1933 - CLAUDIO ABBADO - 2014
Por Pablo Kohan
/ Para LA NACIÓN
Su muerte se demoró largamente en
aparecer. En 2001, se reveló que padecía un cáncer de estómago. Con las
progresivas imágenes de desmejoramiento que se sucedían, cada vez más
delgado, cada vez más demacrado, parecía que la llama se iba a extinguir
en un corto tiempo. Sin embargo, el gran director se burló de tanta
profecía sombría y continuó con una tarea musical destacadísima. Hasta
que, lamentablemente, tuvo lugar la confirmación de aquel final tan
temido o previsto. Ayer, en Bolonia, a los ochenta, falleció Claudio
Abbado, un artista completo, un músico excepcional, una personalidad
admirable.
Si las denominadas ciencias duras han concluido por
aceptar que la subjetividad es una parte inseparable de cuanto pueda
afirmarse en el más exacto o puntual de sus postulados, qué le cabe,
entonces, a la música, una actividad en la cual todo aquello que es
pasible de ser medido o ponderado carece casi por completo de relevancia
y todo lo que de ella pueda manifestarse proviene de enunciaciones en
las cuales lo subjetivo es parte esencial y primordial. Por lo tanto,
bajo el amparo de este paraguas protector y con toda la carga de
declarada subjetividad individual que esta afirmación conlleva, digamos
que Claudio Abbado ha sido el más notable director orquestal de las
últimas décadas, comprendiendo en ellas, incluso, a los períodos finales
de personalidades tan trascendentes e indiscutibles como Herbert von
Karajan, Leonard Bernstein o Georg Solti.
Sólo con recurrir a su biografía más sucinta, el
material ya se descubre apabullante. Nació en Milán, en 1933, en el seno
de una familia de músicos y estudió piano, composición y dirección en
su ciudad natal. Abocado ya a esta última actividad, se perfeccionó con
Hans Swarowsky en Viena y, a los veinticinco, ganó el primer premio en
el Concurso Koussevitzky. Sin embargo, su nombradía internacional como
director sinfónico y operístico le llegó luego de la obtención del
Premio Mitropoulos, en 1963. Cinco años después, y con actuaciones muy
valoradas a ambos lados del Atlántico, comienza un camino que lo hace
sumar una serie de cargos cuya enumeración provoca asombros varios: fue,
sucesiva o simultáneamente, director del Teatro alla Scala, de la Ópera
de Viena, principal director invitado de la Orquesta Filarmónica de
Viena, director de la Orquesta Sinfónica de Londres y, sucediendo nada
menos que a Karajan, titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín desde
1989 hasta 2002. Después, con más tiempo y menos urgencias, equidistante
de Berlín, de Viena y de Salzburg, impulsó el antiguo Festival de
Lucerna para establecerlo como un nuevo faro de actividades que habría
de tenerlo como su principal y más descollante referente.
Más allá de la calidad musical, de la profundidad de
sus lecturas y de la capacidad para concretar con cada orquesta cada una
de sus ideas, en todos estos puestos, Abbado hizo todo lo que se
esperaba de él. Pero, además, se caracterizó por abrir puertas hacia
otro tipo de experiencias. Por ejemplo, en la Scala, a razón de una por
año, se apartó del repertorio habitual para ofrecer óperas
contemporáneas. También fundó la Orquesta de La Scala para abordar un
repertorio sinfónico. En la Ópera de Viena, renovó el catálogo con
óperas ausentes de los programas austríacos. Por lo demás, en 1987,
fundó el festival Viena Moderna, un extrañísimo evento
interdisciplinario que abarcó todas las artes contemporáneas. En este
sentido, Abbado jamás dejó de lado el repertorio de su tiempo y cometió
osadías como, por ejemplo, estrenar obras de Luigi Nono en un lugar tan
tradicional como La Scala.
Como director invitado, durante todos estos años, paseó
su silueta, sus saberes y su inconmensurable talento al frente de las
principales orquestas del planeta, con las cuales también dejó
grabaciones memorables para los más importantes sellos discográficos. En
este sentido, y por nombrar sólo dos placas de las muchas que
obtuvieron premios significativos, habría que recordar el premio "Disco
del año", otorgado, en 1994, por la revista Gramophone, al registro de
los conciertos para violín y orquesta de Chaikovski y de Glazunov que
hizo con la Filarmónica de Berlín y la participación de Maxim Vengerov.
Y, en su tiempo de supuesta postración progresiva, el Grammy que obtuvo
junto a Martha Argerich en 2006 por dos conciertos para piano y orquesta
de Beethoven.
Podría elaborarse un recuento infinito de logros,
elogios e hitos de sus interpretaciones a lo largo de más de cuarenta
años de actividad. Y, dejando de lado su ilimitada capacidad técnica
para hacer congeniar un centenar de músicos en su mejor realización
colectiva, habría que detenerse en la mención de las elecciones
inapelables de los tempi, de ciertas lecturas ultrarracionalistas en
repertorios románticos, una especie de despojadas tesis doctorales de
exposición objetiva de ideas, o de interpretaciones, por el contrario,
de sonidos cálidos, de pasiones intensas y de resoluciones admirables.
Pero, además, el gran artista desarrolló una carrera de profunda
vocación humanística y de solidaridad democrática al participar
activamente en la formación de orquestas juveniles o afianzando sus
desarrollos. En nuestro continente, contribuyó a la creación de la
Orquesta de Jóvenes Latinoamericanos. Además, reiteradamente visitó
Venezuela para apoyar ese notable emprendimiento de las orquestas
infantiles y juveniles fundado por José Antonio Abreu y consolidado en
esa maravillosa Orquesta Nacional Juvenil Simón Bolívar, que, varias
veces, lo tuvo como director.
Para concluir y recordar a este músico extraordinario,
hay que recurrir a la memoria y trasladarse al 18 de mayo de 2000,
cuando debutó en nuestro país la Filarmónica de Berlín. Ese día, Abbado
dirigió la Novena sinfonía de Mahler y construyó una de las jornadas más
gloriosas de la historia del Teatro Colón, un inolvidable concierto de
alto impacto emocional. En el final de la obra, Abbado fue llevando a la
orquesta y a todo el público a la experiencia de la extinción de la
música llegando al límite mismo de la inaudibilidad. Cuando el último
sonido se apagó, el silencio que continuó se prolongó espacioso,
inmenso, inalterable y contundente. Todos sabían que la sinfonía había
concluido y nadie, absolutamente nadie, quería romper aquel instante de
alta espiritualidad colectiva que Abbado había conseguido concretar.
Después sí, la ovación más atronadora estalló para agradecer una
experiencia artística que solamente pueden plasmar los artistas
superiores. A la distancia, aquel breve minuto de silencio, eterno y
sublime, puede oficiar como el más merecido homenaje a la memoria de
Claudio Abbado, un artista que ha dejado una de las huellas musicales
más fenomenales de cuantas se han trazado en las últimas décadas.
Fuente texto: lanacion.com
Fuente texto: lanacion.com
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