Esta edición escapa a la dinámica que vincula a las
bienales con el espectáculo, el artificio y la gran escala. La muestra
cuestiona ciertos rasgos de la modernidad, su lógica acumulativa y sus
cruces con la locura. La presencia argentina: Eduardo Stupía, Leandro
Tartaglia, Martín Legón y Pablo Accinelli.
Creada en 1951, íntimamente vinculada al proyecto del Museo de
Arte Moderno, la Bienal de San Pablo fue concebida desde sus comienzos
como una plataforma para lo nuevo llamada a vincular el arte brasileño
con la vanguardia internacional. Podría decirse que desde entonces lo
que se espera de ella, o de quienes se hacen cargo de su diseño en cada
edición, es que puntualmente catalicen ese principio estimado de
novedad. La pregunta de hoy sería ¿qué representa la novedad en un
tiempo en que todo lo que ella encarna pareciera condenado a envejecer a
la velocidad del rayo atrapado en la lógica de su propia brevedad
temporal?
A juzgar por lo que en estos días puede verse en la
Trigésima edición de esta Bienal, lo nuevo sería algo que despunta en
alguna forma de resistencia a esta compulsión de lo nuevo por la novedad
misma. Y sobre todo ante su consecuencia inevitable: el dato
espectacular que casi siempre se pone de manifiesto en la gran escala y
los grandes nombres disparados como bengalas al aire. No se trata de un
caprichoso desdén de su curador, el venezolano Luis Pérez Oramas, sino
de un modo de plantarse ante esa lógica que pareciera responder más a
los espasmos del mercado que a una renovación radical de lenguajes.
La
suya es una hipótesis que se ha tomado el trabajo de llevar a cabo una
investigación sólida y minuciosa que apunta a ir mucho más allá de lo
último que se lleva en la pasarela del arte.
Así, este crítico y
poeta, que durante años fue curador de la Colección Cisneros y
actualmente es curador de arte latinoamericano del MoMA, sólo eligió
poco más de un centenar de artistas, cuarenta menos que la edición
pasada, y cobijó a todos bajo el enigmático título de La inminencia de
las poéticas . ¿A qué alude este concepto que, como en tantos casos
semejantes, se estira como para abarcar todo lo que se exhibe?
Básicamente a la sutileza poética de lo que permanece a punto de aflorar
y se empeña en esquivar el enunciado rotundo.
O tal como lo
explicó el propio Pérez Oramas en una conversación que tuvimos el año
pasado en Buenos Aires, cuando todo esto estaba aún en gestación: “Es lo
que está por decirse, la palabra en la punta de la lengua”, ¿Quién lo
va a decir, cuándo lo va a decir?, es algo que ha querido dejar en
suspenso; sin señalamientos. La invención de lo cotidiano, de Michel
Certau es un texto de cabecera que lo guió hacia los “espacios oscuros
del pensamiento”, a los intersticios que están entre o en el
archipiélago mismo.
Japaratuba. del brasileño Arthur Bispo do Rosário. |
De allí la idea de constelaciones que opera como un
principio instrumental a la hora de articular la complejidad del vasto
conjunto de tres mil obras seleccionadas. Un verdadero trabajo de
orfebrería en el que el curador y su equipo se han permitido prescindir
de los grandes nombres. O por lo menos de las grandes estrellas que
venían siendo consagradas en los circuitos bienales en los últimos cinco
años como parte del porfolio indispensable para el éxito.
De
allí también que no haya tampoco intervenciones a gran escala ocupando
el espacio. Lo que realmente marca la diferencia es el volumen de obra
que representa a cada artista a través de un cuerpo sustancial que
permite acercar cada poética al público. El ámbito adecuado para hacerlo
ha sido evidentemente motivo de preocupación ya que las amplias plantas
del emblemático Pabellón Bienal que diseñó Oscar Niemayer en los años
50, con sus paredes vidriadas, que funden exterior e interior, son un
auténtico problema en ese sentido.
