Nació en 1863, tirado por caballos. Y en 1897 se hizo eléctrico. LLegó a transportar más de 600 millones de personas al año.
Por Eduardo Parise
En los últimos meses, el tema de quién se encarga de subtes,
colectivos y trenes se convirtió en algo que parece el cuento del gran
bonete. Es que el transporte de pasajeros en la Gran Ciudad siempre fue
clave para movilizar a millones de personas. Y dentro de esa historia
hubo un elemento que, durante un siglo, resultó vital: el tranvía.
La
palabra se origina en la expresión inglesa tramway, cuya traducción
literal sería algo así como “camino de rieles planos”, aquello que los
porteños convirtieron en “tranguai”.
En Buenos Aires todo empezó
en 1863, como algo complementario del ferrocarril, aunque siete años más
tarde ya integraba el paisaje urbano. Eran tirados por esos caballos
grandotes y potentes conocidos como percherones. Por entonces, las redes
creadas por los hermanos Méndez (Agustín, Teófilo y Nicanor), los
hermanos Lacroze (Julio y Federico) y Mariano Billinghurst, resultaron
de gran importancia. Pero tal vez el más famoso de esos servicios haya
sido el del “tranguaicito” en la zona de Belgrano.
El crecimiento
del servicio en la Ciudad iba a llegar hacia el fin del siglo XIX con
algo revolucionario: la electricidad. El primer recorrido experimental
se hizo en abril de 1897, por la avenida Chavango (actual Las Heras)
entre Scalabrini Ortíz (entonces Canning) y la Plaza de los Portones
(ahora Plaza Italia). Fue por impulso de un ingeniero estadounidense
llamado Charles Bright, creador de la empresa “Tranvía Eléctrico de
Buenos Ayres”, la primera que hubo aquí.
Desde ese momento, el
tema sería un fenómeno social, tanto que en el primer cuarto del siglo
XX la red de los tranvías porteños ya era la mayor de América latina y
una de las principales del mundo: tenía casi 900 kilómetros de vías, más
de 3.000 vehículos y empleaba a 13.000 personas que trabajaban en los
cien recorridos y en los múltiples talleres donde hasta se fabricaban
coches con diseño propio. Pero lo más impactante era la cantidad de
pasajeros que transportaban cada año: según la Asociación Amigos del
Tranvía (que está en Caballito y mantiene un servicio de tranvías
históricos que aún recorren el barrio) superaba los 600 millones de
personas. Eso era así por los múltiples viajes que hacía cada una cada
día. El costo del boleto (10 centavos, o 5 en horarios “obreros”) lo
había hecho tan popular que a Buenos Aires se la conocía en el mundo
como “la ciudad de los tranvías”.
Por supuesto que no todo fueron
rosas. También hubo espinas, como la tragedia del 12 de julio de 1930
cuando uno cayó al Riachuelo en un puente levantado para que pasara una
chata. La niebla de la madrugada jugó contra la vida y de 60 personas
sólo sobrevivieron cuatro.
El final de aquellos trenes de un solo
coche, que andaban a 30 kilómetros por hora, llegó en los 60. El último
servicio circuló el 26 de diciembre de 1962, aunque algunas líneas (en
especial en Lanús) lo hicieron hasta el 19 de febrero de 1963.
Entonces
esos “tranguais”, que hasta tuvieron buzones portátiles para
transportar correspondencia desde barrios alejados, quedaron en el
pasado. Con ellos se fueron las vías de noble acero. Algunas se
fundieron para nuevas obras; otras quedaron bajo el asfalto y, cada
tanto, afloran junto a algún bache. También desapareció un bar que
estaba en Corrientes y Medrano, donde paraban los conductores y guardas
del Lacroze. Como usaban uniforme verde (el color que identificaba a la
compañía) se lo conoció como “El café de los Loros”. Pero esa es otra
historia.
Fuente: clarin.com
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