Por Ana María Battistozzi
Posiblemente nada le haya dado mayor impulso a lo que conocemos
como historia del arte que la religión. Fue un largo proceso que no
aconteció sin conflicto, más allá de que el caudal de imágenes y los
efectos que generó induzcan a pensar lo contrario. La prohibición de
representar a Dios estuvo desde muy temprano en los debates del
cristianismo y en la tradición hebrea. El cristianismo habría de
auspiciar luego la mayor producción de imágenes devocionales de que se
tenga memoria y quizá no habría podido sobreponerse al golpe de la
Reforma sin la ayuda y capacidad de persuasión de la imaginería barroca,
apoyada –eso sí– por otras estrategias menos amables, como la Santa
Inquisición.
Hoy, a la distancia y bajo el tamiz del mundo
secularizado, la pregunta es ¿qué tipo de experiencias pueden suscitar
en el hombre contemporáneo estas imágenes de las cuales se ha extraviado
casi por completo su sentido? ¿Qué relación pueden entablar con ellas
el turista o el artista que recorren, museos y catedrales con
información y avidez?
La muestra de Miguel Rothschild en Ruth Benzacar
parece apuntar a esos interrogantes desde la reflexión que en todo
artista provoca el poder que las imágenes tuvieron en el pasado y cómo
llegan a nuestro presente. ¿Cuánto del mundo actual las contamina y
cuánto las reorienta hacia otras direcciones?
Al referirse al concepto
de aura, Walter Benjamin hablaba de aquel remoto origen cultural de las
imágenes y de la pérdida de esa dimensión –asociada a lo único e
irrepetible– como consecuencia de la reproductibilidad técnica que
aportó la modernidad industrial con la fotografía, el cine y la
expansión de las industrias gráficas y editorial. Pero además aporta
otro dato de interés para lo que nos ocupa. Una vez que la moderna
cultura secularizada sacó todas las imágenes religiosas de las iglesias y
las reubicó en los museos, suprimió en ellas el contenido religioso
pero no el valor cultural. Las resituó en los museos, ámbitos de otro
culto secular llamado Arte, que tiene sus rutas de peregrinaje y sus
piezas de culto como la Gioconda, el Guernica y los Nenúfares de Monet. También ha reconvertido a esos mismos fines piezas como el David de
Miguel Angel, el Moisés, La virgen de las rocas, entre tantas otras que
cuelgan en las paredes como obras maestras de la historia del arte.
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Rothschild
se desliza en los entresijos de esa transformación. No va a los museos;
visita las iglesias en busca de lo que aún conservan, con la actitud
del artista laico que se interesa más por la forma que por el contenido.
Se reclina en los confesionarios no para revisar sus malas acciones y
solicitar perdón, sino para fotografiar el diseño de sus placas
perforadas que facilitan la confesión.
Reproduce sus agujeros y hace con
ellas una serie en las que se pueden embocar bolitas de acero. El
visitante agradecido por la interactividad que le propone, bien a tono
con la época. Luego modifica con infinidad recortes de pequeñas
reproducciones de espíritus santos una captura de la escena de Los
pájaros, de Hitchcock, cuando se abalanzan sobre la pareja
protagonista.
También rescata ángeles que se arrodillan, ¿serán
acaso versiones del arcángel Miguel? El ángel lanza una mirada al cielo
como si esperara una revelación y sus manos aparecen atravesadas por
hilos transparentes que, similares a unas tanzas de pesca, le dan una
curiosa impronta de instalación contemporánea.
Hay esbeltos vitrales de
iglesias góticas, reproducidos y perforados con sacabocados y restos de
confeti a su lado. Y también cielos. Cielos estrellados con cientos de
cabezas de alfileres como el que evoca el recogimiento de Sor Juana Inés
de la Cruz. Cielos plomizos de diluvios perforados también con
sacabocados y atravesados por sorbetes transparentes. Uno se sorprende
por lo sencillo y lúdico que es todo esto.
Rothschild indaga la
retórica de la representación religiosa, su iconografía y variaciones,
no sólo para recrear en ella una versión de lo maravilloso, lo
difícilmente representable por medios del presente bastante menos nobles
que los de antaño.
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Lo suyo es un modo de penetrar las estrategias de
ficción que han desarrollado infinidad de imagineros a través de los
tiempos. No se vale de láminas de oro, ni polvo de lapislázuli, ni usa
bol armenio para bruñir láminas. Apenas unos materiales de descarte que
trasmuta como moderno alquimista pero le sirven igualmente para crear un
tipo de verosimilitud que encanta a los espectadores del presente. No
los impulsan a acercarse a la religión pero sí a pensar en el poder de
las imágenes religiosas en la historia. Y lo hace desde un impulso
irónico y lúdico que no ofende; pero que expulsa la solemnidad de la
escena que compone. Como aquel cuerpo hecho de sorbetes de colores que
presentó hace dos años en Berlín, su ciudad de adopción, que evocaba
“Melancolía”, el enigmático grabado de Durero. De él rescató sólo la
forma, un poliedro, y dejó de lado al ángel que observaba
melancólicamente la escena.
Fuente: Revista Ñ Clarín