Pablo Gianera
Hace pocos meses, el Me-tropolitan Museum de Nueva York montó una muestra con un nombre tan singular como los objetos que exhibía. Se llamaba Unfinished, inconcluso, en el sentido más literal y más amplio posible. Ya ese nombre lo decía todo: comprendía aquellas obras de arte que, desde los maestros del Renacimiento hasta la actualidad, habían quedado inconclusas. La inconclusión podía tener dos causas: una interrupción involuntaria del trabajo o bien un trabajo voluntariamente interrumpido, eso que en italiano se llama non finito. Tiziano, Rembrandt, Turner y Cézanne, todos en épocas muy diferentes, pintaron guiados por la estética del non finito.Personalmente, no pude nunca sustraerme a la atracción malsana de esas imágenes (o digamos obras, para no limitarnos a la pintura) que el artista no pudo -o decidió no poder- concluir. ¿Por qué me fascinan más esas piezas que se quedaron en la mitad del camino que llevaba a su terminación que las otras, las que llegaron a la meta? Se me ocurre la siguiente explicación: la contingencia de lo inacabado se carga con el peso de lo necesario, como si, una vez abandonada, la obra no pudiera ser sino como terminó siendo; como si alguien o algo la hubieran concluido en lugar del artista.El compositor Anton Bruckner, por ejemplo, ya mayor, se arrodillaba todos los días en el Palacio Belvedere, donde vivía, para pedir que se le concediera el tiempo que necesitaba para terminar su Sinfonía N° 9. Había escrito ya tres movimientos y faltaba el último, el Finale. Como sabemos, no pudo pasar de ahí. Atento a la posibilidad de la inconclusión, Bruckner pidió, casi como última voluntad, que en lugar del cuarto movimiento inacabado se tocara su Te Deum. Tampoco la instrucción resultó, porque ya casi nadie incluye el Te Deum, ni tampoco las reconstrucciones a partir de los esbozos del Finale, y esto por una razón muy buena: la Novena debía concluir allí donde concluye: en el colosal Adagio del tercer movimiento. Lo inacabado parece regido por alguna razón superior que el propio autor ignora.En el Malba se exhibe una pintura algo extraña. Se llama Madroños y es del pintor uruguayo Carlos Sáez. Se trata de un óleo que representa a la hermana del artista. Pero las manchas coloradas en la zona de la cabeza tienen como equivalente simétrico la blancura de la tela en la parte inferior, que Sáez renunció a completar. Es como si tuviéramos delante de los ojos la maestría y la renuncia a ella. La inconclusión es también la prescindencia de un dominio.Después de la muerte de su hijo, en 1821, el poeta alemán Jean Paul decidió consagrar el resto de sus días a la escritura de un tratado sobre la vida ultraterrena. Selina o sobre la inmortalidad del alma, el tratado en cuestión, no es propiamente una novela; tiene más bien el aspecto de un ensayo filosófico habitado por personajes imaginarios. La acción se limita a un paseo de amigos que conversan sobre la inmortalidad. En el camino, hablan por ejemplo de las correspondencias entre la "tierra con flores" y el "cielo estrellado" y se preguntan si el cuerpo es el verdadero núcleo del hombre o su mera apariencia. Selina fue en cierto modo el testamento del autor. Jean Paul murió, ciego, en 1825, y el libro quedó, como casi todos los suyos, triunfalmente inconcluso, convertido en un torso colosal. Podría haber estado de acuerdo con Paul Valéry, para quien un libro no se terminaba: se abandonaba. Jean Paul escribía con la certeza de que lo escrito no debía concluirse y tenía que permanecer en un estado de disponibilidad que lo mantendría a salvo de la muerte. Finalmente, el tiempo no puede alcanzar una obra que, en su condición inacabada, quedó fuera de la historia.Las obras no nacidas son las que alcanzarán su esplendor sin llegar a ser obras. Un verdadero colmo de la vanguardia, al margen de toda cronología.
fuente texto: lanacion.com
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