MODERNIDAD Y ESNOBISMO



Anticipo / Aventura intelectual.
La música en el grupo Sur, libro que Eterna Cadencia publicará en mayo y del que aquí se ofrece un adelanto, analiza uno de los capítulos más secretos en la historia del proyecto cultural que impulsó Victoria Ocampo.


Stravinsky y su hijo Sulima, con Victoria, en los jardines de la casa de San Isidro. / GENTILEZA VILLA OCAMPO

Por Pablo Gianera

Lo único que me gusta con pasión es la música.
Carta de Victoria Ocampo a Delfina Bunge del 21 de agosto de 1908.



I

El esnob y el fetichista, sexual o religioso, son hermanos. Ambos convierten en dioses particulares ciertos objetos y profesan devoción por las representaciones. Una piedra, una imagen, una media de seda, una zapatilla de baile o un stiletto son para el fetichista lo que los cuadros de Georges Braque o la música de Francis Poulenc para el esnob: meras sustituciones. Ambos, cada uno a su modo, están hechizados por la representación. Lo que suele representarse es lo distinto, y nada, casi por definición, puede ser más distinto que lo nuevo. El fetiche del esnob es por eso la novedad. Los esnobs están privados de las herramientas para identificar lo nuevo; no saben exactamente qué es. Probablemente nadie lo sepa del todo, pero ellos lo presienten de manera infalible. Allí reside el heroísmo y el martirio del esnob: crea para el mundo un objeto y debe luego adorar su creación.
Es posible que no haya progreso en el fetichismo; en cambio, no hay sino regresión en el esnobismo, aunque se trata de una regresión ambigua, levemente desenfocada, que resulta funcional al progreso. A diferencia del fetichismo sexual, plenamente complacido con la parte, el esnob habita en la ligera impostura de simular que desea lo que su objeto de adoración representa, cuando en realidad sería raro que tolerara la posesión cabal de lo nuevo. Como sucede con el fetichismo, el campo de posibilidades del esnobismo se revela ilimitado. El esnobismo puede colonizar casi cualquier objeto, práctica o hábito, y en cualquiera de las variedades, el esnob es un individuo que se sacrifica a sí mismo y a su gusto en nombre de una causa: el impulso de estar al día culturalmente, cuyas últimas consecuencias suele ignorar. Hay allí una curiosa comprensión del progreso. La evidencia de que los cambios del arte, y en general del mundo, se han acelerado depara en el esnob el frenesí de seguirle el paso al progreso para que este no vuelva obsolescente su gusto. Para el esnob, el arte también es una cuestión de modas: Stravinsky y Chanel quedan allí empatados y son intercambiables. Quizás, notablemente, el esnob comprenda aquello que el progreso significa ahora en el arte: no la evolución ascendente y estéticamente salutífera sino más bien la irreversibilidad.
Esos conocimientos imprecisos devienen contraseñas sociales en manos del esnob. Para él, lo nuevo debe ser una posesión. En un arabesco, esa posesión, que sirve como demarcación del resto, de quienes no han sido iniciados en lo nuevo, tiene que generalizarse para que todos conozcan quién lo posee. Esto provoca cambios; el paisaje artístico se ensancha. "El valor del esnobismo, su ?carácter' humanístico, consiste en su poder para estimular la actividad. Una sociedad con abundantes esnobs se parece a un perro con muchas pulgas: es muy improbable que entre en estado comatoso. Todo esnobismo demanda de sus devotos incesantes esfuerzos, una sucesión de sacrificios", escribía Aldous Huxley -tan difundido por lo demás desde las páginas de Sur - en su breve ensayo "Selected Snobberies". El esnob es, se diría por definición, elitista; pretende situarse por encima del resto con la simulación o la certidumbre de que comprende y aprecia obras que el resto juzga excesivamente difíciles, incompresibles o aun aberrantes. En el caso del arte, el esnobismo suele comportar una avanzada del gusto. Pero el esnobismo corre también sus riesgos. Ejemplar, el de Victoria Ocampo, inteligente y valiente aun en el error, libraba un combate contra la resistencia que las sensibilidades desacostumbradas le oponían a la novedad.



