EMILIO CENTURIÓN - Escuela Argentina, 1894-1970. "Retrato de Víctor Torrini".
RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES
Universidad de Granada
The present
work points his attention in the exhibition's rooms in Argentina at
the end of the 19th. century and the beginnings of the 20th, its caracteristics
and main activities, and the art marchands labor during the same period. It is
a contribution about some aspects of the argentinian art market, that pretends
to bring new facts and contributes to think about an open debate on a research
topic to be deepen.
Acerca de los primeros
salones privados en la
Argentina
En comparación con los adelantos producidos en el llamado
«ámbito artístico» europeo, a lo largo del siglo XIX, el caso de la Argentina, como el de
otros países iberoamericanos, experimentó una irregularidad considerable,
marcada por evoluciones lentas y progresos no fácilmente advertibles. En el
país rioplatense la primera academia que desarrolló actividades con cierta
solidez y continuidad fue la Sociedad Estímulo de Bellas Artes surgida en
1876. Fue en el seno de esta institución donde se generaron, en los años
noventa, las exposiciones de El Ateneo —antecedente de lo que sería el Salón
Nacional a partir de 1911— y la creación del Museo Nacional de Bellas Artes
(1895). Para ese entonces, y gracias a distintos emprendimientos privados, ya
se organizaban en Buenos Aires numerosas exposiciones de arte; el número de
éstas como también el de los salones, se vería aumentado en los primeros años
del siglo XX. Esta situación fue justamente el resultado de una tardía herencia
de Europa, en donde hacía ya tiempo que el vuelco se había producido. «La
creación de los salones..., donde a partir de la segunda mitad delXVIII,
periódicamente se exponían a la contemplación del público las obras de arte,
fue un claro antecedente de las galerías comerciales actuales y supuso para el
artista tener que enfrentarse con una hasta entonces insólita situación de
consumo anónimo, esos clientes sin rostro del mercado, la libertad conquistada
frente al encargo a priori... propició el pintoresquismo, a veces trágico de la
bohemia...» ^
Con los salones y el ánimo de apertura de artistas y
comitentes aparecieron las exposiciones de arte, primero las colectivas y más
adelante «se inauguró la era de las exposiciones particulares, que se fueron
haciendo cada vez más frecuentes en el curso del siglo XIX... En verdad, el
interés del artista por exponer aisladamente conjuntos de su producción y el
deseo del público de conocer tales obras, impulsaron la creación, al margen de
las organizaciones oficiales, de las galerías de exposición particulares y de
la nueva industria del marchand...» ^.
«En resumen —afirmó Payró—, gracias a la Revolución Francesa,
aparecieron tres formas nuevas de comunicación del artista con el gran público:
el Museo, propiedad colectiva, el Salón oficial, abierto periódicamente a
vastas multitudes y la exposición particular. La intensificación del contacto
del artista con las masas tuvo trascendencia...» ^. En la Argentina, al buscarse
los antecedentes del Salón Nacional, además de las señaladas exposiciones de El
Ateneo, se han tomado como referencias casi ineludibles las llevadas a cabo en
la primera década de nuestro siglo por la Sociedad de Aficionados y el grupo «Nexus». Debe
remarcarse el hecho de que los salones donde se llevaron a cabo todas esas
exhibiciones fueron salas privadas, como Witcomb, Costa, Ruggero & Bossi,
etc., y no en sedes oficiales, puesto que la oficialidad, esto es el Estado,
tardó cerca de veinte años en convertirse en partícipe de las actividades
artísticas en el país, terminando con dicha situación en 1895 al nacionalizarse
el Museo de Bellas Artes. Witcomb, el más destacado estudio fotográfico de la
época en la Argentina,
y Costa hicieron un «esfuerzo» por convertirse en salas exclusivas de arte, lo
que demuestra los lazos existentes entre académicos y empresarios privados. Las
características físicas de los salones fueron de lo más variadas. En el caso
del Salón Costa, y para llegar al amplio salón donde en 1905 y 1906 expuso
quien en los años veinte sería el máximo exponente de la pintura de paisaje en
el país, Fernando Fader, debía trasponerse primero la parte central del
negocio, atiborrada de porcelanas, marfiles, bronces y caireles de la época.
