En donde en 1871 estaba el cementerio, se recuerda a las víctimas de la fiebre amarilla.
Por Eduardo Parise
El monumento está en la gran plaza Ameghino, en Parque
Patricios, a metros de la avenida Caseros y frente a la vieja cárcel. Y
no es una casualidad. Porque en ese parque, hoy con mucho verde, quedó
sepultada parte de una historia trágica: la brutal epidemia de fiebre
amarilla que mató a más de 14.000 habitantes de ese Buenos Aires.
Ocurrió
en 1871 y resultó devastadora. Napas contaminadas, poca provisión de
agua potable, hacinamiento en algunas zonas, la contaminación que
provocaban los saladeros y el calor agobiante fueron el caldo de cultivo
propicio para que aquello pasara.
Los historiadores empiezan a
registrar los primeros casos a fines de enero de 1871. En febrero habían
muerto unas 300 personas. En marzo ya era incontrolable: morían cien
personas cada 24 horas. Y como había sólo unos 50 coches fúnebres,
muchos ataúdes quedaban en las esquinas esperando el traslado al
cementerio del Sur, justamente donde está el actual Parque Ameghino.
Aquel predio había sido comprado por la Municipalidad en diciembre de
1867.
Ante este desborde, el gobierno porteño decidió comprar
siete hectáreas en la zona de la “chacrita de los colegiales”. Fue el
primer cementerio del Oeste y ocupó lo que ahora es el Parque Los Andes,
entre las calles Dorrego, Guzmán, Jorge Newbery y Corrientes. El actual
cementerio de Chacarita, a unos metros de aquel, recién se habilitaría
en 1886.
Pero volvamos al cementerio del Sur y al monumento que
recuerda a aquellas víctimas. En esa obra hecha en mármol (se le
adjudica al escultor Juan Ferrari) se sintetiza algo de lo que significó
aquella tragedia. Por ejemplo, en uno de sus laterales, tallada sobre
el mármol, hay una representación de la imagen que Juan Manuel Blanes
pintó en un óleo y tituló “Episodio de la fiebre amarilla”. En aquella
escena dramática se ve a unos médicos entrando a una habitación donde
hay una mujer muerta y su bebé llorando junto al cadáver.
También
hay listados con los nombres de sacerdotes, farmacéuticos, asistentes de
la Comisión de Higiene y médicos que murieron contagiados mientras
auxiliaban a las víctimas. Entre ellos está Francisco Javier Muñiz, el
médico cuyo nombre lleva el Hospital de Infectología que hoy funciona
sobre la calle Uspallata, frente al parque. Una frase grabada sobre el
monumento rinde homenaje a aquellos héroes: “El sacrificio del hombre
por la Humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman
y agradecen”.
La epidemia de 1871 generó pánico y mucha gente
decidió escapar de la Ciudad, algo que sugirieron y practicaron algunas
autoridades. Pero hubo otros que también hicieron todo lo posible por
ayudar. Ese fue el caso del ingeniero Augusto Ringuelet, presidente de
la empresa Ferrocarril del Oeste. Como los cadáveres se amontonaban y no
había carros para llevarlos hasta aquel nuevo cementerio, decidió
instalar vías a lo largo de la avenida Corrientes. La obra costó más de
dos millones pesos y se hizo en tiempo récord: menos de 30 días.
Se
lo conoció como “el tren de los muertos”. Salía desde el cruce de la
actual Jean Jaures (entonces se llamaba Bermejo) y tenía dos paradas: en
Medrano y en Scalabrini Ortiz (conocida entonces como la calle del
ministro inglés, por George Canning). Aquel tren cargado de cadáveres
era tirado por la vieja locomotora “La Porteña” que todavía prestaba
servicio. Los cuerpos eran dejados en unos galpones vecinos a la zona de
Corrientes y Dorrego y luego enterrados en el cementerio. Cuentan que
el maquinista de aquel tren era el ingeniero John Allan y dicen que
después de realizar varios viajes también se contagió y fue otra víctima
de la fiebre amarilla. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com
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