El joven arquitecto rosarino Martin
Corullón, que ha trabajado en distintas oportunidades anteriores para la
bienal y conoce el edificio como la palma de su mano, hizo un trabajo
impecable para sortear esa dificultad plasmando en el diseño espacial el
principio de constelaciones de un modo sensible y limpio.
Así, con
criterio constructivo alternó espacios íntimos con otros más abiertos.
De manera tal que el visitante puede concentrarse en un artista en
particular y al mismo tiempo acompañar la deriva de sentidos múltiples
que propone la exhibición. En el catalogo también impera similar
criterio constructivo.
Otra de las cuestiones que rescata la
muestra es el legado interdisciplinar de la modernidad que vinculaba al
artista visual con el poeta y el filósofo, y el músico con el hombre de
teatro. Artistas como el griego Athanasios Argianas, también músico,
presenta una escultural sonora que cruza distintos medios y lenguajes. Y
algo parecido ocurre con la italiana Simone Forti, que influida por la
danza ha trabajado con improvisaciones corporales. Es decir y en
palabras de Pérez Oramas, se ha rescatado “todo aquello que el arte
moderno usó contra el disciplinamiento de la academia”.
No es
extraño entonces que una de las figuras centrales sea Artur Bispo do
Rosario, un outsider del mundo del arte que Buenos Aires descubrió
cuando su obra se exhibió en Proa, en Imágenes del inconsciente , la
muestra que integró Brasil 500 años a comienzos de 2001. Bispo do
Rosario padecía esquizofrenia paranoica y vivió encerrado en un hospicio
más de 50 años.
Silence. La muestra del estadounidense David Moreno. |
Durante ese tiempo bordó, bordó y bordó en infinitos
paños un universo de cosmologías que él mismo se inventaba. Pero sobre
todo realizó una obra con objetos de desecho en una lógica de
acumulativa que se derrama en los distintos núcleos de esta muestra.
Trescientas piezas de esa producción obsesiva ocupan un lugar
estratégico del Pabellón Bienal.
August Sander es otra de las
figuras que detenta un espacio simbólico semejante y una proyección
similar en los trabajos del presente. Más de 600 retratos de su famosa
monumenta fotográfica alemana Hombres del siglo XX , ocupan varios
tramos de paneles en el tercer piso del Pabellón. Dispuestos
rigurosamente uno junto a otro, en varias series de grillas, estos
retratos se erigen en un gigantesco archivo etnográfico que abarcan
todas las clases sociales, todos los tipos físicos, los oficios, las
costumbres y la indumentaria de los alemanes en la primera mitad del
siglo veinte. Probablemente ninguna otra elección hubiera logrado un
efecto más ilustrativo de esa vocación enciclopédica, ese imperativo por
conocer y abarcarlo todo que animó a la modernidad desde el siglo XIX y
los tiempos posmodernos transformaron en brutal deseo de posesión.
Mucho
de aquel espíritu sobrevuela el vasto conjunto de la exhibición. Así
operan en significativa vecindad las series de Sander junto a las fotos
de individuos y colectivos sociales del Congo que realizó Ambroise
Ngaimoko para su Estudio 3 Z en Kinshasha; los desnudos masculinos del
carioca Alair Gomes y su alto voltaje erótico reducido por momentos a un
refinado juego de formas. Pero también las fotos polaroid del alemán
Horst Ademeit, descubiertos muy poco antes de su muerte en 2010.
Otro
registro obsesivo, acompañado de anotaciones que dan cuenta del estado
emocional que lo llevó a querer establecer por esa vía algún orden para
este mundo que, con justicia, consideró caótico. También las series del
holandés Hans Eijkelnoom que puede pararse en una esquina sólo para
fotografiar la gente que pasa y lleva atuendos parecidos. Veinte hombres
y mujeres con pulóver rojo; veinte hombres y mujeres con paraguas;
veinte con chaqueta verde militar; veinte con remera negra con el
emblema Rolling Stone y así.
