REMO BIANCHEDI: "EN EL PAISAJE NO HAY YO"

Acaba de abrir su propio espacio de exhibición en Córdoba, donde presentó su libro de poesía. Se ha retirado a la literatura, a la pintura, al paisaje. Acá lo cuenta.

Sólo paisajes. Vista de la sala que el artista abrió en su propia casa de La Cumbre, Córdoba.

Por Agustín Scarpelli

El registro escrito, entonces, no es nuevo para él: como recordaba la editora María Eugenia Romero durante la presentación del poemario, aparecía ya “en aquel único mítico número escrito a mano de la revista Marginal, que Bianchedi hizo en los 60 con Miguel Grimberg”; en sus poemas publicados tempranamente en revistas que lo definían como “el ángel subterráneo”; o en los textos que aparecía incluso dentro del propio marco pictórico, en diálogo con el sentido de cada trazo del pincel. En efecto, el artista interviene sus pinturas tanto en castellano como en alemán, lengua que Bianchedi domina desde 1976, cuando recibió la beca Albrecht Dürer para estudiar en la Escuela Superior de Artes de Kessel, donde tuvo como maestro a Joseph Beuys. “He abandonado la pintura mil veces, pero nunca dejé de escribir”, asegura. Sin embargo, es recién a partir de 2010, en el momento en que sus “caritas tristes” (muchas de ellas autorretratos, pero también representaciones del dolor que anida secretamente en quienes no desaparecieron) se retiran de la tela para dar lugar a los paisajes, cuando aparece también el desarrollo autónomo de lo narrativo y de lo poético.
Son esos los registros que componen su último libro, En Rimbaud Tilcara (Letranómada, 2012), que se presentó en el patio de su casa de Cruz Chica, en La Cumbre, Córdoba, ante periodistas y amigos. La obra abre con un diálogo en el que Rimbaud y Sócrates abordan las distintas formas del retiro y el abandono del arte. “Ellos son amigos que vienen a visitarme cuando cae la tarde y con los que converso”, dice Remo, y agrega que él mismo se encuentra, como ellos, en retirada.
De hecho, su obra reciente ya no se podrá encontrar en las grandes galerías; sólo se podrá ver y comprar por internet, sin intermediarios –excepto por la galería local Júpiter, perteneciente a los artistas plásticos Martín Kovensky y Ana Gillingan, encargada, además, de llevar su obra “de manera tangencial” a arteBA– y en el espacio Cochinoca, que acaba de inaugurar en su propia casa.
Después de la presentación del libro charlamos, en la intimidad de su estudio. Bianchedi confiesa que quiere alejarse de cualquier discurso pesimista, desalentador: “Tengo que expresar de otra manera lo que quiero decir”. Tal vez esta entrevista haya sido su primer intento.
¿Cuál es la materia prima de su pintura además del pincel y los óleos? Quiero decir: ¿qué condiciones se tienen que dar para que se ponga a pintar?
El primer impulso creo que es la manifestación de la soledad. Pero no una soledad física sino metafísica. Cuando pintaba la figura humana no me era tan fácil comenzar, porque sólo sabía que ése era yo y también, que estaba mirando esa figura. En cambio ahora, con el tema del paisaje (que no es un cambio de estilo, es un cambio personal, algo que se movió adentro) me es más fácil: me siento a leer en ese patiecito que mira al río y a las sierras –y que llamo mi observatorio del mundo) y de repente digo “ya, ahora”. No hay predeterminación. Para eso necesito tener, como pudieron ver, ya todo organizado y dispuesto para pintar. Porque para volverme loquito tengo que tener el continente bien armado, que no haya desmadre.
Pero veo que está todo organizado en el suelo, no hay ni mesa ni atril...
Es que no pinto de pie, pinto arrodillado, porque así también realizo una acción. Además, la actitud de arrodillarse implica no tomar distancia del cuadro. Estoy ahí, ensimismado, abismado. Pintar, para mí, es abismarse. Sé cómo empieza pero no cómo termina. Los cuadros chiquitos, por ejemplo, son una aventura, es meterme en la selva. Lo único que sé, es que no tengo que controlar el impulso.
¿No usa bocetos?
No, no me interesa el arte que expresa la psicología del artista. Y tampoco me gusta hacerlo. Sí trabajo con fotos que voy sacando por ahí, pero sin pensar en el ángulo o ver el tipo de luz. No me interesa tanto conservar el color original sino la organización de los elementos que lo componen. Igual que cuando, después, en el taller, elijo la foto que me sirve de disparador para pintar los paisajes. Intento que sea más intuitivo: las voy pasando hasta que llego a una que me atrae por algún motivo y me lanzo al agua.
¿Cuando empieza un cuadro suele terminarlo en el día?
En general, sí. Aunque como estoy pintando con óleo, al día siguiente, cuando leuda, lo vuelvo a mirar y a veces retoco algo. Como sea, el momento en que termino es, después del amor, una de las experiencias más satisfactorias.
¿Esos son autorretratos?
Sí... indirectos. Pero en un momento dije “basta de representarme”. Ese yo que ves ahí ya no existe, entonces pude empezar a pintar paisajes, donde no hay yo, no hay opinión.
¿Qué está leyendo ahora?
Volví a los griegos, ahora estoy con Virgilio, La Eneida . Es como una cita, un encuentro, “voy a ver qué está haciendo Eneas”. Pero la pintura y la poesía no se llevan mal, por suerte. Para mí son cosas distintas.
¿Siguió escribiendo textos luego de este libro?
Sí, ahora estoy escribiendo un texto donde los personajes son Juan Andralis –que hizo toda la gráfica del Di Tella y fue amigo mío en Buenos Aires– y Marcelo del Campo (Duchamp). Pero también me di dos años, que se cumplen ahora, para pintar estos paisajes. Y no sólo estoy muy contento con esta nueva obra, sino que también le hice un espacio en esta nueva sala.
¿Cuál fue su formación en la plástica?
Me considero autodidacta, pero creo que tuve algunas influencias de gente que ya cambió su estado molecular, como Roberto Aizenberg. El arte a principio de los 70, cuando yo empecé, se dividía entre el conceptualismo político –eso sí fue un invento argentino, el grupo de los 13 es un hito— y el surrealismo. Y Aizenberg no era un intelectual que pensaba de manera surrealista, él encarnaba eso. Yo lo vi sentado durante días en estado catatónico, sin mover un pelo. Y su trabajo tenía que ver con eso. Además, como conocía a un muchacho que era ayudante de Carlos Alonso, me rateaba del colegio y me iba a su estudio, en Esmeralda y Paraguay, para ver cómo preparaba sus bastidores y pintaba.
¿Y su paso por Alemania qué significó?
Allí fue mi formación más académica, donde tuve a Joseph Beuys de profesor. A mí me impresionó mucho la mezcla entre Duchamp y esto de que “toda persona es artista”, que tenía mucho que ver con la modificación social que yo había vivido hacía muy poquito. Ahora me parece viejo, un poco mesiánico: uno con el arte no tiene que pretender cambiarle la vida a nadie. En cambio Duchamp, cuando da vuelta el mingitorio, lo que dio vuelta es el sentido del arte, porque después de eso las cosas cambiaron de forma abismal, aunque si volvés a leer La Caverna de Platón, o los presocráticos del siglo V, es Duchamp.

Fuente: Revista Ñ Clarín

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