuando.
Al
rato de estar con él, uno se da cuenta de que Coppola es uno de esos
viejos deliciosos y envidiables. Mientras miramos juntos sus libros,
cada nueva imagen enciende su mirada, una muestra de cómo palpitan aún
su interés por el mundo y su corazón de artista. Durante la entrevista
este maestro de la imagen recorre una a una sus fotografías y disfruta
de un viaje en el que me guía, a veces atravesando lugares misteriosos o
arcanos y, a veces, mundos más próximos. Su memoria tiene pequeñas
fallas, pero es evidente que su interés por lo que lo rodea está
intacto, como si cada fotografía gatillara un recuerdo que sólo él
conoce.
Infatigable observador de la realidad, Coppola puede
resumirse en las palabras con las que él mismo definió su trabajo:
“Desde mi ventana –viendo con ansia y maravilla– miro lo real iluminado:
encuentro –desde un punto de vista dado– una imagen, por así decirlo,
de mi mundo propio. Cuando de los infinitos puntos de vista posibles
desde mi ventana, elijo ése que es para mí el más esencial y revelador
de lo real, del presente. Ahora, con la cámara fotográfica, me posesiono
de esa imagen: soy fotógrafo”.
Lo cierto es que, a cada vuelta de
página de sus libros, Coppola se sumerge en sus fotografías como si
fuesen ajenas; casi como si fueran el mismísimo mundo real. En efecto,
si uno repasa su obra fotográfica o si observa los filmes (porque ese
primer Coppola iba y venía del cine a la fotografía con ductilidad),
encuentra detrás de cada imagen al mismo Coppola: al artista que
testimonia con pasión el mundo que lo rodea. Quizás sea sólo su primera
película de tres minutos, Traum –en español, sueño– (una extraña mezcla
de El gabinete del Dr. Caligari , de Wiene, con Un perro andaluz , de
Buñuel), además de las fotografías realizadas durante la Bauhaus y
algunos de sus experimentos visuales en color, el único momento de su
larga carrera en que Coppola abandona el mundo verdadero como objeto de
su trabajo, para aportar una visión experimental.
Tal vez la clave
de su vigencia sea su capacidad para dejar entrar de lleno mundo y
época en su obra, de modo natural. Porque ni sus experimentos más locos
(por ejemplo, sus tomas color con cucharas y tenedores deformados dentro
de vasos o la famosa “máquina de escribir desnuda”) dejan de tener
alguna relación directa con lo que lo rodeaba. Así, logra ser mucho más
moderno que tantos jóvenes fotógrafos de hoy. Y, por supuesto, más
esencial.
¿Qué es para usted una buena fotografía?
Es la imagen completa, que contiene la realidad y su propio mundo.
Enseguida
calla, se hace otro silencio. Extiendo entonces frente a Coppola
Imagema, antología fotográfica 1927-1994 , el libro editado por el
Fondo Nacional de las Artes y por el propio sello que Coppola creara:
Ediciones de la Llanura; el libro contiene todo su ideario sobre la
fotografía. El ejemplar que le muestro ahora me lo dedicó años atrás. El
lo toma, lo escruta, acercándolo a su rostro. Y ahora es él quien
pregunta: ¿Este libro lo hice yo? ¿Es todo mío?
¡Todo!
¡Uhhhhh... me había olvidado!
Tiene
derecho, pienso. Algunas de las fotografías que lo integran las hizo
hace más de 70 años. Coppola había dado una explicación anticipada a su
actual desconcierto, al mencionar en ese mismo libro una frase de
Picasso que le refirió Jean Cocteau: “Entre los cinco y los siete años
se está en su plena forma. En adelante uno se prolonga”. Los nervios que
me ataban comienzan a ceder. Me encuentro en el mismo bando de Coppola:
el de los prolongados.
Pero la vida prolongada de Coppola está
repleta de hechos ricos y bellos. Desde sus años de infancia, el
descubrimiento de mirar (del latín: mirare : “ver con maravilla y con
ansia” –dice él mismo en el libro) aparece con fuerza.
“¿Cuál fue
su primer recuerdo visual?”, pregunto. Me relata que, cuando era niño,
cada noche acompañaba a su padre a cerrar la puerta de calle. Pero luego
se demoraba allí un poco con una excusa cualquiera y, escondido detrás
de los visillos, observaba la vida del bar que había frente a su casa;
como si ése fuera su cinematógrafo privado. “Mi aventura primera: mirar
por las rendijas la perspectiva geométrica de mesitas, tacitas blancas,
los perfiles de siluetas negras de espaldas y con sombreros. En el
fondo, una ventana. En ella gesticulaba la vida su mágico claroscuro
devenir”, había escrito en el libro.
