Por Álvaro Abos
La demolición de la estatua de Colón,
detrás de la Casa Rosada, es, además de un acto injusto y autoritario,
una decisión estúpida. La Presidenta ordenó por cuenta propia abatir ese
monumento, y lo hizo. Se dice que el inspirador fue Hugo Chávez
, quien, mirando por la ventana del despacho presidencial, le dijo a
su colega: "¿Cómo tienes ahí la estatua de un genocida?". Pero Colón
no fue un genocida sino un descubridor, un soñador que sus
contemporáneos enviaron a la cárcel. La Presidenta no debió ensañarse
con un perseguido. A pocos metros de Colón tiene su estatua Juan de
Garay, que sí era un conquistador de armas tomar, de los que mataba
indios. Nadie cuestionó esa estatua. Decenas de ciudades de América
latina tienen estatuas de Colón. Hasta en Cuba hay una. La que había en
Caracas fue destrozada en 2004 por una turba chavista que colgó esa
efigie de un árbol. Pero no me interesa iniciar una polémica histórica.
La
estatua integraba el escenario urbano. Era, como tal, parte de la
ciudad de Buenos Aires, de su pasado, de su imaginario, de la memoria
sentimental de sus ciudadanos y visitantes. Estaba presente en
fotografías que integraban la historia personal de tantos hombres y
mujeres. El paisaje de una ciudad, sus calles, plazas y monumentos, sus
arboledas, sus fuentes y sus edificios forman parte de la vida de los
hombres y mujeres que la habitan, que en ella han vivido, sufrido,
amado. Una ciudad es sede de la historia grande y también de la pequeña y
de la historia personal de las personas. Se debe ser cuidadoso con ese
sentimiento. Espero que la apelación del fallo que convalidó el
estropicio contra la estatua del genovés subsane esa mutilación
patrimonial, consentida a su vez con un vergonzante convenio entre el
poder demoledor y las autoridades de la Ciudad, que en este caso no
supieron defender su patrimonio. La comunidad italiana se ha sentido
ofendida por la afrenta. Organizaciones de la sociedad civil las
acompañan en el reclamo judicial. Y muchos ciudadanos.
Como
porteño, el barbarismo me ha dolido en cuanto mutilación paisajística.
La estatua de Colón no es un mero banco de plaza. Pensar que un
gobernante, porque ocupa un puesto público, puede disponer sobre la
ciudad es como pensar que puede cambiar un artículo de la Constitución a piacere.
El episodio refleja una deformación argentina: largas épocas de
sumisión ciudadana han consolidado la falsa premisa de que el poderoso
puede ser amo y señor de una ciudad.
A veces, los gobernantes
cambian el nombre de las calles. Hay ediles que, para cumplir con sus
intereses políticos o personales, intentan rebautizan las calles. Así,
mortifican la memoria de la gente que tiene derecho a recordar y recrear
su pasado asociado a una esquina o a una plaza. Una ciudad, decía
Cesare Pavese, es el mapa de muchas vidas, y en ese mapa hay heridas y
gozos. Si se tuviese en cuenta este precepto se respetaría más el
patrimonio material e inmaterial. No quiere decir que no haya lugar para
cambios y mejoras.
La antigua confitería Richmond de la calle
Florida cerró sus puertas y sus dueños le vendieron el local a la
fábrica de zapatillas Nike. Hubo protestas que pretendieron preservar
ese café, que ocupa un gran papel en la mitología literaria argentina y
parecía protegido por una norma. Pero, finalmente, el Estado municipal
se contentó con la fachada. Ahora la vieja Richmond, bar notable, joya
del pasado porteño, es un zoco de camisetas y zapatillas deportivas. No
tengo nada contra la indumentaria deportiva, que, como cualquier mortal,
también uso. Pero me da tristeza entrar al lugar que albergó las
tertulias y las invenciones de Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes,
Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal y Oliverio Girondo, que vio
nacer al grupo Martín Fierro, aquel que revolucionó la literatura
argentina y la hizo moderna, y que recibió a tantos visitantes ilustres,
de Pirandello a García Lorca, y observar que los sillones de cuero en
los que se sentaban esas lumbreras están ahora encerrados en los
probadores, para que los clientes se sienten a calzarse el último modelo
de las Nike Free Run. El gobierno porteño se ha jactado de que mantuvo
la marquesina. Pero ahora, con ese interior, ¿qué significa esa
marquesina? Nada. Por el contrario, es una especie de humillación
perversa. Cada año el municipio celebra el día de los bares notables, un
acierto, pero cuando alguno tan notable como la Richmond va al
matadero, no se hace nada para salvarlo.
Comprendo
que un gobierno no puede gastar tanto dinero como el que hubiera
costado comprar ese bar para preservarlo, pero hay fórmulas jurídicas
que permiten conciliar interés privado con interés público, llámense
exenciones impositivas, subsidios, créditos, concesiones de servicios.
La vida literaria de la ciudad, su tradición cultural y el fervor que
despierta son atractivos reales que Buenos Aires ofrece, no ya como
preservación del pasado cultural, algo que es imprescindible para la
identidad de cualquier ciudad, sino como material concreto del turismo
cultural. Las autoridades no parecen valorar estas joyas. Ahora la
expropiación de la confitería El Molino, cuando el edificio está en
ruinoso estado, quizá permita alguna esperanza.
Las ciudades
albergan lugares de celebración, pero también de horror. ¿Qué hacer con
ellos? En la antigua ESMA el gobierno nacional creó un museo y un
centro cultural. Nada que objetar. Es una manera de recordar esas
atrocidades y revertirlas en beneficio de la comunidad. Lamentablemente,
ese lugar, como otros espacios culturales nacionales, es manejado con
criterio faccioso, como si lo que allí sucedió no fuera una herida de
todos. Recientemente cambió el destino del antiguo Batallón 601, luego
Secretaría de Informaciones del Ejército, un edifico situado en la
ochava SO de Viamonte y Callao. Este inmueble de diez pisos que fue sede
de la represión durante el Proceso y luego, en democracia, central de
espías, ha sido vendido a la Universidad del Salvador, que desarrollará
tareas docente y académicas. Allí, en la oficina que ocupó el coronel
Moore Koenig, permaneció, de pie, apoyado contra una pared, el ataúd que
contenía el cadáver embalsamado de Eva Perón, robado por la llamada
Revolución Libertadora, hasta su traslado, bajo identidad falsa, al
cementerio de Milán.
Celebro que la alegría de cinco mil
estudiantes renueve lugar tan sombrío. Espero la actitud que adoptará
la universidad respecto del pasado del edificio. Creo que sería erróneo
ignorar lo allí sucedido, porque cualquiera que se interese por el
terrible crimen que supuso el robo del cuerpo de Eva Perón puede
enterarse del itinerario de ese cadáver. Por más que el edificio se
transforme, los hechos de la historia no pueden desconocerse. Confío en
que la recordación sea madura, quizá sencilla, en todo caso respetuosa
de la forma en que Tácito quería que se tratara la historia: sine ira et studio, esa fórmula que tantas traducciones ha tenido. La que prefiero es "sin odio y con dignidad".
El autor, escritor, acaba de recibir uno de los Premios Konex de Platino a las Letras
Fuente: lanacion.com