Por Eduardo Parise
Con la cuestión de su retiro en primera plana, en los últimos
días el apellido de Martín Palermo apareció en todas las conversaciones,
incluso aquellas que están más allá del fútbol. Claro que este Palermo
no es el único que genera evocaciones por la cantidad de goles y de
anécdotas que produjo. Es más: en Buenos Aires se escribió la historia
de otro señor con ese apellido que le puso sello al barrio más extenso
de la ciudad (supera los 17 kilómetros cuadrados) y que tiene al 25 de
junio de cada año como su día.
Según cuentan las crónicas, el
hombre se llamaba Juan Domínguez Palermo y había nacido en Sicilia, un
sitio que, en tiempos de su venida al mundo, dependía del Reino de
Aragón. Es por eso que pudo ser parte de la elite española afincada con
Don Juan de Garay. Lo concreto es que allá por 1590, el siciliano se
casó con Isabel, hija de Miguel Gomes de la Puerta y Saravia, un español
a quien Garay le había adjudicado tierras que ahora integran el barrio.
Así, las chacras que en la zona ya tenía Juan Domínguez Palermo se
sumaron a las que luego heredaría Isabel de su padre.
Por
supuesto, existe otra historia referida a una mujer que denominaba
“Palermo” a un arroyo de la zona que, según decía, le hacía evocar a
aquella ciudad italiana. Y que por eso los campos llevaban ese nombre.
Pero la primera es la que más crédito acumula entre los historiadores.
Después,
en 1836, vendría la cuestión de Juan Manuel de Rosas y su residencia de
San Benito de Palermo, nombre determinado por cómo se denominaba la
zona por el antecesor y por una capilla que, de ese santo negro, había
en la quinta de los Unzué. La residencia de Rosas estaba en lo que ahora
es el cruce de Avenida Del Libertador y avenida Sarmiento. Y fue
dinamitada en 1899.
Eran los tiempos en los que en la avenida
Chavango (hoy Las Heras) había boliches de mala fama (uno de los más
nombrados era el llamado La Primera Luz) en los que no sólo corría la
ginebra: también lo hacía la sangre después de algún duelo a cuchillo,
esos que estaban hechos con cortas hojas de acero, signo de buen
peleador orillero. Los de hoja larga, decían, eran para los cobardes.
Aquella
fama de zona marginal, en cercanías de la actual avenida Coronel Díaz,
hizo que al lugar se lo conociera como “la Tierra del Fuego”, por ser
tan inhóspito. Y es lo que dio origen a la advertencia que alguna vez
dejó algún guapo frente a un potencial adversario: “Apártese, se lo
ruego, que soy de la Tierra del Fuego”. Esos hechos ocurrían a la sombra
que proyectaban los altos muros de la Penitenciaría Nacional (ocupaba
lo que hoy es el Parque Las Heras), inaugurada en mayo de 1877. La
demolieron en 1962, pero aún se recuerda que allí fusilaron al tipógrafo
anarquista Severino Di Giovanni (1° de febrero de 1931) y al general
Juan José Valle, líder de un levantamiento en favor del peronismo (12 de
junio de 1956).
Y también sobre la avenida Chavango fue donde por
primera vez un tranvía impulsado por electricidad circuló por Buenos
Aires. El ensayo ocurrió el 22 de abril de 1897 en el tramo que va desde
Scalabrini Ortiz hasta la zona de Los Portones (actual Plaza Italia),
otro lugar de ambiente difícil, como bien recuerda el tango Tres amigos
, obra de Enrique Cadícamo: “Una vez, allá en Portones, me salvaron de
la muerte;/ nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”.
Veinte años después, la red porteña de tranvías tendría unos 900
kilómetros de vías, 3.000 vehículos y unos 100 recorridos.
Aquellos
tiempos de cuchilleros, bailes y milongas con atmósfera de vida poco
santa, iban a quedar reflejados en los escritos de un tal Jorge
Francisco Isidoro Luis Borges, “Georgie” para sus íntimos. Igual que la
mala fama que rodeaba al Maldonado, un arroyo que debe su nombre a la
leyenda de una mujer que había llegado con la expedición de Pedro de
Mendoza y que fue castigada y abandonada para que la mataran los pumas,
algo que no ocurrió porque los mismos animales la protegieron. Pero esa
es otra historia.
Fuente: clarin.com
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