Son esa amplitud de corazón y
esa realidad siempre escurridiza las que se ven palpitar hoy detrás de
su mirada tierna y aguda al mismo tiempo. Las mismas que le transmitió
su familia de artesanos italianos, cálida, numerosa y de trabajo,
envuelta desde siempre en las redes del arte. Primero fueron sus
lecturas de La Ilíada , La Odisea y todo Shakespeare, impulsadas por un hermano escritor. Después vinieron Estanislao del Campo, Ascasubi, Martín Fierro y tantas otras. Pero, entre todas, cobra importancia extrema La divina comedia
, completada casi sólo para mirar los grabados de Doré, cuyas imágenes
continuaron flotando largo tiempo en su cabeza de jovencito, mientras
veía pasar el mundo diariamente por la calle desde el balcón de su casa
de Corrientes entre Bermejo y Ecuador. Tal vez fue entonces cuando se
anudó esa gracia de combinar el universo propio con el ajeno y de
alimentar a ambos, entrelazándolos, sin violentar ninguno. Quién sabe.
Lo cierto es que fue su hermano Armando, quien le brindó la herramienta
para expresar esos universos: la fotografía.
A los 21 años se
asumió cabalmente fotógrafo. Sucedió en 1927, después de revelar sus
primeras fotografías: una de una estatua de Voltaire que anidaba desde
siempre en su alcoba y otra titulada “Mi mundo propio”, de unas reglas
durmiendo en el fondo de un cajón abierto del escritorio de su padre.
Ambas fotografías fueron hechas con la misma primitiva pasión que
sobrevuela un curioso autorretrato de esa época, realizado sólo con unos
vidrios de anteojos y luz, que hasta el día de hoy Coppola no puede
explicar cómo llegó a plasmar.
Luego, comienzan sus viajes. A los
24 años el primero, impulsado por Alfredo Guttero, a quien Coppola había
enviado una larga carta comentándole su muestra en Amigos del Arte, en
Buenos Aires. Italia, Alemania, Francia y España lo deslumbran desde
diciembre de 1930 hasta mayo de 1931, cuando vuelve a Buenos Aires con
su primera cámara Leica.
Coppola no necesitó nunca “huir” de la
realidad para hacer arte. Al contrario, casi toda su obra, incluidas dos
de sus películas, Un muelle del Sena y Un domingo en Hamstead Heath
, confirma esa ligazón con el mundo, que la impregna. Eligió el lado
más cercano, más cotidiano. Así, desde las tomas de gente común que hizo
por las calles de Londres o París hasta aquellas antológicas de Buenos
Aires –una ciudad que a primera vista debía ser difícil de imaginar como
material de arte en aquellos años 30–, esos trozos de realidad de todos
los días, digo, se transforman mágicamente en manos de Coppola, en
obras de arte exquisitas que, al mismo tiempo, no dejan de ser
testimonios. He aquí la sagacidad de Coppola: su naturalidad
trascendente.
La inquietud juvenil de Coppola no cesa. En un nuevo
viaje que hizo a Berlín en 1932, sin saberlo, pasa a formar parte de la
historia del arte del siglo XX. “El arquitecto Ludwig Mies Van Der Rohe
está completando, aquí en Berlín, la instalación de la Bauhaus. Te
presentaré a Grete Stern, alumna en Dessau”, le dijo un amigo del
filósofo Luis Juan Guerrero que encontró en Alemania.
Las
casualidades lo guían. Grete le hace conocer a su vez a Walter
Peterhans, matemático y fotógrafo que dirigía el Departamento de
Fotografía creado por Laszlo Moholy Naghy en la Bauhaus. Allí realiza un
trabajo de atelier con Peterhans, a quien Coppola señala como uno de
sus grandes guías: realiza 18 fotos (“estudios de construcción”) con una
cámara 9 x 12. Aunque al poco tiempo los nazis clausuran aquel
departamento, algunas de esas imágenes pasarán a formar parte del
importantísimo movimiento Nueva Objetividad, nacido en esa época en
Alemania y que sepultó para siempre el expresionismo romántico en
fotografía. También se inicia en el cine, en el Estudio Cinematográfico
Tempelhof. Pero la llegada de los nazis al poder frustra su continuidad,
por lo que en diciembre de 1933 parte hacia Londres junto con un grupo
que integran Grete Stern, Ellen Rosemberg y Walter Auerbach. En aquel
Londres de 1934 retrata a Chagal y a Miró. Nacerían, también de ese
viaje, las series de grafitis, de fotos callejeras y de ciegos, de la
cual “Mr. Nobody” se erige como la foto insignia.
Cuando ese año
vuelve a Buenos Aires con Grete, Victoria Ocampo le ofrece la sala de
Sur para que expongan juntos su trabajo. Coppola comienza a fotografiar
Buenos Aires, por encargo –ahora directo– de la Municipalidad. De este
ensayo resultará el libro Buenos Aires 1936 , que presentan Alberto Prebisch e Ignacio Anzoátegui, el año en que el artista cumplía 30.
“Mis
imágenes del río a la pampa recorren el tiempo de la ciudad”, dice
Coppola en referencia al trabajo, y me muestra un ejemplar que está
dedicado a Raquel, a cada uno de sus hijos “...y a la ciudad donde somos
felices”.
