Javier Valdez y Andrés Bonatti reunieron en un libro sucesos que son del pasado pero que tienen ecos hasta hoy.
CALFULCURÁ, EL GRAN JEFE. EN LA FOTO, CON UNIFORME. CREÓ UN PODER PARALELO AL PORTEÑO.
Los Wichi, una historia de desnutrición y abandono. Por Francisco de Zárate y Gonzalo Sánchez.
Por Julián López - Especial para Clarín
La reducción indígena de Napalpí, a 120 Km. de Resistencia, Chaco, amaneció en calma el 19 de julio de 1924. Los hombres permanecían en el caserío, estaban en huelga y la cosecha de algodón debería esperar. Poco antes de las 9, un aeroplano sobrevoló el lugar; los curiosos salieron de sus ranchos para ver al gran pájaro de acero. Desde el avión, la policía lanzó tres mortíferas descargas de disparos. Pero lo peor no había pasado: de los montes circundantes emergieron efectivos policiales y gendarmes, armados con fusiles, hachas y cuchillos, dispuestos a rematar, sin importar sexo ni edad, a los sobrevivientes. En sólo 45 minutos, las fuerzas de seguridad fusilaron o degollaron a toda la comunidad, de más de doscientas personas, y se repartieron el botín de vacas, ovejas y todo cuanto pudieron saquear”.
Así relatan el historiador Javier Valdez y el periodista Andrés Bonatti una de las tantas escenas de horror que jalonan su Historias desconocidas de la Argentina indígena (Edhasa). Cuentan historias como ésta, y también las de los grandes jefes, como Calfulcurá, un hombre alto, de hombros anchos y ojos vivaces. A diferencia de los criollos, nunca tuvo un cargo formal pero fue el líder más temido y respetado por el huinca (hombre blanco). Máximo cacique de la Confederación Mapuche, el Señor de las Pampas, como lo apodaban, log ró crear un estado paralelo al poder de Buenos Aires. Edificó su poderío no sólo en base a sus triunfos en el campo de batalla: era un hábil estratega político que tejió importantes alianzas para el primer intento de formación de un Gran Estado Indígena que registra la historia argentina.
Adentrarse en la lectura de este libro supone el contacto con el pilar más sangriento sobre el que se construyó nuestra nación, la historia de un etnoci dio sistemático que comenzó con los conquistadores y los evangelizadores. Y que llega hasta hoy.
¿Por qué esta investigación? A.B.: Por nuestro interés en la divulgación de historias casi desconocidas y para rescatar la figura de líderes indígenas como Calfucurá, Sayhueque, Viltipoco, Chalimín, entre otros, que murieron luchando en defensa de sus pueblos. Ellos también son historia argentina.
¿Cuáles eran el pensamiento y el contexto que explican la política de desnaturalización y exterminio en la Argentina decimonónica? J.V.: En toda Lati noamérica, y en especial en nuestro país, el positivismo europeo se insertó en los sectores dominantes, sobre todo en la Generación del 80. Veían a los originarios como un obstáculo ante la idea de una civilización en ascendente progreso. La “Campaña del desierto” es la puesta en marcha del aparato del Estado en contra de los grupos que debían extirparse. Esta “solución final” operó en un amplio marco: militar, político, económico, ideológico y hasta espiritual; existió, y existe, un discurso dominante demoledor.
¿Es posible pensar la conquista en términos de pasado? A.B.: Episodios como la represión a los indígenas tobas en Formosa en noviembre, o la recientes muertes de niños indígenas en Salta por desnutrición, son una evidencia de que, más allá de los esfuerzos de algunas personas o instituciones, la tragedia de los pueblos originarios goza de una aterradora vigencia.
El libro documenta que la masacre de Napalpí tiene un arrollador correlato en los medios de comunicación de la época, en los que se construye la figura del indio como un vago, un ladrón y un peligroso delincuente; pocos denunciaron la matanza.
Napalpí, como otras, es una historia de inquietante actualidad: en 2004, la Asociación Comunitaria La Matanza, en representación de 20.000 sobrevivientes de la comunidad toba, presentó una demanda contra el Estado argentino por los crímenes de lesa humanidad de la mañana del 19 de julio de 1924.