Todo esto inevitablemente remite a
Aby Warburg, el gran historiador del arte alemán, nacido en 1866 y
muerto en 1929 y su Bilderatlas, o atlas de imágenes que se empeñó en
trazar relaciones entre las imágenes a través de diferentes tiempos y
geografías. Hombre de una erudición enorme que también estuvo al borde
de la locura, y desarrolló esa monumental empresa de vocación
archivista, que llamó Atlas Mnemosyne. Lo cierto es que acuñó una forma
visual de conocimiento que ha sido rescatada en los últimos años por
amplios sectores académicos. Entre ellos Georges Didi Huberman, quien le
dedicó el año pasado una muestra homenaje en el Museo Reina Sofía de la
que nos ocupamos en estas páginas y llevó por título Atlas ¿Cómo llevar
el mundo a cuestas?
Button. Detalle de la obra del alemán Kriwet. |
“Hacer un atlas es reconfigurar el espacio,
redistribuirlo, desorientarlo en suma: dislocarlo allí donde pensábamos
que era continuo, escribió Didi Huberman en el catálogo de aquella gran
exposición. Está claro que ese mismo principio ha sido puesto en
práctical por el proyecto de Pérez Oramas, quien fue condiscípulo del
intelectual francés. No cabe duda de que ambos pulsan la misma cuerda
similar.
Así un sinnúmero de relaciones ponen de manifiesto la
compleja urdimbre que se arma y puede vincular por los obsesivos
bordados de Bispo con los de las norteamericanas Ekaine Reichek y los
hilados de Sheila Hicks que dan cuenta de una tradición que emergió en
los 80 y ubicó las nociones texto y textura en similar plano de
significación. También la asociación hilo y línea, que puede llevar de
Hicks a Gego y a su turno derivar en Stupía. Gego, la artista germano
venezolana que conoció Buenos Aires a través de una bellísima muestra
que exhibió el MALBA y es una de las favoritas de Pérez Oramas, aparece
aquí mayormente representada por una obra que realizó al final de su
vida en los 70-80. Exquisita en tramas de papeles de colores en pequeño
formato. Así también esos vínculos que van del hilo a la línea pueden
derivar en la reflexión sobre el proceso de construcción de la imagen,
que se hace transparente en muchas de las pinturas elegidas.
O también
como repertorio de signos y formas que es una de las interpretaciones
posibles para la obra de Stupía. Resulta entonces comprensible que a su
paso por Buenos Aires, el curador haya rescatado para esta muestra
trabajos de este artista, de Pablo Accinelli, Martín Legón y Leandro
Tartaglia, los cuatro argentinos aquí presentes.
El mayor de
todos, Stupía, está representado por más de cuarenta trabajos de
distinto formato, realizados entre fines de los noventa y la última
década. Lo primero que se advierte en el conjunto es la casi total
ausencia de esa producción obsesiva, minuciosa, caligráfica, a mitad de
camino entre el paisaje y el laberinto de la línea, que por mucho tiempo
fue su marca de estilo. Un corpus de su trabajo que hubiera sintonizado
perfectamente con el resto de los universos que habitan la Trigésima
Bienal. Sin embargo, el equipo de curadores optó por mostrar aquí los
procesos más recientes de su producción en que conviven materiales de lo
más heterogéneos. Ya no es la tinta que le dio a su estética esa
singularidad caligráfica, sino el grafito, las barras de distinto
grosor, la carbonilla, el lápiz de pastel y también el óleo. Es evidente
que con ello se ha buscado destacar sus modos de construcción de la
imagen. Y en ese sentido este capítulo de la obra de Stupía se integra a
un aparato de significación más vasto que en esta Bienal también apunta
a detectar cuánto de la tradición moderna permanece en esa vocación del
presente de transparentar estrategias compositivas. Eso es lo que se
advierte en las pinturas del venezolano Juan Iribarren, las del francés
Bernard Frize y en las de la brasileña Lucía Laguna.
