Museo del Hermitage. En sus 400 salas se exhibe una mínima parte de sus tres millones y medio de piezas. Impresiones de un cronista que se perdió allí.
RESTAURADO. Se invirtieron casi 600 millones de dólares para que el museo luzca como nuevo en diciembre, en su 250° aniversario. |
Más que la
Fortaleza de Pedro y Pablo, la Catedral de San Isaac, la Iglesia del
Salvador sobre la sangre derramada, su subte bien profundo o el río Neva
–la morada final de Rasputín–, el órgano emotivo central de esta ciudad
es el Hermitage –durante siglos palacio de invierno de los zares–, sólo
comparable por su empacho artístico con el British Museum, el Museo
Metropolitano de Arte de Nueva York y el Louvre de París.
Los
guardias desganados y de mirada apática para los que estas escenas son
meras fotocopias del día anterior –hordas de turistas de todas partes
del mundo que se cuelan y gritan– al fin abren las rejas. Y el malón
pasa de largo un cartel electrónico que lleva la cuenta regresiva hacia
el 250° aniversario del museo –este año– creado por la zarina Catalina
La Grande en 1764.
Luego de dejar toneladas de mochilas en los
guardarropas subterráneos, la multitud de visitantes se lanza a una
maratón imposible: ver tres millones y medio de piezas de arte
distribuidas en 400 salas. Alguien ya se tomó el trabajo de hacer el
cálculo: si se contemplase durante un minuto cada obra –entre las que
están la “Madonna Litta” y la “Virgen de la Flor”, de Da Vinci; “El
almuerzo”, de Velázquez; “Baco”, de Rubens, y obras de Rafael, Tiziano,
El Greco, Goya, Van Dyck, Rembrandt, Monet, Van Gogh, Gauguin, Picasso,
Kandinsky y Malevitch–, el recorrido completo duraría más de cuatro
años.
Más que un museo, el Hermitage –el escenario de la película El arca rusa,
de Aleksandr Sokúrov– es un laberinto en el que cada giro alienta la
desorientación y provoca los más variados encuentros: con guardias
ancianas dormidas en sus sillas y con recuerdos de robos y de
despreciables ataques, como el del vándalo que en 1985 lanzó ácido
sulfúrico contra la “Dánae” de Rembrandt. Por los pasillos del Hermitage
circulan todo tipo de historias. Se dice, por ejemplo, que 65 gatos
patrullan los sótanos para evitar que las ratas dañen sus tesoros.
RESTAURADO. Se invirtieron casi 600 millones de
dólares para que el museo luzca como nuevo en diciembre, en su 250°
aniversario.
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En
los salones del museo se percibe la fuerza que impone el cara a cara
con colecciones que representan una galaxia de pueblos y culturas. Los
restos del Egipto faraónico se mezclan con los de las antiguas Grecia y
Roma. Frescos budistas, porcelanas francesas y el célebre cuadro “La
Danza”, de Matisse, se empalman con techos, sillas y escritorios
rebosantes de oro, salones recargados en estilo neoclásico y barroco
ruso, destellos del esplendor zarista.
La solemnidad se enreda con
la gula visual del visitante. Las cámaras fotográficas son los verdugos
tanto de la memoria como de la contemplación desnuda. No se mira ni se
disfruta, se consume. Se fotografía como un acto de apropiación. Con las
horas, sin embargo, el entusiasmo se aplaca. Se convierte en otra cosa:
sopor. Lo majestuoso y el exceso suntuoso de los Romanov se vuelve más
de lo mismo: pasado petrificado y congelado detrás de una vidriera o de
una cinta. Los innumerables nombres de pintores y escultores se
confunden en un gran pastiche. En el recuerdo, se vuelven un remix. Sólo
permanece una sensación vaga de haberse perdido en un pasado
encapsulado en un edificio verde, una cárcel de cristal con una historia
tan ajetreada como la personalidad rusa: un edificio sucesivamente
bombardeado, cuyas colecciones fueron trasladadas a Moscú durante la
revolución bolchevique y luego a los Urales en la Segunda Guerra
Mundial.
Es imposible entender una ciudad sin sus museos y un
museo sin su ciudad. El caos interno del Hermitage es así la
prolongación del ritmo de una San Petersburgo vívidamente violenta que,
pese a los locales de Mc’Donalds, Starbucks y Subway, aún habita en el
siglo XIX
Fuente: Revista Ñ Cultura Clarín
Fuente: Revista Ñ Cultura Clarín
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