JUGAR DEBAJO DEL PIANO;
LAS INFANCIAS DE BAREMBOIM, ARGERICH Y GELBER


“En la edad de las promesas”, el libro de Cecilia Scalisi que relata los comienzos de los tres músicos Los tres fueron niños prodigio, con familias que los acompañaron en cada uno de sus pasos musicales.
Pantalones cortos. El niño Daniel Barenboim.
Concentración y volados. Martha Argerich.
Adolescencia. Un jovencísimo Bruno Gelber.




















































Julieta Roffo

“Che, piba... ¡Hacenos quedar bien”. Es 1954. A la piba le acaban de confirmar que su padre será enviado a Viena en misión diplomática para que entonces ella pueda vivir y estudiar en la capital austríaca. La piba, que tiene trece años y que está por cruzar el Atlántico, es Martha Argerich. El señor que la despide imperativo en su despacho de la Casa Rosada es Juan Domingo Perón. La anécdota es una de las tantas que cuenta la crítica musical Cecilia Scalisi en su libro En la edad de las promesas, que narra las infancias prodigiosas y pianísticas no sólo de Argerich sino también de Daniel Barenboim y de Bruno Gelber.
“¿Ya me escuchó tocar el piano?”, preguntaba Gelber a los nuevos invitados que llegaban a su casa cuando era lo suficientemente chiquito como para que en su familia lo llamaran “Muni”. Si la respuesta era que no, corría a ponerse un trajecito y se sentaba al taburete. En ese mismo taburete se habrá sentado cuando jugaba con Argerich a las “lecciones de piano”: compartían maestro –el mítico Vicente Scaramuzza, de Calabria– y muchas veces merendaban juntos. A la hora de divertirse, ella era profesora y él, alumno. Juntos fueron también varias veces al foso del Teatro Colón, donde el padre de Bruno trabajaba como integrante de la orquesta: jugaban a darse codazos cuando alguien equivocaba una nota o entraba a destiempo.
Es que además de niños que aprendían a leer las escalas musicales antes que el abecedario y que necesitaban de madres dedicadas que tomaran apuntes por ellos, fueron chicos que se encontraban, a los seis y siete años, jugando debajo de un piano mientras esperaban su turno para tocar en una tertulia: así se conocieron Argerich y Barenboim, que la semana pasada deslumbraron en el Colón.
Pasaron muchos años desde que, a los nueve, el director de orquesta se durmió viendo La flauta mágica en Salzburgo y tuvo que despertarlo un acomodador. El fue el único de los tres que no abandonó la educación formal. Argerich y Gelber prefirieron las clases privadas para dedicarse casi exclusivamente a las teclas, mientras que los padres de Barenboim prefirieron que la música se integrara “con naturalidad” –así lo describe el propio músico en una entrevista con Scalisi– a su vida.
En la casa de “Marthita” fue tan central su destino dedicado a la música que decidieron que su hermano se fuera a vivir con la abuela para no interrumpir sus ensayos. Y el padre de Bruno empezó a acompañarlo a sus clases cuando hizo falta que lo subiera a upa por las escaleras, después de la poliomielitis.
“Tuvieron padres muy visionarios y maestros que supieron guiarlos: son los tres grandes pianistas de su época”, sostiene Scalisi. Tanto reconocimiento internacional no viene solo.

Olor a strudel de manzana
y tertulias en torno a la música



Hay olor a strudel de manzana que viene con crema de vainilla y canela: la receta llegó directo de Viena. Hay escaleras de mármol blanco y ascensores jaula. Hay pianistas internacionales que vienen a dar conciertos e inmigrantes que se escapan de la Segunda Guerra Mundial y que lo único que saben de la ciudad a la que acaban de llegar es que existe el Teatro Colón. Hay tertulias en la Buenos Aires de los años 40 y 50, especialmente en Recoleta.
Algunas en la casa de Ernesto Rosenthal, otras en la de Alberto Ginastera, algunas más en la de Brígida Frías de López Buchardo: por allí pasan Igor Stravinsky, Manuel Mujica Láinez, Ernesto Sabato y el reconocido pianista chileno Claudio Arrau. Pasan, también, las familias Argerich, Barenboim y Gelber: van los tres niños-promesa, y en esos salones de camisas almidonadas demuestran sus talentos sobresalientes.
En esa Buenos Aires crecieron los tres pianistas, y gracias a esa vida social lograron los contactos que fueron cimentando sus carreras internacionales. Según Cecilia Scalisi, en esos tiempos, la enseñanza de piano era “un aporte imprescindible de la formación cultural”.
“El ambiente de esos años fue un determinante fundamental. En ese microcosmos, la música era la vida. Iban a las tertulias, al teatro, escuchaban a gente importantísima que los escuchaba a ellos”, dice Scalisi, y agrega: “Creo que se ha perdido para siempre la cultura de reunirse en torno de la música, pero la Argentina fue capaz de dar a estas tres personalidades porque talento sobra”.


Fuente: clarin.com

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