Estoy adentro de la obra Cellule à pénétrer, de Julio Le Parc, empujando los espejos para poder pasar, cada tanto abandonándome a la espectación de mi contorno reflejado en un sinfín de ángulos...
Cellule à pénétrer. La obra de Julio Le Parc se exhibe en el Malba. |
Por Julián Gorodischer
Estoy adentro de la obra Cellule à pénétrer, de Julio Le Parc, empujando los espejos para poder pasar, cada tanto abandonándome a la espectación de mi contorno reflejado en un sinfín de ángulos, multiplicado hasta la exasperación y sintiendo resonancias melancólicas lejanas del laberinto del Italpark en el que celebré mi cumpleaños de 5, esa vez en que me perdía siendo chico inaugurando el culto al yo. Busco, hoy, menos la salida de este laberinto que la sensación de estar perdido en serio: para que se disuelva el rumbo, y llegue una verdadera sensación de intensidad en el vínculo con la obra. Quiero sentir esta experiencia , y así voy, entre diletante y entretenido, esquivándome a mí mismo y completamente escindido, preguntando al vacío: “¿Qué es arte?”. ¿También el resultado de las diez bolas de espejos y sus correspondientes lucecitas refractarias que atravieso diariamente cuando paso por la estación Constitución, pasillo del mercado subterráneo? “¡No!”, me responde una crítica de arte que me escucha murmurar en voz alta, acá adentro, mientras los dos avanzamos como podemos entre los vidrios jamás cortantes. “No –repite– el arte exige conciencia de sí”, me dice. Un ámbito, un espectador, un creador que voluntariamente se sometan a la experiencia de la obra”, como ahora, cuando decidimos a cada paso cómo movernos para encontrar “el nodo”, “el centro”, la perspectiva derivada de aquella posición que nos ilumine sobre el conjunto en vez de hacernos naufragar en el embelesamiento o el horror ante lo que vemos reflejado: ella y yo. Acá estamos, entonces, con esta chica que de pronto ya no está, no la veo más detrás de mí ni al lado mío, cerca de la hora de cierre del Malba. Quedo embobado dentro de esta instalación pionera del arte cinético argentino (1963-2005), desorientado ante la proliferación de mi propia imagen que finalmente me lleva a perder el rumbo, me desorienta pero, sobre todo, me demuestra –por su atemporalidad, por su universalidad, por su capacidad de dialogar con el presente histórico– cuán cierto es que esta obra es un clásico –como ya lo era en su primera exhibición en la Bienal de Paris del ‘63, cuando Le Parc irrumpió ahí con el Groupe d’Art Visuel (GRAV) y rompió con la tradición artística que había prevalecido hasta entonces– al lograr interpretar el signo de cada tiempo en que le tocó ser exhibida: en esta ocasión, la hipertrofia del sujeto a través de todo tipo de estímulos para que lo subjetivo y singular invada todos los ámbitos de la cultura: la multiplicación de páginas y vidrieras personales en la web, el boom del periodismo en primera persona, el endiosamiento de la autofoto, el relevo del autógrafo-tributo por la selfie -egomaníaca, que incorpora el protagónico del yo deseante al antaño aureolado sistema de estrellas. Lo declaraba una antigua fan devenida en selfier en una nota de Clarín del 27/7: “Los autógrafos ya están guardados como pequeños tesoros de una época...”. Sigo “penetrando” mi imagen diferida y distorsionada en diez mil versiones de mí mismo; se me dificulta el andar.
Lo afirman los curadores de “Lumiere” –su retrospectiva en MALBA–, Hans-Michael Herzog, Käthe Walser y Victoria Giraudo: “Le Parc busca ofrecer al hombre la oportunidad de romper con su existencia reglamentada. Su intención es liberar al espectador de su dependencia”.
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