LA EPIFANÍA DE LAJOS SZALAY

Arte / Muestras

Se exhibe en el Museo Sívori la obra del artista húngaro que dejó un trazo indeleble en la Argentina.
Guerrero, de la serie La tragedia húngara, tinta sobre papel, 1956
Guerrero, de la serie La tragedia húngara, tinta sobre papel, 1956.
Por Elba Pérez  | Para LA NACIÓN

Lajos Szalay está, una vez más, visible en Buenos Aires. ¿Se iteran las epifanías, esa súbita revelación de la verdad? Es infrecuente, con las excepciones bíblicas acreditadas. "Szalay fue genéticamente húngaro, argentino por adopción y amor, universal por su dimensión artística", resumió el agregado cultural de la embajada de Hungría, con el asentimiento de Claire, la hija del artista.
La muestra del Museo Eduardo Sívori rinde honores al maestro de la línea, el buceador de dolores profundos, propios y otros, nunca ajenos. Un hombre difícil, como las circunstancias que le tocaron vivir. Y a las que resolvió y elevó hasta cumbres casi inalcanzables de redención del drama en obras de suprema belleza plástica.
Se valió de la mera conjunción de líneas sobre el plano. Desnudas, indefensas, finalmente victoriosas por siempre jamás. Dejó una estela imborrable en el arte argentino, indeleble, desde su intervención en la Universidad Nacional de Tucumán, foco iluminado e irrepetible.
En la Argentina, Lajos Szalay realizó su obra más granada, intuyó los desastres de la guerra húngara que Guillermo Kraft editó y atesoramos varios, ignorantes de las ediciones hechas en su país y de los textos pedagógicos, editados por el Jardín de la República.
Szalay llegó al abismo del dolor propio y universal y, en sangre de tinta, emergió para dar su testimonio. Debió compartir con labores garbanceras, dicen los españoles, la tarea de ilustrador y las estampas epifánicas que Picasso y Jean-Paul Sartre, entre otros, reconocieron. No se repitió nunca. Su estro gráfico era fecundo, inagotable.
Él sabía y reconocía la línea estructurante y arquitectónica de Lino Enea Spilimbergo y Lorenzo Domínguez. La incisión implacable de Pompeyo Audivert, Víctor Rebuffo, Victor Delhez y la trémula y desnuda traza de Ramón Gómez Cornet. Todos ellos convergieron en letra viva, paralela y fraterna la docencia de la edad de oro universitaria tucumana.

La condena, de la serie Kafka, tinta sobre papel, 1980.

El dibujo nada debe a la mímesis visiva. Y lo es desde los petroglifos de Altamira o la Dordogne, los Desastres de Goya, la Suite Vollard de Picasso o a La tragedia húngara de Szalay.
Lajos Szalay dispone de las técnicas gráficas con la resolución de un pintor ante su paleta. Elige como un cantante registros, claves, melodías íntimas y siempre concertantes.
La línea se desovilla como una abeja que zumba concitando la forma en el espacio cómplice del blanco virtual del papel. Diálogo supremo cuyos avatares y circunstancias narra la estupenda retrospectiva del Sívori. Nada falta. Pero no se colma la apetencia. Szalay es único y no se repite. Halla trazos gruesos, generadores de volumen. Algunos entreveros de líneas o dessin á làcune , según Henri Michaux, donde el blanco del papel define y alega tanto como el trazo, esa caligrafía del alma. Esa vida seria de la que habla el poeta español.
El dibujo es la corriente fluente entre la visión que percibe, la respuesta intangible y el azogue que desde el interior culmina en trazo. Leo Torres Agüero desarrolló el tema según la preceptiva zen. Lo hizo en su libro La montaña y en una cena inolvidable a la que asistió quien esto escribe junto con Alberto Girri. La mención de Hokusai, Picasso y Szalay fue ineludible.
La línea magistral, infalible. El trazo no admite pentimentos, esas enmiendas que la pintura al óleo hace posible mediante raspados, veladuras, reempastes. Sin embargo, Szalay reformulaba las formas, incluía la gota de tinta, se tomó todas las licencias a sabiendas de que la epifanía, puntual, se haría presente. Es en estas "correcciones" donde su grandeza es soberana, sin par. Como esas miradas que aun de perfil o de escorzo nos interpelan.
Lajos Szalay fue, sin duda, un hombre poseído por el sentido trágico de la vida. Szalay nunca se fue, estamos entretejidos en él, aunque esté enterrado en su Hungría tan amada.
Ficha. Lajos Szalay. La línea maestra , en el Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori (Av. Infanta Isabel 555), hasta el 15 de julio

"Papá resolvía en belleza el dolor"

"Papá era un antagonista nato y eso hacía de él una figura contradictoria, tal vez hosca", dice Claire Szalay Hering, la hija porteña que vive en San Diego, California. Su madre, Julia Hering, dejó la pintura para dedicarse a formar una familia y allanar cuanto distrajera a Lajos de su obsesión por la línea. "Sufrieron mucho pero papá resolvía en belleza el dolor. Era muy autoexigente, también en la enseñanza. En la Universidad Nacional de Tucumán hizo una labor pedagógica y teórica muy intensa que dejó una marca imborrable." A la hora de definir la educación de su única hija, Lajos eligió colegios de monjas, "para que estuviera en permanente cuidado y en exigencia de aprendizaje". Seis hijos varones, muertos a la media hora de nacer, explican ese celo. Al séptimo embarazo, esta vez mellizos, Julia dejó Tucumán para dar a luz en Buenos Aires. El varón corrió la suerte de sus antecesores, en el mismo plazo.


E. P.


Fuente: ADN Cultura LA NACIÓN

1 comentario:

  1. No sabía lo de sus hijos varones.. una suerte que supiera resolver en belleza el dolor.
    Muy buena la entrada, gracias.

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