Hay una extraña conexión literaria entre Adolfo Bioy Casares, sus
fotos del barrio que hoy perduran en el café y su novela “La invención
de Morel”.
La mesa del escritor y el paisaje de una esquina que con el
tiempo brilla cada vez más.
MESAS. VISTA GENERAL DEL INTERIOR ACTUAL DEL ÍCONO DEL BARRIO, Y LAS MESAS QUE GUARDAN SECRETOS E HISTORIAS.
Por Miguel Wiñazki
Cabe trazar la hipótesis literaria de una extraña conexión
entre Adolfo Bioy Casares y el bar La Biela en Recoleta, frente al
cementerio y a la vitalidad que rodea a la necrópolis, siempre atestada
de turistas y peregrinos que buscan tal vez en la arquitectura de sus
tumbas una clave secreta de esta misteriosa Buenos Aires.
La
hipótesis está sostenida en un punto fuerte y material. Bioy fue
habitué durante muchos años de La Biela. Tenía una mesa en el
restaurante anexo (ver La mítica historia...), la número 20, que jamás era utilizada por ningún otro transeúnte del lugar.
Pero ¿Por qué iba Bioy a ese mismo sitio con disciplina rutinaria y durante tanto tiempo? Su gran novela, La invención de Morel
(1940) podría ayudar a jugar con una pista profunda. Es la historia de
un fugitivo del mundanal ruido y de sus peripecias que se esconde en
una isla. Pero su soledad es interrumpida por la aparición de un contingente de turistas. Allí comienza una historia de alucinaciones, de amor y, si se quiere,
de filosofía. Ningún lector podría al final de la obra asegurar si algo
puede interrumpir de verdad la soledad. Es decir, asegurar que los
demás existen y que no son una alucinación que nos acompaña y que
nosotros mismos generamos. ¿Cómo sabemos que todo no es un sueño, y que
soñamos no soñar? Diríamos, parafraseando a Borges.
En un
sentido, un café es una isla, un escondite, y esa insularidad
existencial es, en La Biela, profusamente acosada por los turistas que
la visitan de todas partes.
“Llegué a la isla –escribió Bioy– con una brújula que no entiendo”.
La Biela es un café que es un puerto, en el que anclaron no sólo Bioy, sino también Borges, que visitaba el sitio seguido pero, curiosamente, sin su amigo.
El uno y el otro iban por su sola cuenta.
En hilera sobre la célebre barra de La Biela, se pueden ver hasta hoy una serie de fotos raras
tomadas a mediados del siglo pasado por el propio Bioy Casares,
supuestamente para un libro que Borges iba a escribir. Son imágenes
algo esfumadas que emanan misterio. Por cierto, es mejor verlas que
describirlas con palabras. De todos modos, se observan, en tono un poco
amarillento por el tiempo, imágenes de vegetación urbana y abundante,
tomas muy focalizadas de lo que parecen ser las paredes del cementerio
otros flancos de edificios algo barrocos, con una mirada precisa, lo
contrario a la vaguedad. Escribió Bioy en La invención de Morel: “La
vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de
primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con
urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el
tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente”.
La isla de La Biela está rodeada de vegetación y fuerza también.
La mirada literal de Bioy ha dejado su huella expuesta en el café.
Hay un ensayo del escritor tucumano Juan José Hernández titulado Tribulaciones de un picaflor de La Biela . Es una reseña crítica del último libro que publicó Bioy, Descanso de caminantes.
Las caminatas de la ciudad hallan descanso de caminantes. La Biela pudo haber sido también eso para Bioy.
UNA DE LAS FOTOS DE ADOLFO BIOY CASARES QUE RETRATA EL CAFÉ HACIA 1940, CUANDO SE LLAMABA LA VEREDITA O AEROBAR Y CUANDO FUE PUBLICADA SU NOVELA LA INVENCIÓN DE MOREL. UN PAISAJE.
