Los empleados atraparon a un sospechoso en el baño. Encontraron el marco y el paspartú, pero no el dibujo.
ROBAN UN DIBUJO DEL MUSEO SÍVORI:
CREEN QUE EL LADRÓN LO TIRÓ AL INODORO
Los empleados atraparon a un sospechoso en el baño. Encontraron el marco y el paspartú, pero no el dibujo.
SARA FACIO: TESTIGO DE SU TIEMPO
Retrató el alma de los argentinos y el pulso de una época en sus fotos. Se puede ver en las 200 obras, algunas inéditas, exhibidas en su muestra antológica del Recoleta, por el Festival de la Luz.
TITA MERELLO. Tomada en Buenos Aires en 1976. De la serie escenarios. |
Por Marina Oybin
Sara Facio confesó alguna vez que se propuso ser testigo de su
tiempo. Lo hizo con tanta intensidad y pasión que llegó al alma de los
retratados, famosos o ignotos como aquellos de su serie de los funerales
de Perón. Ahí está, apenas uno ingresa en la sala, Julio Cortázar, el
cigarrillo apretado entre los labios y el ceño tan fruncido que
contrasta con sus rasgos aniñados. Las fotos de Facio integran nuestro
imaginario. ¿Quién otro es Borges sino ese hombre de impecable traje, en
la antigua Biblioteca Nacional de la calle México, arrodillado junto a
unos estantes buscando libros? Y uno no imagina retrato más preciso, de
esos que llegan al núcleo de la personalidad, que el de Sabato,
apesadumbrado, de negro, en Parque Lezama corroído por el frío.
Esas son algunas de las 200 fotos exhibidas en la magnífica muestra antológica Sara Facio - Fotografías
, con curaduría de Elio Kapszuk y Renato Rita, en el Centro Cultural
Recoleta, en el marco del Festival de la Luz. Están sus series más
conocidas, y dos hasta ahora inéditas: “Por amor al arte”, que pone el
foco en el público en diferentes museos del mundo (un interés que
también sedujo a Robert Doisneau) y “Escenarios”, que incluye fotos de
Tita Merello, de La vuelta al hogar (Torre Nilsson y Sergio Renán) con cautivante cruce de miradas entre los personajes y de la filmación de Los siete locos .
RODOLFO MEDEROS. Buenos Aires,1970. Foto de la serie escenarios. |
Tras
esa famosa foto que Facio le tomó a Cortázar, vinieron muchas otras y
llegó también una fuerte amistad entre ambos. Uno descubre a Julio, con
una careta monstruosa, jugando con Gabriel García Márquez: están
distendidos, tirados en un sofá, la bandeja con comida a un lado.
Siguiente toma: Julio se quita la máscara y muestra su cara de chico
dulce barbado. Y hay más: primerísimo plano cerrado de Julio abstraído;
se lo ve junto a sus compañeros de la Federación Gráfica Bonaerense o
riéndose, relajado, fumando un habano.
Sara se apasiona con cada tema, indaga, lo sigue en el tiempo. Su serie de fotos de Borges va de 1963 a 1980. La De Brujos y Hechiceras , donde captura, sólo por dar unos ejemplos, la belleza de Rómulo Macció y Carlos Alonso, arranca en 1990 y llega a 2005. En Escritores de América latina
(1960-2005) están, entre muchísimos otros, Carpentier, Orozco,
Marechal, Rulfo, Fuentes, Neruda, Pizarnik, Onetti... Hay varias fotos
de María Elena Walsh. Ahora, mientras las miramos, Sara cuenta que a
María Elena no le gustaba que le tomara tantas fotos, a veces parecía
molesta, se enojaba. Pero la cámara de Sara, sus ojos, no podían
evitarlo. Ahora, al recordarlo se sonríe con ternura. “Sara Facio me ha
retratado infinidad de veces –confesaba María Elena–, muchas contra mi
voluntad, pero siempre me permitió reconocerme como querría ser”.
Hay imágenes imborrables de la serie Perón vuelve
(1972/1974) que la fotógrafa tomó cuando trabajaba para las agencias
de noticias Sipa Press y Gamma, como la de un hombre agitando una Itaka
en el palco, el día de la masacre de Ezeiza. Y fotos de la serie Los funerales del presidente Perón
con la espera en el Congreso, la gente protegiendo de la lluvia los
ramos de flores. Quién es capaz de olvidar a ese hombre leyendo el
diario con una palabra como título de tapa: “Murió”.
Y están esos “muchachos peronistas” de mirada vidriosa, una foto con historia trágica: años después de haberla tomado, Sara se enteró de que el chico que ocupa el centro de la escena, el que lleva en el hombro un paño negro en señal de luto, es ahora un desaparecido. Uno siente que no hay distancia entre la fotógrafa y esos “muchachos peronistas”. Hay alquimia en ese clima especial que evidencia que a Sara le gusta poner el cuerpo, acercarse a la gente. “No soy de los fotógrafos que sacan de lejos con tele o que están fuera de la escena: yo estoy ahí al lado”, dice.
