La escritora murió a los 96 años
"¡Hija,
tienes la cabeza del David de Miguel Angel!", exclamó Rafael Alberti,
en un atardecer porteño de fines de los años 40, al ver entrar a Gloria
Alcorta en una sala de exposiciones, con el pelo rubio, corto y rizado.
Gloria estaba acostumbrada a la admiración, pero este elogio la halagó
especialmente.
Con su figura esbelta, los espléndidos ojos color
turquesa, los rasgos patricios nítidamente cincelados, llamaba la
atención en cualquier lugar donde apareciera, sin hacer nada para
provocarla. Al contrario, siempre vestía con la refinada sobriedad de
quien sabe, por linaje y por educación, que menos es más. Pero era dueña
de una virtud intangible: el encanto personal, la seducción de una
hermosa sonrisa, el ingenio en el comentario agudo, la gracia de una
conversación que prodigaba inteligencia y curiosidad.
Gloria Alcorta, que murió el sábado último, había nacido
en Bayona, en el País Vasco francés, el 30 de septiembre de 1915. Fue la
hija menor del doctor Rodolfo Alcorta (hijo de Amancio, el ministro de
Relaciones Exteriores de Luis Sáenz Peña, Juárez Celman y Roca, y nieto
del otro Amancio, el músico) y de Rosa Mansilla y Godoy, considerada la
mujer más hermosa de su tiempo, nieta de Agustina Rosas de Mansilla
(otra belleza legendaria, hermana de Juan Manuel, el Restaurador), y
madre del Lucio V. de Una excursión a los indios ranqueles y las Causeries de los jueves.
Estos datos familiares apuntan a caracterizar a Gloria
Alcorta como la heredera de una tradición argentina de cosmopolitismo
unido a un profundo sentimiento de pertenencia a la tierra.
"Me bautizaron Gloria Rosa Francia, ¿te das cuenta? ¡Qué
horror!", se reía Gloria al comenzar la evocación de una infancia que no
fue fácil.
Su madre murió cuando ella ingresaba apenas en la
adolescencia, y quedó al cuidado de su hermana mayor, Noemí, casada con
el conde italiano Marone di Cinzano.
Los Cinzano vivían en Milán, en un palazzo donde también
residía "un muchacho joven, muy buenmozo y elegante, al cual me habían
prevenido que me guardara de acercarme, ni de mirarlo siquiera, tal era
su fama sulfurosa? Era Luchino Visconti".
Cuando ella tenía unos cinco años, su padre, encargado
por el presidente Alvear de gestionar el monumento ecuestre de su
abuelo, el general Carlos María de Alvear, la llevaba al taller del
escultor Antoine Bourdelle, donde la pequeña "jugaba con la arcilla,
haciendo muñequitos y cabezas, imitando a Bourdelle, que me alzaba en
brazos, muerto de risa".
De ahí le vino la vocación por la escultura, a la que dedicó varios años de su juventud.
En París se casó, muy joven, con su compatriota Alberto
Girondo Uriburu (hermano de Oliverio, el poeta), con quien tuvo tres
hijos. En Buenos Aires publicó su primer libro, La prison de l´enfant , que prologó Jorge Luis Borges, al que siguieron, entre otros, los poemas de Visages , los bellísimos cuentos de El Hotel de la Luna y otras imposturas , y alguna obra de teatro.
Imaginativa y original, certera evocadora de atmósferas
inquietantes, la poesía no abandona su prosa, sin invadirla. Radicada
largos años en París, aquí se la fue olvidando, pero allá gozaba aún de
prestigio. Agotaría este espacio la mención de sus amistades célebres:
Cocteau, Picasso, Camus, Kundera, Semprún, Max Jacob?
Nunca se decidió, sin embargo, a escribir sus memorias,
que hubieran sido testimonio precioso de toda una época de la cultura
occidental. Hubo varios intentos, pero ella siempre les ponía fin
argumentando: "¿A quién le importan esas cosas?".
Fuente: lanacion.com
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