Cuadernos Privados
En la genealogía de Victoria Ocampo se mezclan la sangre de Prilidiano Pueyrredón, la de Juan Manuel de Rosas, la de los Aguirre, la de los Ocampo. Los Aguirre eran reservados, secos, capaces de soportar en silencio cualquier adversidad. La serenidad de su familia materna contrastaba con el temperamento sanguíneo de los Ocampo, que pasaban su existencia en un estado de trepidación crónica. Perdían la cabeza indistintamente frente a un sarampión, una tos convulsa o una indigestión tanto como ante una agonía, “con lágrimas atragantándolos por cualquier percance de orden sentimental” ( El Archipiélago, Victoria Ocampo). Los Ocampo estaban emparentados con José Hernández, el vehemente y genial escritor que se enfrentó a Sarmiento, y por lo tanto un héroe para mi familia antiunitaria.
La historia de la patria
es para Victoria Ocampo menos un relato de manual que una saga familiar,
y para sus padres y abuelos los enfrentamientos entre federales y
unitarios eran tan políticos como domésticos. Durante la fiesta que
celebraba la victoria de Caseros, el general Urquiza eligió para abrir
el baile a Angélica Ocampo Regueira, futura abuela de Victoria, ya
comprometida para casarse con su primo Manuel Ocampo. La fama de Urquiza
por su afición a las damas fue motivo de cólera para Manuel, que
hubiera preferido que se danzara la refalosa federal, en la que
los bailarines no están obligados a tomarse de la mano, y no las
cuadrillas. Pero dos de las Ocampo se casaron con descendientes de
Urquiza, y a Rosas nunca dejaron de llamarlo “Juan Manuel” en el clan.
Ellos eran los dueños de la patria... y ¿acaso su bisabuelo materno no
aportó una fortuna al Cabildo de Buenos Aires para financiar la
Revolución de Mayo? Podían abarcarlo todo.
Sobre la célebre
tragedia de Felicitas Guerrero me atrae la versión de los Ocampo por
tendenciosa, subjetiva, llena de simpatía por el asesino. Cuando
Felicitas se casó con Martín de Álzaga en el año 1862, ella tenía
dieciséis años y él, cincuenta y uno. La boda había sido dispuesta por
los padres de Felicitas pese al disgusto de su hija. El prometido poseía
setenta mil hectáreas y más de setenta millones de pesos. El hecho de
que la novia tuviera una rara belleza no hace sino enmarañar más las
cosas, porque sugiere que hubiera tenido más posibilidades de casarse
enamorada.
En 1869 la joven tuvo que afrontar la muerte de su
hijo de seis años, y luego la de un bebé recién nacido y la de su
marido. El daguerrotipo que muestra su rostro no puede disimular, en la
curva traviesa de una naricita respingada y unos labios que procuran
permanecer serios, que el luto es guardado no tanto por el esposo
perdido como por unas plegarias malignamente concedidas. Pero tenía
veintiséis años, una belleza arrebatadora y la fortuna más importante de
la República. De entre sus decenas de pretendientes, el más obstinado
era Enrique Ocampo, hermano de la abuela Angélica, primo y cuñado del
abuelo Manuel.
Una tarde Felicitas fue a recorrer su estancia La
postrera y se perdió bajo una tormenta que arrancó ramas, tumbó árboles y
oscureció en pocos minutos el cielo. Después de un rato de cabalgata
entrevió, bajo los truenos, a un jinete cubierto por un poncho. “¿Dónde
estamos?”, preguntó ella. “En mi estancia, que es la suya.” El gentil
Samuel Sáenz Valiente la cobijó en el salón de su estancia, junto al
fuego, mientras se secaban sus ropas. ¿Tenían alguna posibilidad de no
enamorarse bajo el influjo de una escena tan romántica? Pocas semanas
después estaban comprometidos.
Enrique Ocampo enloqueció de celos.
Persiguió a Felicitas durante varios meses, y la amenazó con
derramamientos de sangre si no accedía a su petición de matrimonio. La
tarde del 29 de enero de 1872 llegó a su palacio de Barracas. Ella lo
recibió en un saloncito mientras su primo Cristian Demaría, también
enamorado suyo, se refugió en el comedor junto con el resto de la
familia. Se escuchó una discusión acalorada y luego dos tiros. Al
acudir, los hombres encontraron a Felicitas tirada en el suelo,
ensangrentada, y a Enrique con un revólver en la mano y una expresión
trastornada en el rostro. “El joven Demaría le quitó el revólver de la
mano y le tiró dos tiros a Ocampo y allí en la misma pieza quedó
muerto”, escribió Carlota Sáenz Valiente en una carta del 13 de febrero.
Samuel, que recién llegaba, levantó a Felicitas y ella le pidió que no
le quitaran del cuello el medallón con su retrato. Murió a la madrugada.
El cadáver del asesino volvió en cupé a Buenos Aires: la abuela
Angélica nunca olvidó el grito de su madre cuando vio la cara deshecha
de su hijo. Al día siguiente los dos entierros se cruzaron en la
Recoleta.
La justicia fue administrada, a puertas cerradas, por
las dos familias. El informe oficial dictaminó que Enrique se había
suicidado. Como para corroborar la teoría de Victoria sobre la
naturaleza exaltada de los Ocampo, cuando la abuela Angélica le pedía
que no se impacientara a causa del insomnio, el abuelo Manuel
vociferaba: “¡Entonces, me joderé, carajo!”.
Fuente: clarin.com
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