Los cuadros aparecían colgados unos encima de otros y la falta de espacio
llevaba a que la posibilidad de una correcta colocación quedase supeditada al
deseo de exponer la mayor cantidad de obras posibles ^ En España la
situación se planteaba en términos similares. Bernai Muñoz describió la sala de
Carlos de Haes en la
Exposición de Bellas Artes de 1899 como «una larga sala cuyo
eje aparece ocupado por grandes divanes de terciopelo y en cuyo centro aparece
el busto del pintor, presenta sus muros totalmente tapizados de cuadros de
diferentes tamaños, puestos sus marcos en contacto, sin orden ni concierto, en
forma abigarrada...» ^. Podemos hacer referencia a lo que ocurría en este
sentido en la ciudad de Mendoza, a la que a principios de siglo arribaron
artistas-mercaderes con obras europeas junto a algunas argentinas para
exhibirlas en algún salón comercial, en el hotel donde se hospedaban o en algún
club. Aquéllas que no se habían vendido se terminaban subastando el último día.
Fue éste el caso del pintor español Pedro Blanqué, quien habiendo llegado por
primera vez a la capital cuy ana entre 1885 y 1886, regresó en 1903 trayendo
cuadros de historia, costumbres y paisajes suyos, más una colección de cerca de
doscientas obras entre autores locales y europeos. Más adelante, en 1908,
presentó sus obras Désiré Bourrely. En 1912, con el profesor italiano De
Conciliis, arribaron obras de Favretto, Segantini, Morbelli y hasta una de
Canaletto, «La tumba de Petrarca», que fue rifada a beneficio de una
institución de caridad. Dos años después presentó su producción el barón
Eschaseriaux du Ramet ^. En el Uruguay, país culturalmente vinculado a la Argentina hasta tal
punto que, con justa razón, se habla de un «arte rioplatense», la situación se
presentó aún bastante peor, inclusive organizando los artistas sus muestras en
los propios talleres. Gabriel Peluffo Linari cita un testimonio acerca de la
sede en la que expusieron en 1930,
a su regreso a Montevideo provenientes del extranjero,
el pintor paisajista José Cúneo y el escultor Bernabé Michelena, en donde se
habla del «inmundo antro que es el sótano del Ateneo —pulgas, humedad, ratas,
oscuridad, aire viciado—-...» ^. En la segunda década del siglo, en Buenos
Aires, ya la situación había cambiado y las salas de exposición, y por tanto
las posibilidades de presentar obras para los artistas —esto sin contar al
Salón Anual inaugurado en 1911—, habíanse multiplicado. Un texto de la época
destacó que durante el invierno «las exposiciones, principalmente de pintura,
abundan, y los más afamados artistas sólo pueden disponer de diez o quince días
para darnos a conocer los frutos de su ingenio» ^. Para ese entonces surgían en
Buenos Aires galerías como la de Philipon, sucursal de la parisina del mismo
nombre, que albergó en 1912, año de su inauguración, una muestra del sevillano
Gustavo Bacarisas, y la
Galería de Londres dedicada a difundir la pintura inglesa.
Philipon, organizada por Ignacio Caride y Pedro Bercetche, habría desaparecido
hacia 1914; la segunda, regenteada por Eduardo Haynes, tampoco llegó a alcanzar
renombre, lo mismo que las denominadas L'Eclectique, abierta en 1912 por el
pintor francés Pierre Calmettes que antes había estado ligado al Salón
Fumières, y Casa Brunner sucursal de la parisina del mismo nombre ^. Hallábase
en las vecindades de Fumières, existente en los días del Centenario, la Cooperativa Artística,
establecimiento comercial dedicado a la venta de útiles artísticos y habilitado
como sala de exposiciones en la que albergó muestras como la de los trabajos
rechazados en el Salón Nacional de 1914 —también llamada Primer Salón de
Recusados— o varias de las realizadas por Stephen Koek-Koek. Los nombres de
Walter de Navazio y Víctor Torrini están también ligados a la Cooperativa; el
primero como habitué de las tertulias que allí se hacían, y Torrini por su
labor de marchand y mecenas vinculado directamente a la tienda.