La negativa del Estado fue contundente: “No está acreditado el vínculo entre los reclamantes y los fallecidos”.
Por Julián López - Especial para Clarín
La reducción indígena de Napalpí, a 120 Km. de Resistencia, Chaco, amaneció en calma el 19 de julio de 1924. Los hombres permanecían en el caserío, estaban en huelga y la cosecha de algodón debería esperar. Poco antes de las 9, un aeroplano sobrevoló el lugar; los curiosos salieron de sus ranchos para ver al gran pájaro de acero. Desde el avión, la policía lanzó tres mortíferas descargas de disparos. Pero lo peor no había pasado: de los montes circundantes emergieron efectivos policiales y gendarmes, armados con fusiles, hachas y cuchillos, dispuestos a rematar, sin importar sexo ni edad, a los sobrevivientes. En sólo 45 minutos, las fuerzas de seguridad fusilaron o degollaron a toda la comunidad, de más de doscientas personas, y se repartieron el botín de vacas, ovejas y todo cuanto pudieron saquear”.
Así relatan el historiador Javier Valdez y el periodista Andrés Bonatti una de las tantas escenas de horror que jalonan su Historias desconocidas de la Argentina indígena (Edhasa). Cuentan historias como ésta, y también las de los grandes jefes, como Calfulcurá, un hombre alto, de hombros anchos y ojos vivaces. A diferencia de los criollos, nunca tuvo un cargo formal pero fue el líder más temido y respetado por el huinca (hombre blanco). Máximo cacique de la Confederación Mapuche, el Señor de las Pampas, como lo apodaban, log ró crear un estado paralelo al poder de Buenos Aires. Edificó su poderío no sólo en base a sus triunfos en el campo de batalla: era un hábil estratega político que tejió importantes alianzas para el primer intento de formación de un Gran Estado Indígena que registra la historia argentina.
Adentrarse en la lectura de este libro supone el contacto con el pilar más sangriento sobre el que se construyó nuestra nación, la historia de un etnoci dio sistemático que comenzó con los conquistadores y los evangelizadores. Y que llega hasta hoy.
¿Por qué esta investigación? A.B.: Por nuestro interés en la divulgación de historias casi desconocidas y para rescatar la figura de líderes indígenas como Calfucurá, Sayhueque, Viltipoco, Chalimín, entre otros, que murieron luchando en defensa de sus pueblos. Ellos también son historia argentina.
¿Cuáles eran el pensamiento y el contexto que explican la política de desnaturalización y exterminio en la Argentina decimonónica? J.V.: En toda Lati noamérica, y en especial en nuestro país, el positivismo europeo se insertó en los sectores dominantes, sobre todo en la Generación del 80. Veían a los originarios como un obstáculo ante la idea de una civilización en ascendente progreso. La “Campaña del desierto” es la puesta en marcha del aparato del Estado en contra de los grupos que debían extirparse. Esta “solución final” operó en un amplio marco: militar, político, económico, ideológico y hasta espiritual; existió, y existe, un discurso dominante demoledor.
¿Es posible pensar la conquista en términos de pasado? A.B.: Episodios como la represión a los indígenas tobas en Formosa en noviembre, o la recientes muertes de niños indígenas en Salta por desnutrición, son una evidencia de que, más allá de los esfuerzos de algunas personas o instituciones, la tragedia de los pueblos originarios goza de una aterradora vigencia.
El libro documenta que la masacre de Napalpí tiene un arrollador correlato en los medios de comunicación de la época, en los que se construye la figura del indio como un vago, un ladrón y un peligroso delincuente; pocos denunciaron la matanza.
Napalpí, como otras, es una historia de inquietante actualidad: en 2004, la Asociación Comunitaria La Matanza, en representación de 20.000 sobrevivientes de la comunidad toba, presentó una demanda contra el Estado argentino por los crímenes de lesa humanidad de la mañana del 19 de julio de 1924.
La negativa del Estado fue contundente: “No está acreditado el vínculo entre los reclamantes y los fallecidos”.
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