Pero nada
aquí es unívoco; también puede ser tomado como archivo de signos, o
catálogo de formas como el que despliega con extremo refinamiento en
otra sala Pablo Accinelli. Su obra trabaja un repertorio que puede
proceder de la más dura geometría pero ha sido dotado de especial
sensibilidad a partir ciertas alteraciones poéticas que no dejan de
tener componentes surrealistas.
Eduardo Stupía. Sin título. |
Así entabla relaciones simbólicas que le
permiten urdir pequeños cosmos matemáticos. El libro es un objeto al
que este artista presta especial atención y un aprecio comprensible ya
que es junto con Leandro Tartaglia responsable del proyecto editorial
Actividad en Uso. En Todo el tiempo , una obra de 2011 que retrata un
círculo que se desplaza a través de una serie de páginas. Todos los
trabajos suyos que ocupan la gran sala del segundo piso que le tocó en
suerte proponen una reorientación de la percepción hacia objetos que
sustrae del universo más banal de lo cotidiano.
No muy lejos de
allí la obra de Legón ocupa dos generosas salas. En una de ellas
presenta una obra de 2009 que en su momento no pudo realizar. Su “Test
del hombre bajo la lluvia”, parte del modelo de test psicotécnico,
habitualmente aplicado al ámbito laboral al que le imprimió giro
poético. Así, en el mismo formato de series y grillas que recorre buena
parte de la muestra, expone trescientos dibujos cuidadosamente
enmarcados de las personas que hicieron ese test. Al mismo tiempo exhibe
el registro del acto en que tres profesionales -un psiquiatra, un
administrador de recursos humanos y una curadora de arte- evalúan los
dibujos. La situación muestra cómo cualquier interpretación u orden
clasificatorio contiene un apriori que es el de la perspectiva
instrumental de cada uno. En tanto, en la sala contigua -empapelada con
un color cemento oscuro y convertida en “ámbito elegante” expone
diecisiete óleos de pequeño formato. Hay aquí una alusión a la pintura
como objeto burgués dentro de ese orden acumulador y a menudo decorativo
que es el coleccionismo.
La obra de Leandro Tartaglia, en cambio
se desarrolla por fuera del pabellón de exhibiciones. Es un delicioso
recorrido por la ciudad que parte del parque Ibirapuera y lleva a
Morumbí, una de las zonas más elegantes de San Pablo, sobre cuyos
orígenes discurre en el trayecto. Un audio remite a un intercambio de
cartas entre una argentina y un brasileño que evoca el tono epistolar de
Manuel Puig. Cada cual le cuenta al otro cosas de su alrededor. A
través del relato, el que participa de ese paseo reorienta y comparte
mirada y sensibilidad con los dueños de esas voces a través de sonidos y
música. El diseño del sonido, que termina por hacer un elogio del ruido
rescatando a Yupanki y “los ejes de mi carreta”, pertenece a Mariano
Ast y sin duda es una pieza clave en el proyecto.
Como conclusión
podría decirse que esta es una bienal contemporánea, en la que pueden
convivir instalaciones, videos, fotografías performances y registros
performáticos, pero destacando que en todo ello hay una historia. Desde
la edición XXIV, que el curador Paulo Herkenhoff hizo girar en torno de
ese concepto fundante de la cultura brasileña que es Antropofagia, la
dimensión histórica no adquiría tanto peso. En esta ocasión el hilo
curatorial ha trabajado minuciosamente todo lo actual al tiempo que ha
buscado hacer visible la densidad histórica que lo hace posible. Todo lo
que pasa alrededor Más allá de la gran sobriedad que rodea a esta
edición es imposible evitar que la Bienal en sí misma, se convierta en
la excusa para el sinfín de programaciones laterales que se potencian a
partir de ella. Fiestas e inauguraciones en galerías, casas de
coleccionistas y artistas suman toda una legión de coleccionistas,
críticos, curadores y artistas del mundo entero que llegan a San Pablo
en esa rutina a escala global que para todos ellos se torna
imprescindible para estar al día. Imposible no sacar adecuado provecho
de ese mix.