Tras el surgimiento en la misma sede de «Boliche de Arte»,
en 1927, la Cooperativa
habría desaparecido. El nuevo comercio se inclinó por apoyar las
manifestaciones artísticas de avanzada, encontrándose así las nuevas tendencias
con sala propia en Buenos Aires. En ese año funcionó también el Salón Florida,
dirigido por el escritor Raúl Scalabrini Ortiz, que vino a agregarse a otros
instalados en 1926: la agrupación de gente de letras y artes autodenominada con
el muy madrileño nombre de «La
Peña», cuya sede fue el Café Tortoni; la librería El
Bibliófilo, que organizó exposiciones a través de los señores Viau y Zona; y.
finalmente, la Nordiska Kompaniet,
cuya existencia como sala de muestras llegó a prolongarse por cinco lustros ^°.
Debemos señalar también el surgimiento de otros salones como el de Chandler y
Thomas, al 200 de la calle Florida, que hacia 1930 pasó a denominarse «Chandler
y Zuretti» y finalmente «Zuretti» a solas. En 1924 surgió la Galería Van Riel,
emprendimiento del dibujante y pintor italiano Franz Van Riel dedicado desde
hacía un tiempo a la fotografía. Este marchand había trabajado como ilustrador
en el diario La Prensa
de Buenos Aires donde habría trabado amistad con el crítico de arte del
periódico, Manuel Rojas Silveyra, decidiendo ambos editar y conllevar la
dirección, desde 1918, de la distinguida revista de arte Augusta. Las salas de
Van Riel pasaron a ser ocupadas en 1927 por los Amigos del Arte hasta su
extinción en 1943, año en que el marchand reabrió su galería ^^ A finales de
los años veinte los progresos se manifestaban con evidencia y la situación de
crecimiento se hallaba consolidada por completo. «Amigos del Arte, están desarrollando
un programa extraordinario de intensa actividad. Tal es la demanda de sus
salas, que las muestras se abrevian para dar lugar a los innumerables pedidos.
Así vemos, que actualmente ocupan su local obras de seis artistas y, si
agregamos que otros se encuentran representados en Witcomb, Millier, Camuatí y La Peña, únicamente, podemos
advertir que, en el momento, doce pintores exponen esta semana en Buenos Aires,
donde también se realizan varias exhibiciones de conjunto; a lo que debemos
agregar, el Salón de Santa Fe, inaugurado el sábado, y, el Nacional, que en
estos instantes se prepara. Resulta pues —en este año malo— más
desproporcionado que nunca a nuestro ambiente tal cantidad de exposiciones, por
la imposibilidad de que un público preparado, en relación, las apoyen en la
medida de que ellas no resulten un verdadero sacrificio, pues esa desproporción
desequilibra hasta los presupuestos oficiales, cuyo monto, en tal rubro, no
permite extralimitaciones» ^^.
Los marchantes y las ventas de obras de arte.
«Cuanto más totalmente te vuelves marchand, más te vuelves
artista». (VAN GOGH, Vincent. Cartas a Theo. Trad. Víctor A. Goldstein. Buenos
Aires, Editorial y Librería Goncourt, 1980, p. 302).
Tras hablar del surgimiento y la proliferación de las galerías
de arte en la Argentina
durante las primeras décadas de siglo, señalaremos algunas noticias respecto de
la labor de los marchantes de arte, en su doble función de organizadores de
exposiciones y de mantenedores, económicamente, de la labor de los artistas. El
destino ha querido que entre los pocos testimonios escritos que han quedado
como fuentes para abordar el tema, se conserve una buena parte de la
correspondencia entre quienes fueron el marchand y el pintor más importantes
del período, Federico Carlos Müller y Fernando Fader respectivamente, y que sin
duda alcanzaron ese merecido rango el uno gracias a el otro y viceversa.