En 1937 realiza con Grete Stern un maravilloso film de 16 mm titulado Así nace el Obelisco y también un libro sobre los huacos en el Museo de La Plata y otro sobre la ciudad: La Plata a su fundador
. Después vive en Villa Sarmiento y en un rincón de Muñiz, dejando la
ciudad por un tiempo y “plantando árboles”, según cuenta. Un día lo
fascina la obra del escultor brasileño Aleijandhino, viaja a Minas e
invierte todo su dinero en hacer un libro que resulta un enorme fracaso
económico. Pero una vez más el tiempo, ese aliado eterno de Coppola,
interviene y se encarga de retribuirlo. Las obras del Aleijandhino
estaban hechas de piedra jabón y, con el paso de los años, se deshacen.
Hoy, las fotografías y el libro de Coppola son el único testimonio del
trabajo de aquel particular escultor.
En 1959 se casa con Raquel Palomeque y la fotografía en color entra en su vida.
¿El color? Seducción, encanto, aderezo de la forma.
¿Fotografía blanco y negro o color?
Las dos tienen su encanto.
Su respuesta deja abierto un panorama más amplio que el que yo imaginaba.
En esos años arma su primera retrospectiva, Imagemas , y Viejo Buenos Aires Adiós, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
De
allí saldría algunos años después el libro homónimo. Llegan luego
varias exposiciones en el exterior: Austin, en los Estados Unidos; un
ensayo Arte virreinal en México y Guatemala , que
integra fotografías suyas y textos de Raquel; Grecia. Durante los años
70, pasan por delante de su cámara Juan Francisco Giacobbe, Amancio
Williams y Jessye Norman, entre otros.En los años 80 funda el grupo
Imagema, que intenta formar fotógrafos con “un planteo conceptual
riguroso y el consecuente actuar según una justa disciplina técnica”.
Podrían mencionarse decenas de otros hechos de la vida de este artista,
como la inmensa muestra Horacio Coppola, fotografía
organizada por la Fundación Telefónica en Madrid, en 2008. No hay duda,
el mundo de Coppola es vastísimo. Basta recorrer su obra para sentirse
delante de un artista con una vida riquísima y honda, fundada en
trabajo, lecturas, discusiones con artistas de otras disciplinas y
debates teóricos y hasta filosóficos sobre la fotografía.
Intento la última pregunta:
¿Cómo cree que va a ser la fotografía en el futuro?
Coppola sonríe.
No
tiene que ser distinta de lo que es ahora. No necesita mucha técnica
porque está realizada por un aparato. Lo que importa es la cabeza y el
ojo.
“¿Sabés que me había olvidado de este libro...?”, dice enseguida, mientras observa el magnífico catálogo titulado Los viajes
, realizado recientemente por la galería Jorge Mara y por el Círculo de
Bellas Artes de Madrid, con motivo de su última muestra. Y, sin querer,
o quizás conscientemente, añade en este último comentario a primera
vista inconexo una explicación mucho más honda a mi pregunta, al poner
de manifiesto la relativa importancia que tiene el tiempo para alguien
que lo transitó largamente y, a la vez, el valor de una de las
cualidades más esenciales de la fotografía: su capacidad de
testimoniarlo.
Durante el rato que lo visité pude vislumbrar en
Coppola una clara sensación de profundidad y completud de la vida, y
alcancé a atesorar de él algunas frases y sensaciones: más que
suficiente para un novato como yo en el metier del reportaje. Pero en un
momento de la charla lo sentí cansado. Entonces guardé el pequeño
grabador chino y me despedí, agradeciendo muy especialmente la
deferencia y la calidez con que fui recibido.
Ya era tarde y me
fui caminando despacio por Buenos Aires, recordando algunas de las
fotografías de Coppola. Apenas entré en casa, apoyé la mochila en el
sofá del living y fui hasta la heladera a tomar un vaso de agua. De
repente, escuché una voz que venía del sillón. ¡Me ericé! “¿Sabe una
cosa, Zimmermann?”, dijo la voz del maestro Coppola desde adentro de la
mochila. Yo escuchaba absorto, maravillado. “Todas estas fotos y estos
libros, los veo como algo nuevo... ¡Como si los viera por primera vez!”
Después hizo silencio. Por algún extraño motivo, una endemoniada tecla
del grabador chino se había accionado sola. Y como si Coppola tratara de
reafirmar una vez más su asombro ante la inmensa memoria que encierra
su trabajo, enseguida exclamó desde la mochila: “¡No deja de abrumarme
lo que he hecho!” Recién entonces comprendí que, mientras nos
despedíamos, el joven Coppola se había subido subrepticiamente a mi
mochila con sus 104 a cuestas, para dar otra vuelta por Buenos Aires y
despuntar su vicio de flâneur, de caminante andariego, para vagar por
las calles de aquel mundo que había visto por primera vez a través de
las rendijas de la puerta de su casa de infancia. Un mundo que luego
supo capturar como nadie, de modo sencillo, directo, real, afectuoso y
verdadero. Para devolvernos después este otro mundo coppoliano que,
gracias a sus fotografías, hoy es también de todos.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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