LOS REBELDES VICTORIANOS



Los rebeldes victorianos

Por Laura Ramos

Los llamaban los rebeldes victorianos. Los tres miembros originales, de diecinueve años y veintiún años, eran John Everett Millais (mi favorito), William Holman Hunt y Dante Gabriel Rossetti, una especie de poeta mórbido con un rostro de Orson Welles arrebatado. Millais ingresó en la Academia a los once años, un niño prodigio. Hunt trabajaba en una oficina desde los doce (explotación inglesa del trabajo infantil que emparienta a Hunt conmigo, cuando yo corregía pruebas de galera, a los once años, para las editoriales revolucionarias de mis padres: los libros se imprimían llenos de errores y todavía no terminé de cobrar, pero me divertía). Una tarde de septiembre de 1848, un grupo de amigos se reunió en una vieja casa de Bloomsbury, propiedad del padre de Millais, para formar la Hermandad Prerrafaelita. Sus propósitos eran idealistas y arrogantes: rebelarse contra el arte renacentista –se ensañaron con Rafael, venerado en la Academia Real– y volver al arte puro y sincero de la Edad Media. El estilo y el tema (la falta de tema, en un momento en que la narración lo significaba todo) resultaban absolutamente nuevos. Se burlaban del fundador de la Academia, Sir Joshua Reynolds, llamándolo algo así como Sir Chapoteo, y en los libros sobre Rubens escribían anotaciones del tipo “escupir aquí”. Hacían excursiones para dibujar y sostenían que debían pintar cada centímetro cuadrado con detallismo de hipermétrope: algunos cuadros requieren lentes de aumento para apreciar los detalles y los verde esmeralda, cadmio y púrpura novedosos, puros y brillantes, que utilizaban. Eran tan ambiciosos que aspiraban cambiar la pintura victoriana: abominaban del arte complaciente, convencional y aprendido de memoria. En sus obras inscribían las iniciales PRB (Hermandad Prerrafaelita), un enigma, un misterioso acrónimo que los críticos interpretaban como una clave revolucionaria o una alusión sexual. Los acusaban de “tirar un bote de pintura en la cara del público”. A su modo eran también anarcocapitalistas: cuando les encargaron los murales de la Oxford Union, pidieron que en lugar de metálico se les pagara en manutención y alojamiento. En 1860 algunos se fueron a vivir a la Casa Roja de Upton. William Morris, impulsor de esta comunidad artística pseudomedieval, creía en las reformas sociales a través de las artes decorativas. La Ofelia de Millais, el cuadro más bello del movimiento, rechaza los tonos trágicos para ensimismarse en la heroína suicida que flota sobre una cama de hierbas, pastos acuáticos y flores rojas, a la deriva. Millais pasó once horas diarias en el verano del año 1851 sumergido en el río Ewll para pintarla. Fue un trabajo épico no tanto por la lluvia y el viento sino por los cisnes que destruían las plantas acuáticas. Completó la obra durante el invierno londinense con Elizabeth Siddal como modelo, la mítica Lizzie, quien posó en una bañadera caldeada por velas para reproducir el efecto del agua sobre sus ropas. La joven enfermó a causa del frío y su padre le reclamó al artista el pago de cincuenta libras para los médicos. Con Ofelia Lizzie anticipó su propio suicidio por sobredosis de láudano en 1862, dos años después de haberse casado con Rossetti. Luego de la muerte de Lizzie, Rossetti se obsesionó por el amor entre Dante Alighieri y Beatriz Portinari, al que no podía sino imaginar como una metáfora de su matrimonio (su nombre llevaba el sello de la devoción de su padre por La Divina Comedia ). El óleo Beata Beatrix habla no tanto de la amada ideal de Dante como de Lizzie: Beatrix se halla en un estado de trance, en el instante en que es raptada de la tierra hacia el cielo, pero su expresión es de éxtasis, de transformación espiritual. Rossetti creía que el alma de Lizzie se había transformado en el canto de un pájaro y se comunicaba con él a través de un pinzón que se posaba en su ventana. En 1869 hizo abrir la tumba de Lizzie para extraer un libro de poesías que había colocado junto a ella. Me recuerda a Lord Byron, a su fascinación por Keats, a la vida como parte de la obra. Su idea del paraíso como lugar inhóspito fue la más gótica de su espíritu. En 1872 intentó suicidarse con una botella de láudano. Adoraba a un oso australiano que solía dormir sobre la mesa del comedor, y se decía que lo acosaban los remordimientos de conciencia por haberse enamorado de Jane Morris, la esposa de William, que había posado para ellos desde los dieciocho años. Su rostro mórbido, de cutis pálido y cabellos renegridos, fue plasmado en varias obras prerrafaelitas. Además de los byronianos hubo pintura homoerótica, jóvenes que se paseaban desnudos por la Casa Roja y hubo la gracia y dulzura de Edward Burne-Jones ( Verano verde : ocho muchachas en un paisaje imaginario) y esa frase suya que lo explica, lo justifica todo: “Un cuadro significa un bello sueño romántico, de algo que nunca ha sido y nunca será: en una mejor luz que en la que nunca ha brillado, en un país que nadie puede nombrar ni recordar, sino sólo desear”.


Fuente: clarin.com


No hay comentarios:

Publicar un comentario