Müller comenzó ejerciendo una suerte de mecenazgo con
respecto a un Fader derrumbado económicamente tras el fracaso de sus empresas
hidroeléctricas en Mendoza ^^. Otros casos aislados de manutención fueron los
de Víctor Torrini con el propio Fader y con otros artistas argentinos, el del
doctor Alejandro Carbó, de Córdoba, apoyando al pintor José Malanca al decidir
éste estudiar en Italia, o el más lejano aun en el tiempo de Juan Manuel Blanes
que fue ayudado por el general Justo José de Urquiza. Emilio Pettoruti tuvo
como mecenas en Milán al que fue considerado «mejor crítico de arte» de la
ciudad, Raffaello GioUi, quien le contrató para ilustrar libros infantiles y le
puso en contacto con los artistas milaneses. Otro sistema que funcionó a la
perfección fue el de la ejecución de obras por encargo, situación repetida
especialmente al tratarse de pinturas representando temas históricos —en la Argentina podemos citar
casos como los de José Moreno Carbonero, Pedro Subercaseaux o Antonio Alice—
^'^ y en monumentos públicos y funerarios. El retrato también recuperó el
prestigio perdido en la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia de su
momentánea absorción por la fotografía, cuya novedad sedujo a la clientela
haciendo a un lado, en cierta manera, la exclusividad del retrato pictórico. En
el XX, pues, volvió a ser éste una señal de reputación, tanto para el retratado
como para el artista, quien además de sus beneficios por vender la obra, supo
ganar consideración en el ambiente por haber retratado a tal o cual
personalidad. Esto quedó demostrado en la importante presencia de retratos en
los primeros veinte salones nacionales (1911-1930), donde sólo fueron superados
en número por los paisajes. Cesáreo Bemaldo de Quirós, consolidado durante los
años veinte como el pintor costumbrista más destacado de la Argentina ^^ y que se
instaló en norteamérica entre 1932 y 1936, más allá de los problemas económicos
que sufrió Estados Unidos a partir del «crack» de la bolsa neoyorquina de 1929,
pudo incrementar sus cuentas realizando retratos de aristócratas de ese país y
diplomáticos argentinos temporalmente radicados allí, como el caso del embajador
Felipe Espil. Seguía así, en cierta medida, un trayectoria similar a la vivida
por el vasco Ignacio Zuloaga en París durante la primera mitad de la segunda
década de siglo donde realizó numerosísimos retratos, especialmente de
millonarios sudamericanos y damas de buena posición. Volviendo la
mirada sobre la figura de los marchantes en la Argentina, en esta rama
ninguno alcanzó la excelencia del alemán Federico C. Müller. Su accionar, siii
precedentes en nuestro ambiente artístico fue decisivo en la imposición de la
pintura de Fader como «primer pintor nacional». Su dedicación motivó que éste
tuviera los medios económicos para poder producir sus obras que de otra manera
hubiese sido posiblemente muy difícil, salvando las etapas en que Müller tuvo
problemas monetarios, en especial en el período de post-guerra, dado que tenía
negocios en Alemania, sumida a la sazón en una profunda crisis. De ahí la
ruptura temporal con Fader quien se había acostumbrado a vivir sin sobresaltos.
Müller llegó a Buenos Aires en 1905. Primeramente se asoció
con un anticuario, independizándose en 1909 al instalarse por cuenta propia en
un local de Florida al trescientos, al que llamó «Renacimiento». Se dedicó a la
importación y venta de objetos de arte, sobre todo porcelanas de famosas
manufacturas centroeuropeas. Hizo algunas muestras de pintura en los sótanos
del local. Participó en la organización de la sección alemana en la Exposición Internacional
del Centenario de 1910, en la que mostró su habilidad de comerciante al
adquirir, tras el anuncio de la muerte de Ignacio Zuloaga, «La vuelta de la
vendimia», cuadro que devolvió al confirmarse el error de la noticia ^^. En
1912 y 1913 organizó dos muestras de pintura germana en el Club Alemán de la
calle Córdoba de Buenos Aires. El éxito que obtuvo le animó a instalar una
galería dedicada exclusivamente al arte en el año 1914, ahora en Florida 935
^^. Esta fue inaugurada con una muestra colectiva de artistas argentinos entre
los que se contaban Fader, Quirós, Ripamonte y Bermúdez, «con sala, catálogos e
invitaciones gratis», y en la que se vendieron «sólo dos cuadros y el señor
Müller percibió 110 pesos, el diez por ciento de la venta» ^^. Tras su
descalabro económico de 1914, Fernando Fader se vio amparado por Müller. El pintor
reconoció años más tarde, cuando su consagración era una realidad, haber podido
abrirse camino con la ayuda del marchand quien le sostuvo durante más de un
año, adelantándole una mensualidad que le permitió atender su delicada salud y
tomando a su cargo la organización de las exposiciones del artista y la venta
de sus telas. Antes Torrini y Pedro Garmendia habían sido intermediarios en la
venta de sus obras; Garmendia, inclusive, en 1920, encontrándose en una
posición económica complicada, decidió vender por su cuenta catorce telas de
Fader que tenía depositadas. Además aportó las obras que conformaron la primera
retrospectiva de Fader, en las recientemente inauguradas salas de IdL
Asociación Amigos del Arte en 1924, época en las que el paisajista se encontraba
distanciado de Müller (fig. 4). En sus cartas de l916 y l917 a Müller, Fader
manifestó haber estado proyectando la realización de una exposición en España,
lo que después rehuyó ante la casi seguridad de no tener éxito financiero; la
guerra europea cerró las puertas a este tipo de concreciones. La idea inicial
era hacer la muestra enviando a alguien desde la Argentina con los
cuadros o contratando una firma comercial dedicada al arte en España. El
artista y su marchand pretendieron reflotar el plan, aunque sin éxito, en 1927.
