GIACOMETTI: LA OBSESIÓN DEL VACÍO

Desplegadas en cuatro salas de Proa, con un diseño de montaje impecable, más de 140 obras hablan de la relación que tenía con el espacio una de las grandes figuras del arte del siglo XX.



Por Ana Maria Battistozzi

Giacometti ha llegado a ser escultor porque tiene la obsesión del vacío”, escribió Sartre en Derriére le miroir en 1957. “Es escultor porque lleva su vacío a la manera que un caracol porta su caparazón, porque quiere darlo a conocer en todas sus facetas y dimensiones. Y tan pronto puede vérsele acomodado con ese destierro minúsculo que le acompaña permanentemente, como horrorizado ante él”….
Cuando Sartre escribió este ensayo ambos llevaban más de década y media compartiendo una reflexión desesperada que intentaba situarlos ante la realidad de la guerra primero y cuando ésta acabó los enfrentaba a lo que dejó. Una realidad habitada por seres que, como los de Giacometti, marchaban acompañados pero en profunda soledad. Sartre decía que Giacometti había expulsado todo lo que abundaba en los cuadros y esculturas. Aún así, para el escultor no era suficiente. No lo era para alcanzar la “verdad” imposible que perseguía en esas figuritas de límites espaciales imprecisos y vacíos enormes. “El hueco está en el centro de lo sólido y lo sólido se deshace en lo que ni siquiera es aire, en lo que es, simplemente, existencia”, interpretó Sartre con una agudeza imposible de replicar.
Diez años antes de su muerte en 1966, la obra de Giacometti había llegado así al momento esencial de todas las búsquedas que inició tempranamente en Suiza junto a su padre y su hermano Diego, dos figuras imprescindibles tanto en su formación como en su derrotero profesional. Presentar y reflejar la trayectoria de este artista es de algún modo hacer pie en los momentos más radicales del arte del siglo veinte. Es lo que la exhibición de Proa hace a través de 140 obras que vienen de la Fundación Alberto y Anette Giacometti en un despliegue infrecuente para estas geografías.
Especialmente seleccionado por la especialista en el artista, Véronique Wiesinger, para un recorrido latinoamericano que abarcó San Pablo y Río de Janeiro, el conjunto incluye pinturas, dibujos y esculturas, disciplinas absolutamente complementarias y necesarias en cada una de las búsquedas de Giacometti.
Todas ellas se desgranan en cuatro salas con un diseño de montaje impecable. Desde los primeros momentos en que la influencia de Cézanne y, sobre todo la del cubismo, es notable el deslumbramiento que le produjo el arte africano. Como bien observa Wiesinger le llega de manera tardía en los años 20 pero sin embargo contribuyó al giro absolutamente original que le imprimió a su obra. A este momento pertenecen piezas icónicas de esos años como La Pareja y Mujer cuchara, ambas de 1927.
Estas obras, que fueron presentadas en el Salón de las Tullerías y marcaron la primera aparición pública de real importancia en la trayectoria de Giacometti, ocupan un lugar de privilegio en el ingreso. La poderosa energía totémica de ambas preparan al visitante para las reflexiones que lo ocuparán y lo aproximarán al surrealismo y sobre todo, al pensamiento mágico que plasmará en una inédita representación de lo humano.
Vinculada a esta reflexión un sector se concentra en la cabeza, un tema que convirtió prácticamente en una obsesión. “No pienso en el interior de una persona ni en su personalidad”, confesó en una entrevista. “Es preciso representar lo que se ve y no lo que se siente”, expresó dando por tierra con cualquier carga subjetivista.
Así, su padre, su hermano Diego, su esposa Anette, pero también Simone de Beauvoir, Sartre e Isaku Yanaihara, el filósofo que tradujo a Sartre al japonés y fue uno de sus modelos favoritos, fueron víctimas de ese empeño. Sus bustos en bronce, yesos intervenidos en color y lápiz y pintura dan cuenta de esa ambición de objetivar en extremo a sus sujetos.
