Con ese cuadro, en 1888, Eduardo Sivori, había conseguido entrar al Salón de París.
La mort d’un paysan (La muerte de un campesino),
un óleo de gran tamaño que retrata a la escena póstuma de un campesino
francés, era sin dudas una pieza fundamental, sino la más importante,
para el museo de artistas argentinos que Benito Quinquela Martín
inauguró en la Boca, en 1938, con una idea clara: un museo que viniera a
rescatar la tradición figurativa nacional.
Lo que no estaba
claro, en un país de inmigrantes cuyo modelo era Francia, era qué se
entendía por tradición nacional. El problema, en realidad, era de los
otros, Quinquela sabía muy bien hacia dónde apuntaba y cuando el cuadro
entró a la colección no dudó en cambiarle el nombre y ponerle La muerte del marino,
cosa que el drama de los labradores europeos pasara a ser el drama de
una familia boquense. Más cercano y didáctico, que no quedaran dudas de
que se trataba de un gesta nacional y popular.
La anécdota la
cuentan Graciela Silvestri y Víctor Fernández en el catálogo del museo,
un trabajo que se acaba de presentar y que sirve para desmitificar la
figura del gran Benito; el huérfano adoptado por una pareja de
carboneros, el niño flaco y desgarbado que pintaba de noche, a
escondidas; el hombre de códigos que se hizo solo, en la calle, y llegó a
ser una figura internacional; el que en lo más alto de su carrera dejó
todo y donó todo –una pequeña fortuna– para construir en el centro del
barrio un polo de desarrollo educativo, sanitario y cultural.
La
anécdota sirve para hacer un poco más humano a este santo varón, que en
el catálogo aparece en una faceta no tan conocida: la de coleccionista.
En
ese sentido, si en su obra personal se mostró monotemático y
unidimensional, en el armado de esta colección –unas 80 obras– dejó
traslucir otros matices de su pensamiento, ante una escena
convulsionada.
En 1938, ante la inminencia de la guerra, las
vanguardias europeas comienzan a migrar rumbo a América. En Nueva York,
el museo Guggenheim abre sus puertas para dar cabida al arte moderno,
mientras en Buenos Aires se funda el Museo de Bellas Artes Eduardo
Sívori, casi de forma simultánea con el Castagnino, de Rosario y el
Municipal de Tandil.
Quinquela dispuso que el museo de la Boca se
mantendría dentro de la línea figurativa y prohibió el ingreso de obras
abstractas. Argumentó que “ya había muchas salas destinadas a estas
tendencias en la capital”, aunque la verdad es que no había tantas y,
como dijo tras su segundo viaje a Europa, las vanguardias lo
“asqueaban”. Y opinó: “Como no se sienten capaces de seguir las huellas
de los grandes maestros de la pintura, ni de crear la propia, se
refugian en la extravagancia”.
Nada de ismos. “La realidad sólo
como punto de partida, no de llegada” dijo él, que en 1914 había sido
uno de los promotores del Salón de los Rechazados, pero que a la hora de
armar el recorrido incluyó a Sívori, y Mendilaharzu, entre otros de la
generación del 80 y el grupo de París, que habían sido Premios
Nacionales. Su selección parece estar orientada hacia un terreno que
podría definirse por la negación: Nada que sea demasiado algo.
Entre
los viejos maestros incluyó a los artistas del barrio, algunos muy
buenos: Su maestro Lázzari, Cafferata, Lacamera. A orillas del Riachuelo
se respiraba una atmósfera cultural rica y diversa.
Eligió obras
costumbristas y reunió retratos y paisajes de casi todas las regiones.
El pescador marplatense, el indio tehuelche, la promesera jujeña, van
llenando un álbum de figuritas que reúne , entre otras, las firmas de
Fader y Castagnino.
Igual, privilegiaba la mirada amorosa, no por
eso menos crítica. Las obras de Berni, Forner y Spilimbergo muestran la
otra cara de la Argentina potencia, la que Benito conocía.
Ahora,
tras 57 años, este museo algo olvidado, vuelve a tener un catálogo y
una excusa para ser visitado. Como si tanta obstinación no hubiera
alcanzado.
Fuente: Revista Ñ Clarín