En 1926, cuando Müller se encontraba presto a abrir una nueva galería en Buenos
Aires, tras su crisis iniciada en 1924 con el cierre del salón anterior. Fader
le aconsejó: «Releyendo su carta me olvidé de contestarle su pregunta referente
a un prólogo para la inauguración de su nuevo local. Creo mejor no. Hacer como
si nada hubiera sucedido. Ud. ha cambiado de local, pero no de propósito. Ahora
si se puede conseguir que Pagano o los críticos aprovechen la exposición para
decir dos palabras de su vuelta tanto mejor. Pero esos catálogos con prólogo
casi siempre resultan un poco ingenuos y se prestan más a comentarios
maliciosos que a otra cosa. En todo caso asegúrese la presencia de Alvear ya
sea en la inauguración o después, más por Ud. que por mí y entonces se le puede
hablar de su intención de hacer buenas exposiciones, etc..» ^^. Este texto nos
brinda la posibilidad de reflexionar sobre varios aspectos. En primer lugar el
carácter de relación que unía a Fader con su marchand, en la cual vemos al
artista aconsejando al propio Müller sobre su «metier». Sin duda, repetimos, es
una bendición para los historiadores del arte argentino el poder contar con la
existencia de esta correspondencia entre el artista y su marchand. Ayudó en
gran parte el hecho de que ambos no residiesen en la misma ciudad y se vieran
obligados a comunicarse a través de cartas, las cuales han sido conservadas.
Esto no es lo habitual ya que los artistas por lo general residían en Buenos
Aires y no debían recurrir a la pluma para comunicarse con colegas y afines,
pudiendo hacerlo personalmente, por lo que no han quedado muchos testimonios.
En el buen funcionamiento de la relación que unió a los artistas con los
compradores, se manifestaron ciertas situaciones que, si bien no pueden
considerarse imprescindibles, el acontecer de ellas supo colocar en mejor
posición a los pintores. Entre ellas debe señalarse la importancia de contar
con un artículo crítico firmado por una pluma de prestigio en algún diario
importante. Obviamente la presencia en la exposición del eventual presidente de
la Nación se
manifestó también como un signo de vital importancia en el éxito de la misma.