Otro escritor y ensayista, casi homónimo del anterior pero muy diferente en términos ideológicos, Juan José Hernández Arregui, analizaba la historia a través de los nombres de las calles de Buenos Aires. No simpatizaba con la Recoleta. Supo sentenciar: “La que muchos conocen como una de las esquinas más aristrocráticas del barrio es la unión de ¡Quintana y Ortiz! Y allí se levanta La Biela, reducto predilecto de la oligarquía” . Se refiere a los presidentes argentinos Manuel Quintana y Roberto Ortiz, calificados precisamente como representantes emblemáticos de la oligarquía por el nacionalismo literario y sociológico. La verdad es que hoy, el análisis clasista y chauvinista parece pobre para refutar a La Biela y su clientela heterodoxa.
Por ejemplo: crespúsculo de
viernes a la tarde, pleno invierno. Se pueden observar desde dentro del
local los reflejos rosáceos de la iglesia del Pilar a la vera del
cementerio. Hay varias mesas ocupadas en la vereda, a pesar del frío.
Adentro existe un leve bullicio, como apaciguada colmena porteña. Se observa una realidad irrefutable. La gente dialoga entre sí.
Las
vestimentas son diversas; corbatas de oficina en algunas mesas, señoras
con pulóveres de lana caseros en otras, camperas de jean… y otros
indicadores de costumbres contemporáneas: diarios en papel leídos por
señores de pelo prolijo, laptops baratas y baqueteadas, y otras más
caras y brillantes, celulares, cucharitas que giran en los pocillos,
vasos de agua bebidos lentamente.
Se levanta tras las vidrieras el gomero gigante y solemne.
Empieza a caer la noche.
La mítica historia de un café de "tuercas", príncipes y estrellas.
La mítica historia de un café de "tuercas", príncipes y estrellas.
Carlos Gutiérrez, hoy gerente, empezó a trabajar en La Biela
(Quintana 596) hace 45 años, en 1966, cuando la peatonal Roberto Ortiz
no existía y la esquina era Junín, frente a la parada del 17. Al año
siguiente iniciaron la primera transformación del antiguo cafetín y
abrieron al lado, sobre Quintana, la confitería “paqueta” y restaurante
La Biela, que tenía cartel visible, mantelería de hilo y era comparado
por su cocina con la del cercano Alvear Palace y con el Plaza.
En
ese restaurante Bioy tenía la mesa 20, donde comía a diario siempre
mirando hacia el interior del local. Así fue hasta el 94, cuando
Gutiérrez y asociados unificaron los locales (“era un lío tremendo, dos
brigadas de mozos, dos cajas”) y llegó la reforma que se mantiene hasta
hoy, con maderas claras y ventiladores de techo. “Usted puede venir aquí
a hacer sus reuniones de trabajo o de lo que sea a su mesa que nadie va
a estar escuchando lo que dice. Aquí hay clientes que vienen hasta seis
o siete veces por día. Así funciona. Los mozos de la mañana conocen a
cada uno por su nombre, y reciben recados: ‘Si lo ves a tal, decile que
después vengo’”, revela el hombre de la barra.
El origen del
nombre, se sabe: el playboy y corredor de autos Roberto “Bitito“ Mieres
picaba a gran velocidad y arriesgada pericia en una tarde imprecisa de
los 50. Exigido su auto, fundió una biela. La sacó, entró al bar y dijo a
los mozos asombrados: “Esto, gallegos, es una biela”. Y así fue.
Del
Alvear llegaba la clientela de huéspedes famosos, como la legendaria
cantante italiana Mina, o el presidente también de Italia Sandro
Pertini, o Alain Delon, o Serrat, “que se levantaba a escuchar los
partidos de Boca por la radio junto a los mozos”, o el bailarín Rudolf
Nureyev, o Cristina Onassis, o Raphael y los pilotos de Fórmula 1 que
venían al Gran Premio: Jackie Stewart, Nikki Lauda, Emerson
Fittipaldi... la herencia de los tuercas Mieres o Charlie Menditeguy. La
otra crema llegaba de las galas de abono del Colón. “Los
esperábamos de pie, con la servilleta en el brazo, hasta que
aparecieran, aunque fuera a la una de la mañana”.
Las tertulias siguen, aunque los nombres cambien y los plásticos Pedro Roth y Raúl Santana extrañen a Facundo Cabral.
Fuente: clarin.com
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