Y están esos “muchachos peronistas” de mirada vidriosa, una foto con historia trágica: años después de haberla tomado, Sara se enteró de que el chico que ocupa el centro de la escena, el que lleva en el hombro un paño negro en señal de luto, es ahora un desaparecido. Uno siente que no hay distancia entre la fotógrafa y esos “muchachos peronistas”. Hay alquimia en ese clima especial que evidencia que a Sara le gusta poner el cuerpo, acercarse a la gente. “No soy de los fotógrafos que sacan de lejos con tele o que están fuera de la escena: yo estoy ahí al lado”, dice.
Le consulto qué fue lo más apasionante que le tocó
fotografiar, cuáles fueron los momentos más intensos. No duda: “Las
fotografías que tomé con Alicia D’Amico para el libro Humanario
”. Y agrega: “Esas fotos –muchas están en sala– fueron encargadas en
1966 por el interventor de la Dirección de Salud Mental del Ministerio
de Salud Pública para registrar las condiciones edilicias y el abandono
de los hospicios. Querían sumar estas imágenes a un informe para pedir
mayor presupuesto para su área, pero nosotras sacamos, además, fotos de
los internados, que era lo que realmente nos interesaba”. Son imágenes
de enfermos psiquiátricos del Moyano, el Borda y de un manicomio en Open
Door que las fotógrafas conservaron para sí. “No pudimos mostrar las
fotos hasta 1985 porque cuando estaban los militares, como el texto del
libro era de Julio Cortázar, que estaba prohibido, no nos dejaron
mostrarlas”, explica. Esa vida intramuros a la que nos acerca la serie Humanario es potente. Estremece.
Testimonio
de su tiempo, la fotografía de Sara Facio se revela voraz, intensa,
conmovedora. Uno no puede dejar de pensar en esas imágenes que nos
tocaron profundamente y que la retina, y el corazón, conservan grabadas, indelebles.
Fuente: Revista Ñ Clarín
REVELAN LOS SECRETOS DEL GALEÓN
HALLADO EN PUERTO MADERO
A cuatro años de su descubrimiento, los arqueólogos afirman que
era un barco de comercio, hecho con roble del Cantábrico en 1747. Traía
hierro y aceitunas. Sus reliquias se verán en un mes en Monserrat.
El hallazgo. Los restos del barco, encontrados durante la excavación del complejo Zen City. /maría eugenia cerutti. |
Por Nora Sánchez
A casi cuatro años de su hallazgo, el viejo barco español que apareció en Puerto Madero sigue revelando sus secretos . Los investigadores ahora saben con certeza que era un pequeño navío mercante privado de mitad del siglo XVIII. Y descubrieron que traía aceitunas y lingotes de hierro, entre otras mercancías para vender en Buenos Aires.
A cargo del proyecto están Mónica Valentini y Javier García Cano, dos especialistas
en arqueología subacuática que trabajan en un laboratorio en Bolívar
466, sede de la Dirección General de Patrimonio e Instituto Histórico de
la Ciudad. Allí guardan las 15.000 piezas recolectadas en el
sitio del hallazgo, incluyendo centenares de fragmentos de objetos que
ellos reconstruyen con paciencia. Algunos serán exhibidos por primera
vez desde el 14 de septiembre, en una muestra en la Casa de Liniers.
La
historia del barco se remonta a 1747, el año en que un carpintero del
mar Cantábrico taló el roble para construirlo. Así lo determinó la
dendrocronología, una técnica que averigua la antigüedad de la madera
analizando los anillos que marcan el crecimiento anual del árbol. El
carpintero armó un navío modesto pero robusto, con no más de 30 metros de eslora y una bodega de proa a popa.
“Era
un barco mercante privado –dice García Cano–. No pertenecía a la corona
ni hay registros de él. El dueño se lo encargó al carpintero y le
sacaba rédito comerciando por su cuenta. Una teoría es que traía
contrabando. Pero hacia 1750, Buenos Aires tenía 40.000 habitantes,
carecía de manufacturas y casi toda su economía era informal”.
Metales. Una pieza hallada, con el arqueólogo García Cano. /néstor sieira |
Pero el Río de la Plata, con su poca profundidad y sus bancos de arena, fue una trampa para el navío, que encalló o tuvo un accidente
, como lo revela su quilla rota. Quedó en río abierto, cerca de la
desembocadura del Riachuelo, en lo que hoy es Puerto Madero. Se sabe que
la tripulación pudo abandonarlo, porque no quedaron restos humanos. En
cambio, encontraron gran parte de la carga, incluyendo numerosas botijas
de arcilla enteras y fragmentadas. Algunas conservaban su tapón de
corcho y una hasta tenía un sello sujeto con una cuerda. “En una había
carozos de aceituna”, cuenta García Cano. Otras tenían brea y resina de
pino para el mantenimiento del barco.