Figueroa Alcorta y Alvear fueron, en tal sentido, propensos a hacer acto de
presencia en los acontecimientos artísticos. Estos detalles incidieron a menudo
en los potenciales compradores y fueron determinantes en las ventas de obras de
arte en la Argentina. No
todos fueron tiempos de vacas gordas al respecto. En 1906 Cesáreo Bernaldo de
Quirós solamente logró vender tres obras de su exposición en el Salón Costa,
las que fueron adquiridas por el Gobierno de la Nación a instancias del
diputado Federico Pinedo. Se dijo en la ocasión que si no vendía más ello se
debía a los altos precios en que había cotizado sus cuadros, aunque no hay que
dejar de tener en cuenta que el tamaño de sus mejores obras era, en general,
bastante grande y de difícil colocación en un público más acostumbrado al
pequeño cuadro de género y de paisaje. Sin embargo, el momento de los cambios
se fue acelerando. En el tiempo que transcurrió entre el desarrollo de
Exposición Internacional del Centenario de 1910 y el estallido de la guerra
europea de 1914, el ambiente artístico nacional vivió un «frenesí de
adquisiciones» de obras de arte, al decir de Chiappori ^°, lo que trajo una
reacción asombrada y azorada de los intermediarios europeos quienes, al tener
noticias de tal fenómeno, comenzaron a enviar a modo de ensayo lotes de obras
para la venta. Inicióse una «corriente migratoria de marchands»,
multiplicáronse las salas para exposiciones y aumentó notoriamente la cantidad
de «vernissages». En un par de años Buenos Aires se convirtió en el principal
mercado transoceánico de pinturas, sólo superado por Nueva York. Así como
hubieron comerciantes honestos, pulularon también en el mercado gran cantidad
de oportunistas que, aprovechando tan repentino entusiasmo del público,
hicieron su negocio vendiendo telas falsas y mediocres copias a las incipientes
pinacotecas particulares. Al conocerse la frecuencia de tales maniobras, además
de la divulgación hecha por los publicistas de arte de los mil trucos
existentes en Europa para «fabricar» cuadros falsos, el público saltó de la
ingenua credulidad a la suspicaz desconfianza. Este fue el ánimo con que la guerra
encontró a los coleccionistas argentinos, con la consecutiva ausencia de los
«marchands» de antiguos. Era ya un poco tarde: la mayoría de nuestras galerías
hallábanse comprometidas con un porcentaje más o menos elevado de telas falsas
o dudosas ^^ No obstante hacia 1915 se dio una sensible baja en el ritmo de
adquisiciones debido a factores externos, como la guerra europea, que
repercutió en la economía del país, limitándose las exportaciones e
importaciones y alterando así el ritmo que éstas tenían en la Argentina, y factores
internos como la preparación para las elecciones nacionales, mezcladas con la
miseria y los despidos en masa de trabajadores. La exposición colectiva de la
que participaron los artistas argentinos de mayor renombre, realizada por Müller
en ese año, sólo llegó a vender, como dijimos, dos obras. Los momentos de bajas
en las ventas fueron superados gradualmente y para ello sirvió de móvil
principal la acción de aquellos comerciantes que se vieron obligados a mostrar
así su valía. Aun con la «desventaja» de ser alemán ^^, Federico C. Müller
logró demostrar que daba la talla a la perfección, mostrándose a la par como el
más preparado y supo salir adelante en sus negocios. Arrastró consigo a Femando
Fader al que equilibró definitivamente sus finanzas con la venta hecha a la
recientemente creada Comisión de Bellas Artes de Rosario de la serie de ocho
lienzos titulada «La vida de un día» a finales de 1917 en 7.200 pesos. Müller tenía desde un par de años antes la exclusividad de ventas de obras de
Fader. En 1920 Pedro Garmendia, amigo y antiguo mecenas del artista, se vio
necesitado de vender algunos cuadros de éste que tenía en depósito, hecho que
crispó los nervios de Müller, pero aquí quien mostró más visión de comerciante
fue curiosamente el propio Fader, diciéndole a su marchand que se tranquilizase
y fuera hábil para sacar tajada de la situación: «creo que Fader en su obra y
en sus precios ha de subir aún y que la actual venta propuesta podría más
adelante, proporcionarle mayor beneficio. Pero no haga nada para persuadirlo (a
Garmendia) de que no debe vender, Al contrario. En sus manos será un
experimento sumamente interesante.
|
"RETRATO DE VÍCTOR TORRINI"
AUTOR: Fader, Fernando Nacionalidad Francesa (Francia, Burdeos, 1882 – Argentina, Loza Corral, 1935) FECHA: 1913 ORIGEN: Adquisición a Adela Guiñazú de Fader, 1937 GÉNERO: retrato, naturalismo ESCUELA: Argentina S.XX TÉCNICA: Óleo OBJETO: Pintura ESTILO: Naturalismo SOPORTE: sobre cartón MEDIDAS: 39,5 x 32 cm
Nº INVENTARIO: 1664 MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES, Buenos Aires, Rep. Argentina. |
Y si realiza la venta en otra parte,
asegúrese un hombre de confianza para saber los precios obtenidos. Si la venta
se hace en su casa, sin perjuicio de ella, no estaría de más el anuncio de la
exposición nueva —^la que Fader presentaría durante ese año en el Salón
Müller—, porque no se olvide que la gente, y es el mismo temor que tengo en
toda esta historia, podría creer que es una maniobra mía para vender clavos
viejos o a lo menos en combinación con nosotros. Esto me incomoda un poco.
