Esquina de Vicente López y José Evaristo Uriburu, Recoleta, donde hoy está el Village Recoleta. Foto de Adolfo Bioy Casares, tomada circa 1960. |
Por Ricardo de Lafuente Machain
Entre el camino del
Bajo y el río se extendían zonas más o menos vastas, según la fuerza de
las crecientes, tan variables como frecuentes y rápidas.
Allí señoreaban las lavanderas mientras realizaban su tarea
en los pozos de la playa, que les servían de
bateas.
Su trabajo era animado por cantos, bromas, gritos y peleas,
sin contar las corridas e insultos cuando, por cualquier circunstancia, un
chiquillo, una persona distraída o mal intencionada o algún perro, llegaba a
pisar la ropa que se asoleaba sobre las toscas, obligándolas a rehacer, por lo
menos, una parte del trabajo.
Según fama que nadie discutía, allí se comentaban todos los
secretos de las familias porteñas, y a esto se refieren los conocidos versos:
“Quien quiera saber de vidas ajenas,/ que vaya a las toscas con las lavanderas/
que allí se murmura de la enamorada,/ de la que es soltera, de la que es
casada,/ que si tiene mantas y tiene colchón/ o cuja labrada con su pabellón”.
Pasando el Pobre Diablo, hacia la derecha, comenzaba la
arboleda “del Bajo” propiamente dicho, donde se escondían algunos ranchos. Por
ahí, a fines del siglo XVIII, se estableció un puesto de parada para las
carretas que venían de los pagos de la
Costa, con grandes protestas por parte de los vecinos que
tenían quintas en la
Recoleta.
Recurrieron éstos al Cabildo, quien trató el asunto y no
hizo lugar al pedido de remoción, considerando que era un mal necesario, y
sería peor llevarlo a otro sitio, por lo cual no había más remedio que
tolerarlo.
Esos terrenos, sin destino fijo, se utilizaban para los más
variados destinos. Así, en 1842, el gobernador Rosas ordenó se enterrara en ese
lugar a tres indios chilenos que fueron fusilados en el cuartel de Cuitiño.
Cuando aumentó la población de la parte alta, mucha gente,
más o menos vagabunda, buscó refugio en
los terrenos del Bajo, cuya zona recibió el nombre popular de “Tierra del
Fuego”. Después, el ferrocarril y la urbanización volvieron a desalojarlos,
desplazándolos hacia el bosque de Palermo, de donde el progreso también los
sacó.
Entre los ocupantes de los ranchos primitivos, era muy
conocido un inglés que se decía soldado de Beresford durante la invasión de
1806, el cual atraía visitantes con relatos de ese acontecimiento militar, y lo
refería con prodigalidad de anécdotas y detalles.
En dicha parte se veía un precioso grupo de ombúes, “árbol
que por lo haragán e inútil nos representa…, fanfarrón y plebeyo”, según dicho
de Sarmiento, resto tal vez de los que dieron nombre a la chacra originaria del
capitán Valdez e Inclán y de doña Gregoria de Herrera.
Por allí cruzó más tarde el Ferrocarril del Norte y quedó
instalada la estación Recoleta, que rodeó de jardines. En su proximidad hubo
una “montaña rusa” que alcanzó gran éxito entre la gente menuda y algunos que ya no pertenecían
a ella.
En los terrenos inmediatos, hacia Palermo, se formó la
quinta del canónigo doctor Santiago Figueredo, rector de la Universidad, y
después, en el mismo sitio, hacia 1861, se inauguró el Buenos Aires Cricket
Club, cuyos socios, casi todos ingleses, para facilitar el acceso al mismo,
arreglaban personalmente los pantanos próximos, suscitando con esto comentarios
y bromas, hasta en los periódicos.
Más tarde, en el mismo lugar, se construyó la primera casa
para la máquina del servicio de aguas corrientes, obra ampliada con las bombas
y filtros que proveyeron de agua potable al vecindario de la Capital, en reemplazo de
los antiguos pozos y aljibes caseros. También terminaron ellos con los carritos
aguateros, tan típicos de las calles porteñas, que distribuían a domicilio el
agua del río, vendiéndola por canecas.
A propósito de aguateros, parece haber sido este gremio un
buen aliado de Eros, pues se citan casos de enamorados a quienes sus futuros suegros
no miraban con simpatía, que se valieron del traje y la tarea de los aguateros
para comunicarse con la interesada sin despertar sospechas.
Se cuenta que, en su origen, se anunciaban a los clientes
con un estridente pregón, prohibido luego por la autoridad, la que ordenó su
substitución por una campanita de bronce, para que lo hicieran en forma menos
ruidosa. No obstante lo conveniente de la medida, se le opuso resistencia, y
sólo pudo imponerse después de disputas y grescas.
Debíase esto, en parte, a que los muchachos, siempre prontos
para cuanto importe bromas, y encontrar el lado humorístico de las cosas,
perseguían a los aguateros, preguntándoles: ¿quién está en capilla?, aludiendo
con esto a la costumbre de pedir limosna callejera para el sufragio del alma de
los condenados a muerte, pues en esa circunstancia, los peticionantes recorrían
las calles haciendo sonar la campanilla. Los aguateros, fastidiados con la
burla, provocaban incidentes. Pero como todo tiene fin, el público se
acostumbró y dejó tranquilo al gremio.
El Bajo terminaba en la playa, amplia en épocas de sequía,
donde durante las bajantes quedaban
numerosos peces muertos, atrayendo bandadas de gaviotas que los devoraban,
después de aproximarse describiendo rápidas curvas y certeras picadas para
apoderarse de ellos.
También servía en esa época como teatro para animadas
guerrillas de pilletes o rabonas de muchachos, prácticos en tirar con la honda
o en arrojar piedras, de donde no faltaba alguno que se retirara con un
chichón, lastimadura o, por lo menos, con la ropa desgarrada.
Las crecientes, por su parte, deparaban otras sorpresas,
pues traían camalotes arrastrados por las aguas del Paraná, y sobre ellos,
viajeros involuntarios, animales de toda especie, que luego eran motivo de sustos
y cacerías, como sucedió con un tigre, que llegó hasta la plazuela de la Recoleta, donde le dieron
muerte.
El suceso hizo vivir las impresiones de una cacería en la
“jungle”, desarrollada en un arrabal de Buenos Aires, con el pintoresco final
de un pleito respecto a la propiedad de la piel del tigre, sostenido por
quienes se atribuían el mérito de su muerte y no pudieron establecer sus
derechos de común acuerdo ni mediante una memorable gresca que no hizo sino
enredar más el asunto entre los protagonistas de la jornada cinegética, cuyos
incidentes recuerdan numerosos cronistas narrándolos según su fantasía.
Fuente: "El barrio de la Recoleta", libro de Ricardo de Lafuente Machain
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