Por Berto González Montaner
EDITOR JEFE ARQ
Detrás de cada edificio suele haber una historia. Algunas pueden
ser de lo más comunes; otras, apasionantes. Tanto que pueden disparar y
echar a correr las más variadas y extrañas leyendas y mitos urbanos.
Sobre
el Palacio Barolo se ha especulado mucho. Cuentan que esta obra maestra
que se erigió en la Avenida de Mayo a principios del siglo pasado,
mediante una excepción a los reglamentos que le permitió llegar a los
casi 100 metros de altura, fue construida como un posible mausoleo para
Dante Alighieri. Tal es así que dicen que está inspirado en su Divina
Comedia. Creer o reventar. Vale la pena darse una vuelta por este primer
rascacielos porteño diseñado por el arquitecto italiano Mario Palanti.
La planta del edificio responde a la sección áurea y al número de oro.
El alzado del edificio está compuesto por un basamento, un desarrollo y
un remate en correlato con la estructura del poema: el Infierno, el
Purgatorio y el Cielo. También los 22 metros que tiene coinciden con las
22 estrofas del poema. Y los 100 metros de largo del pasaje, que
conecta una calle con otra, aluden a los 100 cantos de este clásico de
la literatura.
Si uno entra al monumental espacio central, están
en latín muchas estrofas de los versos. Y si miramos a la cúpula también
podemos ver la figura del Dante y su amada Beatrice. Más allá de las
huellas de la Divina Comedia que dejó Palanti en el Barolo, lo cierto es
que su autor era un fascista convencido, con aspiraciones megalómanas. Y
que su fantasía fue crear junto al Palacio Salvo, otro edificio con
características similares que construyó en Montevideo, dos faros que
iluminen y que marquen el portal de acceso del Río de la Plata.
Otra
historia curiosa es la que le atribuyen al edificio Otto Wulf, en la
esquina de Perú y la avenida Belgrano en el barrio de Monserrat. En el
mismo enclave, donde hace poco anunciaron –no sin previa polémica– que
instalarán una cafetería de la cadena Starbucks. Esta mole pétrea tiene
en su piano nobile una serie de gigantes que parecieran sostener el
cuerpo del edificio. Pero lo más curioso y significativo es su remate en
dos cúpulas yuxtapuestas. La leyenda cuenta que su dueño fue don
Nicolás Mihanovich, cónsul del Imperio Austrohúngaro, y que allí
funcionó su delegación hasta 1918. En esta línea, las dos cúpulas
representan al Kaiser Francisco José I, la más alta, coronada con un
sol; y la otra, que tiene una corona y una luna que perdió, es la
Emperatriz Isabel de Possenhofen, Reina de Baviera, Austria.
Sin
embargo la arquitecta e historiadora Alejandra De Marco nunca se creyó
el cuento. ¿Por qué entonces se llama Otto Wulf? De su investigación
surgió que el nombre pertenecía al dueño real, un comerciante acaudalado
de Hamburgo que se hizo millonario en la Argentina vendiendo durmientes
de ferrocarril y, como hacían mucho los de su clase, lo reinvertían en
ladrillos.
Otro condimento se le agrega a esta historia, ahora
que está en debate qué se debe preservar y qué no. Para hacer este
fantástico edificio, su arquitecto, el danés Morten F. Rönnow, se tuvo
que cargar la famosa Casa de la Virreina Vieja, lugar donde vivió la
esposa del Virrey del Pino. Fue una de las mejores casas que tenía la
Ciudad de Buenos Aires y uno de los últimos ejemplos de arquitectura
civil del siglo XVIII. Su gran novedad residía en que no tenía techo de
tejas coloniales, sino que tenía azotea plana.
Más doméstica es la
leyenda que circula sobre el Castillo de La Boca, en las intersecciones
de la avenida Almirante Brown y las calles Wenceslao Villafañe y Benito
Pérez Galdós. Los vecinos aseguran que el fantasma de la torre sigue
paseándose por las habitaciones del edificio construido para María Luisa
Auvert Aur- naud, una poderosa estanciera que lo habitó a principios
del siglo pasado y luego lo dedicó a la renta. Resulta que Clementina,
una bella pintora muy querida en el barrio, tenía su atelier en la
curiosa torre proyectada por el arquitecto catalán Guillermo Alvarez;
pero un día, misteriosamente, desapareció. Algunos dicen que se suicidó;
otros, que fue empujada por unos duendes desde lo alto de la torre. Y
quienes se inclinan por un final menos novelesco, aseguran que terminó
sus días en un geriátrico. Lo cierto es que Enrique Cáceres, uno de sus
actuales habitantes, asegura que suelen suceder cosas raras, hay cosas
que desaparecen, otras sorpresivamente cambian de lugar. No obstante,
afirma con una inquietante sonrisa, conviven lo más bien con los
fantasmas y los duendes.
Fuente: clarin.com
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