Porque también darán curso a la suposición de que ya no trabajo como antes o
que mis cosas nuevas desmerecen las anteriores. Ya verá Ud. todo lo que van a
combinar e inventar. Lo principal es que Ud. tome bien el pulso a los amigos de
su casa que compran mis cuadros si siguen acompañándome o no. Porque antes de
exponernos a un retroceso en las ventas, que en nuestro ambiente significa una
depreciación de la calidad artística, prefiero no exponer aquí...» ^^. Años
después, en 1924, cuando la relación entre Müller y Fader se hallaba
deteriorada por diferencias de tipo económico, el primero le escribió al
pintor: «Ud. ha sido en los últimos ocho años favorecido por la suerte en
cuanto a la venta de sus cuadros con un resultado no igualado, ni aquí ni en
Europa, por artista alguno de su edad —en ese momento Fader tenía 42 años— y en
este punto de su carrera artística, salvando al mismo tiempo su completa
independencia y su prestigio de artista... Ha sido posible esto porque Ud. ha
tenido también la suerte de encontrar un marchand, quien, sin ser exagerado en
sus pretensiones, no ha ahorrado sus esfuerzos para valorizar su obra, pero
este marchand ve con pesimismo su porvenir si Ud. no consigue hacer cortes
radicales en sus gastos...» ^^. Cuando en 1926 Müller regresó de Europa adonde
se había marchado para intentar encauzar sus alicaídos negocios, escribió a
Fader comentándole que llevaría a cabo una subasta de unos cuarenta cuadros en
la casa Naón, y que planeaba organizar en la Asociación Amigos
del Arte una exposición de estampas japonesas de los siglos XVIII y XIX y de
cerámica del Extremo Oriente, y que lo que no vendiera allí también lo enviaría
a subasta. Es interesante resaltar esto como una de las soluciones a las que
recurrió el marchand para paliar su situación, ya sin su galería de la calle
Florida, y solicitando a Amigos del Arte el alquiler de las salas y, en caso de
que no vendiera las obras de la exposición, enviarlas a remate. En 1932, año de
la gran retrospectiva de Fader en el Palais de Glace, realizada con motivo de
festejarse los cincuenta años del pintor, éste le escribió a Müller diciéndole
que el cuadro «La Mazamorra»,
de 1926, «no debiera venderse por menos de 20.000 $, no tanto por la
importancia de la tela sino por ser una expresión mía definitivamente pasada»
^^. Aquí se ve una nueva pauta de cómo se definían los precios de ciertos
cuadros; el hecho de que una obra perteneciera a un período definitivamente
acabado en la trayectoria de un artista podía incidir en el aumento de su
precio. Las producciones y ventas de obras de arte supieron estar conectadas
con el éxito de determinadas escuelas y temáticas. Por casos en la Argentina tenemos el del
propio Fader al pintar en 1914 «Los mantones de Manila» emulando en gran medida
a los pintores españoles que de tanta aceptación gozaban en el país, o ya en
los años veinte cuando reconoció haber hecho todo lo contrario de lo que quería
y resultando de ello «cuadros de venta». En el año 1924, Juan José de Soiza
Reilly afirmó sobre Carlos De la
Torre que era «el único pintor argentino que vende todos los
cuadros que expone». Agregó no sin cierta sorna: «Y ¡con qué habilidad estética
el público rico los adquiere! Esa habilidad me permite calcular el grado de
cultura artística de los compradores distinguidos. En la última exposición
exhibió cuarenta y nueve cuadros. Vendió cuarenta y ocho. (Precisamente, el
único que no vendió, el número 28, era el mejor hechito!...) El señor De la Torre —me decía uno de los
porteros de Witcomb—es el más célebre de todos los pintores. Sus cuadros se
venden sin necesidad de esperar el juicio de los diarios. Los compradores, sin
ver las telas, piden con antelación, y por teléfono, que se las reserven, como
las localidades de los teatros» ^^. Contamos, pues, con la afirmación de que De