El paso por el surrealismo, que fue tan problemático como fructífero influyó en esculturas como la Boule suspendue (Bola suspendida), en la que Giacometti recurre por primera vez a la “jaula”, que le permite delimitar un espacio onírico de representación como el de la “Nariz” de 1947.
El espacio de la representación es sin duda otra de las cuestiones centrales en su obra y la relación de la figura con él es lo que lo define y le da escala. Sean esas diminutas figuras que caben en una caja de fósforos, las figuritas femeninas en un pedestal o los hombres que marchan. “Toda la escultura que parte del espacio como existente es falsa, el espacio es ilusión de espacio”, afirmó.
Otra de las cuestiones de gran interés que aporta esta exhibición, tiene que ver con los vínculos que Giacometti llegó a entablar en distintos momentos con coleccionistas argentinos. El primero surge no bien el visitante traspone la primera sala en la muestra de Proa a partir de Cabeza que mira. El delgado yeso de 1929, apenas intervenido por las leves marcas en lápiz que solía deslizar el artista en algunos de sus trabajos, perteneció a Elvira de Alvear. Esa pieza temprana y clave en el interés que despertó Giacometti en el París de los años veinte, fue adquirida por la entonces joven coleccionista argentina, en la Galería Jeanne Boucher. El dato –según consigna la investigadora italiana Braschi–fue registrado por el propio Giacometti en anotaciones personales a mediados de los años 30. Poeta y escritora, Elvira de Alvear, era sobrina de Carlos María de Alvear, a quien Bourdelle, maestro de Giacometti había realizado el monumento ecuestre que se encuentra en Recoleta. Braschi recuerda que a Giacometti le encantaba que uno de sus primeros coleccionistas fuera justamente descendiente de un prócer latinoamericano a quien su maestro le había dedicado un monumento. Elvira de Alvear era amiga de Borges y frecuentaba un destacado círculo se intelectuales latinoamericanos en París del que participaron Vicente Huidobro, Miguel Angel Asturias y Rafael Alberti entre otros. Muchos de ellos colaboraron con Imán, la revista que dirigió en 1931, sostenía económicamente y tenía como secretario de redacción a Alejo Carpentier. Entre sus colaboradores se contaban Xul Solar y Hans Arp, Robert Desnos y John Dos Passos, algunos de los notables que hicieron de París una fiesta. Pero el grupo estaba vinculado también a Michel Leiris y Georges Bataille, promotores de Documents, la revista que en 1929 publicó el primer artículo sobre Giacometti en Francia. Ese año la crisis económica eclipsó la rutilante estadía parisina de Elvira de Alvear y la obligó a regresar a la Argentina.
Pero no se interrumpieron allí los vínculos de Giacometti con el coleccionismo argentino. Un nuevo capítulo giró alrededor de Jean-Michel Frank, decorador de moda. Durante años Giacometti realizó muebles y objetos de decoración para él. En tanto Frank, a su vez, entabló una relación comercial con los hermanos Ignacio y Ricardo Pirovano a través de Comte, la sociedad que importaba el exquisito mobiliario modernista europeo que se puso de moda entre las elites porteñas entre los años 30 y 40. Por esa vía indirecta Giacometti volvió a vincularse con Argentina. Y así sus piezas de diseño ingresaron a varias colecciones locales, como las de Murature, Alejandro Santamarina y sobre todo la de Jorge Born y Matilde Born para cuya casa de San Isidro diseñó especialmente las bellas chimeneas, luminarias y ménsulas, que se exhiben en esta exposición.

FICHA
Alberto Giacometti

Lugar: Fundación Proa (Av. Pedro de Mendoza 1929).
Fecha: hasta el 9 de enero.
Horario: martes a domingos, 11 a 19.
Entrada: $12.


Fuente texto: Revista Ñ Clarín


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