II

"Una mujer muy alta, extremadamente hermosa; parece una amazona, que oculta de la mirada vulgar su naturaleza infantil y femenina. Apasionada, agresivamente devota de las artes, pasa por una intelectual, pero su verdadero territorio es el de la intuición íntima y exquisita." Esta temprana descripción de Ocampo firmada por el escritor estadounidense Waldo Frank -a quien se le debe, junto con José Ortega y Gasset, el impulso decisivo para la fundación de la revista Sur - persiste como esas viejas copias de fotografías familiares en blanco y negro que nos muestran, con una precisión que la era digital todavía no alcanzó, los rasgos de algún pariente que no llegamos a conocer mejor que si lo hubiéramos conocido. Rara vez fueron esos golpes de intuición de los que habla Frank tan certeros como cuando su objeto fue la música. Los conocimientos musicales de Ocampo no iban mucho más allá de aquellos del amateur , pero en todo caso superaban a los de la mayoría de sus amigos e interlocutores y habilitaban una conversación no demasiado asimétrica, y en ocasiones solvente, con el director suizo Ansermet, con Stravinsky o con el compositor argentino Juan José Castro, sus amistades más cercanas entre los músicos.
A los 18 años, Victoria Ocampo abandonó las clases de piano con Berta Krauss. Durante su segundo viaje a Europa, hacia 1908, estudió canto y recitado con Germaine Sanderson, que interpretaba canciones de Gabriel Fauré, de Henri Duparc y de Reynaldo Hahn. "Yo llegaba de Buenos Aires, es decir, de Chopin, de Wagner, de Schumann", cuenta Ocampo para explicar el asombro que le produjeron los descubrimientos musicales de ese viaje a Francia, pero en la frase puede leerse entre líneas una crítica al desajuste cultural entre París y Buenos Aires (es notable además que Ocampo no hable de la Argentina sino simplemente de Buenos Aires). En una medida no menor, tanto sus propios textos como el proyecto entero de Sur estarían dirigidos a corregir ese desajuste en todas las líneas. A juzgar por sus intereses y por la proporción que el asunto ocupa en los Testimonios y en la Autobiografía , era mucho lo que Victoria Ocampo tenía para decir sobre música. Sin embargo, reservó esos juicios y confesiones a sus propios libros y no usó su revista para intervenir en el campo musical. En Sur , se distribuían los papeles, cada cual tenía su función. Ella dejó ese espacio a otros. En el frente local, a Enrique Bullrich -que era además su primo-, a los compositores Alberto Ginastera, Juan Carlos Paz, Juan José Castro, Juan Pedro Franze, y a los críticos Leopoldo Hurtado y Jorge D'Urbano. La condición fragmentaria, arbitraria y confesional de sus escritos enmascara el protocolo de las justificaciones.
"Toda jerarquía -concluía Huxley en "Selected Snobberies"- es coronada por su propio Papa." Para Victoria Ocampo, ese Papa se llamó Stravinsky, cifra de la modernidad, según la definición de Omar Corrado. Stravinsky siempre había querido ser distinto, e incluso, en un arabesco estético, distinto de sí mismo para separarse del rebaño que él mismo había creado y conducido. El hermetismo inmanente, su transmisión de contenidos irreductibles a las palabras, convirtió a la música en objeto privilegiado del esnobismo. Esto es algo que pudo verificarse ya antes de la irrupción de Stravinsky con las peregrinaciones francesas al teatro de Bayreuth, en las dos últimas décadas del siglo XIX, para escuchar y ver Parsifal de Wagner, y después, en la segunda mitad del siglo XX, más precisamente el 29 de agosto de 1952, cuando el pianista David Tudor interpretó 4'33'' , la pieza silenciosa de John Cage, en el Maverick Concert Hall de Woodstock, ante un auditorio dividido nuevamente entre la atención, la incomodidad, las risotadas y el abucheo. Ídolo musical por excelencia de los esnobs de principios del siglo XX, dispuesto a correr detrás de lo nuevo o a crearlo él mismo y convertirlo en objeto duplicado de su propia adoración, Stravinsky se declara, sin embargo, enemigo de los esnobs. En Poética musical , juzga degradante la vanidad de los esnobs, que se jactan de "una vergonzosa familiaridad" con el mundo de lo incomprensible y se declaran felices de encontrarse en buena compañía. "No es música lo que ellos buscan, sino el efecto agresivo, la sensación que embota lo sentidos". Pero, después de todo, tiempo más tarde Borges anotaría en el cuento "El Zahir" que el esnobismo es la más sincera de las pasiones argentinas.


Fuente: ADN Cultura LA NACIÓN



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