Leandro Tartaglia. Su obra es un paseo en una combi. |
Así en coincidencia con la previa destinada a
invitados especiales la revista ARTEBrasileiros empezó organizando en el
Auditorio Ibirapuera, vecino al Pabellón Bienal, el seminario
“Coleccionismo en Brasil en el Siglo XXI”. De estos encuentros, que
abordaron cuestiones de gran interés para el curso del arte en la
actualidad, participaron Ella Fontanals de Cisneros, presidenta de CIFO,
la importante colección de arte contemporáneo basada en Miami, Eduardo
Costantini y Patrick Charpenel, director de la colección JUMEX de
México. Pero también el secretario de Cultura del Estado de San Pablo y
director de la Pinacoteca de San Pablo, Marcelo Mattos Araujo, y el
secretario municipal de Cultura, Carlos Machado Calil. Los problemas que
enfrenta la formación de colecciones privadas y públicas ante el
creciente aumento de los precios de mercado, las diferentes formas de
acceso a la cultura y el cuidado de los patrimonios públicos, estuvieron
en el centro de los debates. Los tópicos dan la pauta de cómo se
preparan en Brasil para el liderazgo regional que avizoran en el
horizonte.
Un abundante repertorio de muestras en distintas
instituciones es parte del menú de estos días. La de Caravaggio reúne
veinte obras de este artista en el MASP; una retrospectiva de la
brasileña Adriana Varejao en el Museo de Arte Moderno y otra
retrospectiva de Lygia Clark en el espacio Itaú cultural de la avenida
paulista, por sólo citar sólo un puñado que deja afuera a las galerías.
Una de las que más atención concitó en la apertura fue “El exterior está
en el interior” propuesta del curador suizo Hans Ulrich Obrist, uno de
los tres que fueron nominados para dirigir esta Bienal, que reúne
intervenciones de diferentes artistas en la famosa “Casa de Vidrio” que
perteneció a la arquitecta modernista Lina Bo Bardi. La lista de famosos
convocados entre los que se cuentan Gilbert & George, Douglas
Gordon, Waltercio Caldas y Cildo Meireles, pareciera encarnar justamente
lo que optó por eludir Pérez Oramas.
Pero en verdad, la
auténtica frutilla del postre de la semana de apertura fue la visita del
jueves 6 a Inhotim, el exótico parque de arte contemporáneo que abrió
en 2002, el empresario minero Bernardo Paz. Emprendimiento que por su
desmesura y ubicación no es difícil asociar a Fitzcarraldo. Hace justo
diez años que este coleccionista viene emplazando en ese fascinante
lugar, piezas a gran escala, realizadas por artistas de la talla de Doug
Aitken, Tunga, Helio Oiticica, Jorge Macchi y Olafur Eliasson, por
citar sólo a unos pocos. Los jardines con lagos interiores y diferentes
especies botánicas de la región ocupan noventa y siete hectáreas, cerca
de Broumadinho en el estado de Minais Gerais. Paz compró este inmenso
terreno en 1980 y empezó a diseñarlo en colaboración con el paisajista
Burle Marx. El jueves 6 de septiembre convocó a una jornada de
inauguración para presentar las últimas novedades: cuatro espacios
dedicados a las obras de Tunga, Cristina Iglesias, Carlos Gariacoa y
Lygia Pape. Muchas de ellas estuvieron en bienales internacionales
recientes como la de Pape que estuvo en la última de Venecia. El
fantástico convite culminó con un concierto de Arnaldo Antúnez.
Martín Legón. Detalle de “Test del hombre bajo la lluvia”.
Contexto:
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