JOYA. EL PALACIO DE LOS LIRIOS, RIVADAVIA 2009, CONSTRUIDO EN 1907 POR EL ARQUITECTO EDUARDO RODRÍGUEZ ORTEGA.
Por Miguel Jurado - Editor Ajunto Arq.
Ayer me llamó mi amigo Gastón desesperado. “No se va a poder
construir más nada en Buenos Aires”, me gritó por el teléfono como si le
hubieran robado el arbolito de Navidad. Apenas se calmó, llegué a
entender que estaba caliente porque una jueza prohibió la demolición de
edificios anteriores a 1941 hasta que se trate la ley que reglamenta los
derribos de edificios de más de 70 años. “Bueno, tranqui, eso se va a
arreglar”, intenté calmarlo. “Qué tranqui ni tranqui, iba a construir un
edificio en la casa de mis abuelos y ahora, todo para atrás”, me dijo y
empezó con su clásica defensa de la libertad de mercado y el rosario
anti regulaciones porque resultan dañinas para los negocios, el
crecimiento y el progreso de la ciudad (en ese orden).
“El
constructor me dijo que esperáramos a fin de año para hacer la
demolición y ahora intervino una jueza. En este país no hay seguridad
jurídica. Así no va a invertir nadie. Están judicializando la economía”,
tiró. Su recital de lugares comunes colmó mi paciencia. Tratando de
conservar el espíritu navideño de las festividades, quise explicarle que
la medida cautelar impide lo que sería el Festival Veraniego de la
Picota; porque, desde 2007, la Ley 2548 protege a los edificios
construidos antes de 1941 y ahora, al terminarse la norma y sin una que
la sustituya, propietarios y desarrolladores aprovecharían esta suerte
de “piedra libre” para derribar todo, no sea cosa que en cualquier
momento vuelvan a controlar las demoliciones. “Para las autoridades ya
se hizo una buena catalogación de los edificios que merecen
conservarse”, contraatacó Gastón. “Sí –le dije–, pero para algunos
vecinos no alcanza con haber protegido el 5 % de los 130 mil inmuebles
involucrados”. Me cortó en medio de la explicación del valor social del
patrimonio arquitectónico y la identidad urbana.
Me quedé
pensando en que Buenos Aires debe tener unas 12 mil manzanas y de que la
Ley 2748 estuvo vigente más de cuatro años, tiempo suficiente como para
consensuar con vecinos y especialistas qué edificios proteger. Y otra
cosa, al tipo que no le dejan derribar su casa porque tiene un valor
patrimonial, debería compensarlo de forma concreta. A todos nos gusta
Buenos Aires, pero no es justo que el esfuerzo de su conservación lo
paguen algunos.
En ese momento me llamó El Cuervo: “Che, recién me
llamó Garcón (así lo llama por su legendario egoísmo), está como loco
porque no le dejan demoler la casa de la abuelita ¡Ja!”. Noté un toque
irónico en sus palabras, creo que lo disfrutaba. Después siguió
argumentando en contra de las demoliciones: “No puede ser que sigan
derribando el patrimonio de la ciudad, corrompiendo su identidad urbana,
la codicia del negocio está terminando con joyas de la arquitectura…”.
Hasta ahí lo aguanté. Una mezcla de sentido de la justicia y culpa por
lo mal que había tratado a Garcón (perdón, Gastón) me empujó a condenar
los criterios ultra conservadores que piensan que la mejor arquitectura
es la de nuestra oligarquía. Le dije que frenar las demoliciones de
edificios anteriores al 41 es tan arbitrario como proteger a los del 45,
42 o 63. Que circunscribir la preservación a una fecha y un puñado de
edificios no tiene ningún criterio urbanístico. Qué lo que hay que
conservar es el entorno urbano de un lugar o de un barrio, proponer
normas de edificación que lo mejoren, ordenen o refuercen su carácter.
“Conservar por conservar es reflejo del miedo al cambio”, le tiré y eso
le dolió en el alma porque El Cuervo es un revolucionario en estado
vegetativo. Lo que vino después es irreproducible, bajo el título: Vos
no me vas a decir a mí que soy un conservador, se despachó de tal manera
que al cortar, me quedó la sensación de que con el tema de la
preservación, había perdido dos amigos, uno por derecha y otro por
izquierda.
Fuente: clarin.com
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