la Torre es «el
único pintor argentino» que vendía todos sus cuadros en una exposición. Habría
aquí que hilar más fino ya que eran varios los artistas que lograban colocar
sus pinturas en el mercado en un alto porcentaje. Se nota, además, cuan lejos
habían quedado los tiempos de escasez de ventas. En el citado testimonio del
portero de la sala Witcomb se habla de De la Torre como de «el más célebre» de los pintores
argentinos, basando la afirmación en que vende todas sus obras. La calidad, por
lo que se aprecia, quedaba así supeditada al éxito de ventas en lo que respecta
a la valoración de los artistas. Sin negarle valor a De la Torre, había en aquel
momento muchos pintores de mayor envergadura, por citar sólo dos ejemplos
Atilio Malinvemo o Luis Cordiviola, cuyas obras engrosaron numerosas
colecciones particulares durante los años veinte y bien entrados los treinta. Se deja entrever, asimismo, que las preocupaciones pictóricas para cierto
público no pasaban por cuestiones de estética sino de temática. Adquirían obras
por teléfono, sin verlas con anterioridad, a sabiendas de que se trataba de
imágenes del campo argentino. En España, en el último cuarto del XIX, se habían
producido situaciones similares con respecto a la pintura de Mariano Fortuny, a
quien siguieron estéticamente artistas como José Casado del Alisal, Antonio
Gisbert y Vicente Palmaroli. Al decir de Lafuente Ferrari, «Casado estaba
"cansado de no vender"» y «no ha de extrañarnos que el gran pintor
palentino, medallado por sus cuadros de historia y excelente retratista, cayera
también en la tentación de hacer un fortunysmo que tan rentable era económicamente...»
^^. En 1910 Rafael Doménech reflexionaba: «Romero de Torres tratando de imitar
la técnica de los maestros del siglo XV al XVI, Santamaría plagiando a los
venecianos, y Corredoira al Greco, ¿no comprenden que por un miserable plato de
lentejas viejas venden su personalidad, que es como si renegaran de sus nombres
y de su tiempo?... ¿no han pensado esos pintores que sus cuadros vienen al
mundo muy viejos para que su conservación sea posible durante muchos años?...
¿Qué será, dentro de pocos años, de esos cuadros de la actual Exposición, que
salen de las manos de sus autores más viejos que los cuadros de un Museo?...
Está bien que para el negocio de chamarilero se hagan habilidades, no sólo por
imitar a un maestro o a una época, sino también para convertir un cuadro
moderno en viejo, con cuarteados y desconchados, patinas, suciedades,
veladuras, manchas de barniz enranciado, etc., etc.; pero cuando se trata de
hacer una obra de arte original, en que el artista ha de poner todo lo que es
él y todo lo que sabe, esas habilidades y trampas están fuera de lugar» ^^.
Sirvan estas líneas de Doménech para seguir advirtiéndonos a los historiadores
de arte argentino de una realidad cuyos alcances aún no han sido estudiados a
fondo, en cuanto a la incidencia del mercado de arte en la producción artística
de nuestro país, en este caso en las primeras décadas de siglo. Que también las
propias necesidades económicas de los artistas —no solamente para la
supervivencia personal, sino también para alquilar taller, adquirir bastidores,
tubos de pintura y otros enseres que solían alcanzar altos precios—
determinaron su inclinación por temáticas de consumo (por lo general paisajes,
costumbres y retratos) que les permitieran seguir produciendo. No obstante,
lejos estamos de considerar «tramposos» a estos artistas, como lo hizo Doménech
con sus compatriotas: la mayoría de ellos desarrollaron su labor con afán y
convencimiento en su arte, y para el caso, imbuidos en las ideologías
nacionalistas y americanistas que vivieron en esos años una Edad de Oro en la Argentina.
Fuente: archivoespañoldearte.revistas.csic.es
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