La lógica de la discrecionalidad parece guiar las decisiones. No se trata de reforzar o debilitar el poder presidencial, sino de que los presidentes utilicen sus atribuciones para integrar, en lugar de excluir, y que sean controlados y sancionados si pretenden gobernar como si el poder fuera propio.
Por Vicente Palermo - Politólogo
Parece que la Presidenta se salió con la suya: removió de su emplazamiento a la estatua de Cristóbal Colón. Por encima de otras consideraciones, el episodio es indicativo de su noción del poder y de la extendida tolerancia social para con esa noción.
En efecto, la mano que ha desplazado la estatua es la mano moderna del monarca absoluto, cuyo interés libérrimo se dirige tanto a las cosas grandes como a las cosas pequeñas, y cuyo capricho no tropieza con límite alguno.
Se supone que con presidentes representativos debería ser diferente, y que el impulso tendencialmente monárquico que proviene de la legitimidad popular y de la doble condición de jefe de Estado y jefe de Gobierno debería ser contrapesado por las instituciones y por la opinión pública.
Pero no, y en el fondo se trata de una cultura política que nos es muy querida. De esta dimensión del problema “monumento a Colón” casi no se habló. La idea, parece ser, es que el gobernante es dueño del poder del que está investido. Actuar a su antojo es una consecuencia lógica. Pero nótese que los argentinos somos en esto profundamente contradictorios. Si consagramos en las urnas, por el 54% de los votos, a un mandatario que ya mostraba claramente los signos de la arbitrariedad, ¿a qué viene después quejarse de la corrupción?
Los kirchneristas son más coherentes: quieren todo el poder y lo usan en beneficio propio.
La más genuina corrupción es ésta. Si no cambiamos la estructura del poder político en la Argentina, por no hablar de la cultura política que lo alimenta, en materia de corrupción vamos a estar arando en la arena.
El kirchnerismo llegó a un extremo, pero ¿podemos decir que innovó radicalmente? Expresó, sin duda, una fusión entre corrupción y poder.
Primero fue la regla de oro (lamentablemente universal, en verdad) de que para hacer política había que disponer de fondos con holgura, tras lo cual se cayó en que para tener dinero había que robar (es sin duda lo más práctico: apropiarse del dinero donde éste está).
Las coartadas fueron muchas, pero a partir de cierto punto ya no fue posible distinguir qué estaba al servicio de qué. ¿El dinero al servicio del poder, o el poder al servicio del dinero?
Por supuesto que en gran parte del séquito está claro dónde están las prioridades. La ramificación del sistema kirchnerista ha llegado muy profundamente y hoy día este sistema consiste en una miríada de baronatos (en las municipios) y sultanados (en muchas provincias) que son quizás más fuertes que el propio poder nacional.
Después de todo, el Gobierno destina una parte importante de un inmenso botín a los pobres.
Días pasados la Presidenta expresó: “Me duele como argentina cuando nos critican porque les damos algo a los pobres, a los negros o a algún hijo de inmigrantes”.
Más allá del carácter retrógrado del léxico empleado, la frase revela la mentalidad patrimonialista de un patrón de estancia. Darles algo a los pobres.
¿Algo de lo que les corresponde por derecho? No, algo concedido magnánimamente.
Hay otro factor que facilita la lógica del poder discrecional así como la corrupción que le es inherente. Que es la progresiva destrucción del Estado. Los gobernantes audaces se mueven mejor en el tembladeral institucional en que se ha convertido el Estado argentino en su pendiente de décadas.
Ejemplos prístinos de corrupción política son el arrasamiento del Indec y el de Cancillería.
En Brasil, el interés del gobierno por redefinir (no sin cierto fundamento) las variables de composición de los índices de precios y las estimaciones de pobreza está siendo discutido públicamente y el personal de carrera del IBGE (equivalente al Indec) se mantiene firme.
Y a nadie le resultaría concebible convertir al servicio exterior en coto de caza de la militancia.
Pero, una vez más, sin una tarea que comience por la cúspide –las instituciones de la presidencia, el liderazgo presidencial– no habrá una solución duradera. No se trata de debilitar el poder presidencial; se trata de que los presidentes utilicen sus atribuciones para integrar, no para excluir, sean controlados, y sean penalizados si pretenden gobernar como si el poder fuera propio y con él pudieran hacer lo que se les antoje. Lo que es sorprendente es que, promediando la segunda década del siglo XXI, sea necesario poner sobre el tapete, de cara a la clase política y a la sociedad, cuestiones que si deseamos una Argentina más próspera y más justa, deberían estar internalizadas. Si no tocamos el poder, no venceremos la corrupción.
Fuente: clarin.com