SOBRE LAS MUJERES:
"SÍ HE SIDO UN DONJUÁN, FUE PARA PROTEGERME"

Del pánico por perder el amor de su madre a su naturaleza enamoradiza, las confesiones de Bioy, el hombre, a una cronista de La Nación.
Silvina Ocampo, quien mejor supo retenerlo  Foto: Archivo
Silvina Ocampo, quien mejor supo retenerlo. Foto: Archivo




Por Loreley Gafoglio



Simuló con sus manos trémulas sostener un artefacto, como el manubrio de una bicicleta. Lo acercó a mi pecho y me contó que su último cuento fantástico trataba sobre eso: sobre un joven que había inventado una máquina prodigiosa, capaz de traducir con fidelidad sensorial los padecimientos físicos de las personas. Las dolencias más extrañas -también los sentimientos- ya no serían enigmas para los doctores (ni para los amantes). Sin urgencias, en tono muy bajo, desahogó el cuento completo que, encriptado en su imaginación, no había sido aún volcado al papel. Adolfo Bioy Casares sonreía y me escrutaba. Compartíamos a solas su biblioteca, en el aristocrático y un poco venido a menos piso de Recoleta. Los libros de pared a pared, una ascética mesa para escribir, la novela de Leonardo Sciascia a medio leer, una ventana francesa abierta sobre Posadas, por donde se colaba el azote veraniego en 1995. El mismo recinto inspirador en el que junto a Borges habían parangonado al yogur con otros elixires mágicos y urdido los enigmas policíacos, las ironías desaforadas, la sorna agazapada de Isidro Parodi. También otras hipérboles, como en los cuentos de prosa ampulosa, casi indómita, de Bustos Domecq, con sus "enanos gigantescos" y otros "desatinos" cómplices.
Me había conducido su ama de llaves, Jovita, por ese pasillo de pintura descascarada hasta el ambiente donde Bioy esperaba a la nacion. De traje gris, ajado por el uso, me recibió con la cortesía de un dandy. La modestia y la paciencia con la que un premio Cervantes entregaba su tiempo a una periodista novata, deslumbrada por el discurso, me llenaron de asombro y redoblaron mi admiración. No hubo temas vedados, y las preguntas indiscretas, a veces osadas, sobre su intimidad deambularon por lo prosaico y lo sagrado: desde su desdén por el ajo y la cebolla, como respuesta a su añoranza de longevidad, capaz de "pagar cualquier precio" por ese enroque de vida, hasta sus padecimientos de infancia: el terror del desapego y hasta del abandono de una madre, en su recuerdo, a veces esquiva. Esa zozobra de dependencia infantil, la necesidad de amor y de contacto permanente de hijo único, sus escapadas para ir a su reencuentro a la salida del cine (un ámbito vedado para él, ya que "frente a la pantalla podría volverse pálido y gordo", según lo prevenía), y la angustia soterrada por no hallarla lo perseguían aún en su vejez, me confió. Igual que aquellas noches en las que se despertaba solo en un cuarto de hotel en París o en la casa de su abuela en Mar del Plata sin que ella, Marta Casares, estuviera a su lado. El (inconfesable) pánico a la soledad, a perder el amor de una madre, que cada tanto buscaba su espacio, podía resumir, me dijo, el porqué de su pasión por las mujeres. "Si he sido un donjuán, tal vez ha sido para protegerme de ellas. Como siempre quise estar de mujeres, debía arreglármelas para que no me hicieran sufrir. Si las engañaba con otras, descubrí una vez, ellas lo intuían e intentaban retenerme con todos los mimos. Debía ser yo el que se fuera y alternara con tres, para que una sola no se cansara de mí", me dijo, y esa revelación me dejó perpleja. Pero un Bioy herido en su virilidad por los años se consternaba: "Ahora me he vuelto invisible para ellas".
Gentleman al fin, de su boca no brotaban nombres -a pesar de que le pregunté quién había sido su gran amor, al margen de Silvina-. Fue en el restaurante Lola, cuando a la semana siguiente me invitó a almorzar, donde me reveló que, a diferencia de Borges, "que se entregaba demasiado y por eso las mujeres lo maltrataban", él había optado por el desapego. Aunque me confesó algunos grandes remordimiento por los dolores que le causó a Silvina. Era, tal vez, por su instinto de preservación afectiva, de alejar cualquier atisbo de sufrimiento o abandono -inferí-, que Bioy había resuelto que sería ella, Silvina, la encargada de retenerlo.
De su universo afectivo, mientras el mozo acercó dos platos de sorrentinos y agua, también me habló de su amor por los animales: de sus perros y sus caballos. De la repentina desaparición, un día, de su bulldog amado, Firpo, en la casa materna, y del silencio de su madre ante esa sospechosa ausencia. En sueños recurrentes, él se reencontraba con su can: "Firpo babeaba mucho y enloquecía y me buscaba por la casa cuando yo no estaba. Mi madre odiaba los perros y, especialmente, la baba en el piso de Firpo. Es evidente que se deshizo de él, pero nunca me lo dijo".
Por su movilidad un tanto restringida, caminamos del brazo por Recoleta y lo acompañé hasta la puerta de Posadas. "Esperá", me dijo. Se internó con Jovita en uno de los cuartos y volvió con un ejemplar de Dormir al sol, autografiado. Cuando lo hojeé en mi casa, además de la dedicatoria, había una nota suelta en la que me agradecía "el encantador almuerzo que habíamos compartido".
La última vez que lo vi fue también en Lola, un mes después. Mi audacia, aquella vez, me animó a invitarlo yo con otro almuerzo. "Acepto encantado, sos un amor", me dijo en el teléfono, incapaz de negarse ante cualquier pedido femenino que siempre lo halagaba.
Ahí, soportando mis insistentes preguntas, me habló de su naturaleza fatalmente enamoradiza, no siempre recíproca o destinada a mujeres reales. Mencionó un precoz arrobamiento con actrices de cine; con una cantante de tangos, Sofía Bozán, y el deslumbramiento -mucho más perdurable- con un personaje de ficción: la duquesa San Severina, en La Cartuja de Parma, de Stendhal. "La he soñado noche tras noche y llevo más de la mitad de mi vida conviviendo con ella", me confió. La eterna sonrisa de cortesía del escritor, esas formas humildes como atributos de un dandy, el tono calmo, moderado, del hombre que elige siempre la simpleza por sofisticación natural y se entrega a las conversaciones gratas, acompañaron una última revelación: "Muchos pensarán que en mi vida fueron las mujeres, pero yo les debo la felicidad a los libros".

El valor de un autor que no pasa de moda

En estos días, Emecé reedita a Adolfo Bioy Casares con estética pop y la idea de acercarlo a los lectores jóvenes. Un autor cuya relevancia resume en tres puntos Alberto Díaz, editor de su obra en Planeta.

Premio Cervantes

Bioy es uno de los cuatro escritores argentinos que recibió, en 1990, el premio consagratorio para la lengua castellana: Borges, Sabato y Juan Gelman, los otros tres. Junto con Cortázar, los autores más reconocidos de nuestras letras.

60 años de obra

Comenzó en 1940 con La invención de Morel y siguió hasta 1999; fue llevada al cine y traducida a decenas de lenguas. Tras su muerte se publicaron parte de sus diarios. Borges (2006) fue un fenómeno de ventas.

Vigencia

Es un long seller, venta continua todos los años en el país: 60 mil ejemplares, más mil packs de tres libros de su Obra Completa. Más un 40% de estas cifras, en América y España.

Fuente. lanacion.com

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