Antes del siglo XV, a nadie se le habría ocurrido crear un retrato de una persona cuya importancia dentro del contexto más amplio era de escasa significación.
Un retrato encantador pintado por Francesco Francia en 1510
representa a un atractivo
chiquillo de pelo largo llamado Federigo
Gonzaga. Vestido con una toga negra y luciendo un gorro inclinado y el
cuello enjoyado, mira con expresión soñadora hacia la izquierda. Un
césped pastoral se extiende a sus espaldas hasta una ciudad perdida en
la bruma.
Es uno de los cuadros más cautivantes de "The
Renaissance Portrait from Donatello to Bellini", una exposición
magistral, intensamente motivadora de unas 160 obras de los maestros más
celebrados de la pintura y la escultura italianas del siglo XV en el
Metropolitan Museum of Art de Nueva York. También tiene una historia
notable.
En el año en que fue pintado, el padre del muchacho,
Francesco Gonzaga, soberano de Mantua, fue capturado por sus enemigos
venecianos. El papa Julio II intervino para su liberación, que tuvo como
condición que Federigo fuera enviado a Roma como rehén para garantizar
que Francesco no intentaría vengarse de Venecia.
Isabella d’Este
encargó el retrato de su hijo para tener un recuerdo. Sin embargo, tanto
cartas como informes indican que la estadía romana del precoz Federigo
fue como estar pupilo en un colegio extremadamente exclusivo. Al volver a
su casa después de tres años, se convirtió en duque de Mantua y vivió
hasta la madura edad de 40 años.
Antes del siglo XV, a nadie se
le habría ocurrido crear un retrato de una persona cuya importancia
dentro del contexto más amplio era de escasa significación.
Los
retratos eran para los reyes, los papas, los santos y otras luminarias, y
sus imágenes estaban destinadas a una exposición oficial, más o menos
pública, en lugares como iglesias y tumbas.
En el siglo XV,
empero, debido en gran medida a la expansión y el enriquecimiento de una
clase mercantil, surgió un mercado para imágenes de miembros de la
familia destinadas a ser expuestas en su propia casa. Los curadores de
esta muestra Keith Christianesen, presidente de pintura europea en el
Met, y Stefan Weppelmann, curador de pintura italiana y española
temprana en la Gemäldegalerie de Berlín sugieren que el tema clave era
la identidad: en una época de cambio social acelerado, los retratos del
Renacimiento representaban la familia, la clase, el rango y las
adhesiones políticas de una persona.
Más allá de lo que podía
significar para su madre, el retrato de Federigo fue motivado por su
identidad como miembro de una familia poderosa y su utilización como
prenda en un juego de ajedrez político. El formato estándar de la
pintura en los primeros tiempos era de perfil, lo cual, a pesar de la
belleza evidente en la realización de las obras de Masaccio, Fra Filippo
Lippi, Pisanello y otros, resulta estático, como una imagen en un
cartel de tienda. Los perfiles se imponían por las razones simbólicas
sugeridas en las numerosas medallas presentes en la muestra. Cada uno de
estos objetos metálicos circulares, que varían de 5 a 10 centímetros de
diámetro, tiene el perfil de una persona de un lado e imágenes
eclécticas, como por ejemplo unicornios, águilas y personajes
astrológicos del otro; en toda Europa circulaban copias a la manera de
tarjetas de visita de alta gama.
A partir de la mitad del siglo
aproximadamente, los pintores pasaron a formatos de tres cuartos perfil y
frontales, y las personas pintadas se volvieron más naturales. Los
modelos empezaron a devolver la mirada a los espectadores o a mirar
pensativamente al espacio. Adquirieron una apariencia de animación
física y de vitalidad.
Es en la escultura, no obstante, donde se
observa de manera más impresionante la diferencia entre animado y menos
animado. Un par de bustos del banquero florentino Filippo Strozzi de
Benedetto da Maiano, el primero, un estudio en terracota y el otro en
mármol, ambos de 1475, sugieren mucho sobre lo privado y lo público. En
arcilla, el hombre de edad madura y de rasgos marcados parece extraviado
en sus pensamientos preocupantes. Al llegar al mármol terminado, mira
serenamente al vacío, y las líneas de su cara están suavizadas.
En
la muestra hay menos mujeres que hombres. Las jóvenes eran tratadas
como señuelo para los matrimonios arreglados mediante los cuales las
dinastías formaban alianzas entre sí, o sea que la mayoría de los
retratos de mujeres presentes aquí muestran ejemplares convencionalmente
hermoseados de deseabilidad femenina.
Dos pinturas de Botticelli
perfilan mujeres con cabellera abundante y peinados con tocados
extravagantes. Las imágenes son más fantásticas que realistas, como las
fotos de las modelos de Vogue. En ese sentido, encajan aquí en razón de
lo que sugieren sobre las normas del atractivo femenino.
La obra
más espectacular de la muestra es un busto en bronce brillante de un
hombre con los hombros y el cuello envueltos en una serie de géneros de
distinta textura. Es un relicario realizado hacia 1425 para albergar el
cráneo de Santo Rossore. Dado que el santo murió en el siglo IV, se
piensa que el escultor, Donatello, se usó a sí mismo como modelo. Pese a
no ser un retrato, esta versión tamaño busto de un hombre vivo,
consciente de sus propios misterios interiores, influiría en los
escultores y los pintores durante los siglos venideros.
Fuente: Revista Ñ Clarín
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