LAS RAZONES DE UN PRECIO RÉCORD

Una de las cuatro versiones de "El grito", de Edvard Munch, se vendió por cerca de 120 millones de dólares.
"Se trata de dinero, no de arte", asegura el autor de la nota.



Por Eduardo Villar

Nunca estuve en vivo frente a “El grito” de Edvard Munch. No sé lo que se siente. En los útimos días mis probabilidades de vivir esa experiencia se han reducido bastante, ya que alguien decidió pagar casi 120 millones de dólares por una de las cuatro versiones de la obra –y sospecho que no lo hizo para ponerla frente a la vista de gente común como yo.
Muchos están escandalizados: ¿cuál es la razón –se preguntan– para que una pintura se venda en ese valor, completamente inalcanzable para cualquier museo del mundo (el lugar donde sería bueno que esté)? Algunos expertos buscan la clave en el hecho de que “El grito” es una obra icónica, lo mismo que la “Mona Lisa”, de Leonardo, el “David”, de Miguel Angel o –salvando las kilométricas distancias– el tiburón de Hirst. Es una obra instantáneamente reconocible –dicen–, que define la modernidad. Es cierto: “El grito” es un punto alto en la historia del arte. Tanta es su potencia, que no la afecta el hecho de que no mucha gente sea capaz siquiera de nombrar otra pintura de Munch. Sin duda, es una gran obra de arte. Pero eso no es suficiente para explicar su precio exorbitante.
Las razones de los 120 millones (casi) de dólares están menos en la obra que fuera de ella. Con el permiso de Perogrullo, se pagaron 120 millones (casi) porque hubo alguien dispuesto a pagar (casi) esa cifra. Quienes presenciaron la subasta en Sotheby’s de Nueva York dicen que todo ocurrió en doce minutos. Los números se movieron rápidamente hacia arriba y enseguida quedaron unos pocos jugadores –no más de media docena– que hacían sus ofertas telefónicamente. Tal vez desde Rusia, desde Pekín, desde París, desde Dubai. Pronto abandonaron todos menos dos. La atmósfera se tensó en la sala repleta y la gente dejó de sorber sus copas de champagne. La puja telefónica y anónima siguió hasta que uno de los oferentes dijo “es mucho” y el otro –dicen que es el Emir de Qatar– se impuso. Tenía 120 millones y necesitaba ubicarlos. Quiero decir que se trata de dinero, no de arte.

Fuente texto: Revista Ñ Clarín

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