Buenos Aires conserva empedradas 4.000 de sus 26.000 cuadras desde hace décadas.
Barracas. Empedrado intacto de granito negro y rojo. Las piezas son de 20 por 15 centímetros y predominan en el sur de la Ciudad./ FEDERICO LÓPEZ CLARO |
Por Eduardo Parise
Ya aguantaron los rigores climáticos de décadas.
También el traqueteo de carros y tranvías. Y se cubrieron con la pátina
oleosa del combustible de autos, camiones y cientos de colectivos.
Además, a lo largo de los años, soportaron construcciones,
modificaciones y hasta destrucciones varias. Sin embargo, los adoquines
de Buenos Aires siguen ahí a tal punto que de las 26.000 cuadras que
tiene la Ciudad, unas 4.000 todavía mantienen el viejo empedrado como
una forma de ratificar que adoquín es sinónimo de algo duro de verdad.
Las
primeras referencias recuerdan que cuando faltaban 30 años para el
final del siglo XVIII, el Cabildo porteño dispuso que se trajeran
piedras desde la isla Martín García para cubrir algunas calles. La
elección tenía que ver con el origen del lugar: la isla es un conjunto
rocoso del Macizo de Brasilia, cuya antigüedad se calcula en millones
años. Con ellas se armaron los primeros empedrados. Pero a mediados del
siglo XIX el origen de los adoquines cambió: llegaban desde Gran Bretaña
(provenían de canteras de Irlanda y Gales) como lastre de los barcos
que después llevaban granos a Europa.
Aquellas piezas eran de una
piedra sólida y compacta que después se colocaba sobre un lecho de
tierra y arena. Pero su alto costo hizo que se pensara en opciones más
económicas. Entonces se volvió a recurrir a los de Martín García y
empezó una explotación específica en Tandil. Este lugar iba a ser clave
para el adoquinado de Buenos Aires. Así, a inicios del siglo XX desde
allí llegaban miles de toneladas de adoquines para cubrir las muchas
calles de tierra de la Ciudad.
La producción estaba a cargo de
gente especializada (predominaban los inmigrantes italianos, aunque
luego se sumaron muchos españoles y yugoslavos) que soportaban duras
jornadas de trabajo. Cada hombre podía producir por día unos 250
adoquines de 20 por 15 cm. Esos eran los más grandes. También estaban
los conocidos como granitullo (de 10 por 10 cm) y la producción diaria
oscilaba entre las 900 y 1.000 piezas. Para los cordones se usaban
piedras que medían entre 70 y 120 cm de largo, por 40 de alto y unos 17 o
18 cm de espesor.
Entre los obreros encargados de producirlos en
las canteras de Tandil (la principal era la del cerro Leones, pero
también estaban La Movediza, Vicuña, Aurora y Azucena) había unas 15
especialidades: entre los más conocidos estaban los picapedreros; los
barrenistas; los marroneros (para partir las piedras usaban una maza de
10 kilos denominada “marrón”); los patarristas (eran los que agujereaban
la piedra para colocar dinamita) y los zorreros, que manejaban las
zorras que bajaban la piedra desde los cerros. El corte de los
picapedreros era algo artesanal previo estudio de la veta y usaban una
maza de 4 kilos, además de herramientas como cuñas y escarpelo. Tras el
corte, llegaba el trabajo del refrendador que se encargaba de
perfeccionarlo. Aquel era un oficio milenario y la explotación de esos
obreros generó fuertes conflictos gremiales con huelgas por mejores
condiciones de trabajo. La más extensa ocurrió en 1908 y cuentan que
hasta casi dejó sin stock de adoquines a la Ciudad.
Como se ve, el
empedrado porteño no es sólo piedra; también carga mucha vida y pasado.
Y dentro de ese pasado, además, están las referencias a otros elementos
que se usaron para las calzadas, como los adoquines de madera. Los hubo
de pino importado de Suecia, de algarrobo, de cedro, de cohíue, de
pacará y hasta de quebracho. Muchos se lucieron sobre el piso de la
Avenida de Mayo, en la elegante Santa Fe y sobre la calzada de la
avenida Las Heras. Y algunos dieron tan buen resultado que hasta se
exportaron a París, Londres y Roma. Pero esa es otra historia.
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Fuente: clarin.com