También había fragmentos de
jarras. “Cuando las reconstruimos descubrimos que eran alcarrazas, como
las que se ven en cuadros de Zurbarán o Murillo. Son de una cerámica
porosa que mantiene fresca el agua”, dice Valentini.
En un tablón de madera hallaron el detallado dibujo de un barco
, hecho con trazos firmes con un elemento cortante. “No hay una pieza
igual en Latinoamérica –afirma García Cano–. Evidentemente, lo hizo un
marinero que sabía dibujar muy bien. Tal vez, durante sus ocho horas de
descanso o en una estancia castigado en la bodega”.
Entre otros
elementos de metal, encontraron clavos, tachuelas y pernos de hierro
forjado que eran parte del barco. Entre la carga había también hachas y
azuelas. Se cree que una parte era para trabajar sobre la embarcación y
otra, pudo haber sido para las minas de Potosí. También había platinas.
“Son lingotes de hierro que traían para fundir y hacer herramientas,
porque en Buenos Aires no había hierro.
Metales. Una pieza hallada, con el arqueólogo García Cano. /néstor sieira. |
Incluso los cuatro cañones
hallados pueden haber sido chatarra para la fundición. Son de principios
del siglo XVIII, de hierro gris y de un calibre chico. Eran baratos y
rústicos. Y no estaban las cureñas, que son las estructuras de madera
sobre las que se montaban. Ahora estamos reconstruyéndolos en 3D”, dice
García Cano.
También aparecieron algunos elementos textiles: “Hay
un fragmento muy pequeño de lo que pudo haber sido un cinturón o un
arnés –cuenta Valentini–. Y también están los cabos del barco”. Por otra
parte, sorprenden las 29 pipas de cerámica y de caolín encontradas.
“Hay una con tres flores de Lis, que podría ser del siglo XVIII y
provenir de Gouda, Países Bajos”, explica García Cano.
“Somos
conscientes de la importancia científica e histórica de estas
investigaciones –dice el ministro de Cultura porteño, Hernán Lombardi–.
Por eso no quisimos quedarnos con el hecho azaroso del descubrimiento
del barco, sino que apoyamos el trabajo de los arqueólogos para la
conservación de los elementos encontrados y para conocer más datos sobre
la travesía”.
En abril de 2010, el barco fue enterrado a dos
metros bajo tierra en Barraca Peña, en condiciones ideales de oxígeno y
humedad. Para monitorear su grado de preservación, le pusieron sensores.
García Cano confirma: “El pecio está estabilizado y en buen estado”. Y
es ahí, en La Boca, donde este viejo navío finalmente encontró su
puerto.
Historia escondida en otras dos excavaciones
La historia de Buenos Aires está resurgiendo de las entrañas de
la tierra, de la mano de las investigaciones de la Dirección General de
Patrimonio. Una de las exploraciones más importantes se realiza en parte
de su propia sede, la Casa de Liniers, en Venezuela 469. En ese lugar,
en junio encontraron miles de objetos de la vida cotidiana de los siglos
XVII y XVIII.
La mansión donde vivió por seis años el virrey
Liniers, y que pertenecía a la familia Sarratea, fue construida sobre
otras viviendas. Los restos de esas otras casas quedaron enterrados
junto con utensilios, como dedales de cobre, cascabeles, amuletos contra
el mal de ojo y hasta un plato de mayólica portuguesa que data de entre
el 1600 y el 1650.
En marzo, Patrimonio también condujo una
investigación en la Plaza San Martín, que revela cinco siglos de
historia porteña. A metros de San Martín y Libertador, excavaron hasta
llegar a la tosca del antiguo lecho del río. Dejaron al descubierto un
piso colonial, una pared de ladrillo y el piso del Hotel Retiro, que
funcionó entre fines del siglo XIX y 1936. Allí también aparecieron
cerámicas hispano-indígenas del siglo XV y mayólicas españolas del siglo
XVII.
Fuente: clarin.com
HOMENAJE AL ESFUERZO COLECTIVO
Es “Canto al trabajo”, una escultura de 85 años que está frente a la Facultad de Ingeniería.
Por Eduardo Parise
En un primer momento se lo conoció como “El triunfo del trabajo”. Y el nombre no era desacertado. Porque en el conjunto escultórico, dividido en dos grupos (“El esfuerzo común” y “El triunfo”), eso está presente. Pero después se optó por otra denominación que, a 85 años de su inauguración, es la que llegó hasta nuestros días: aquí y en el mundo se lo conoce como “Canto al trabajo”.
Su
primer destino, en 1927, cuando se inauguró, fue la Plaza Dorrego, ese
símbolo del barrio de San Telmo. Pero una década más tarde le buscaron
un sitio para que se luciera en todo su esplendor y lo instalaron en la
plazoleta Manuel de Olazábal, en la avenida Paseo Colón, entre
Independencia y Estados Unidos, frente a la Facultad de Ingeniería, un
edificio que también tiene su historia porque allí estuvo la sede de la
Fundación Eva Perón.
Realizado en bronce por el talentoso Rogelio
Yrurtia (6/12/1879– 4/3/1950), el grupo escultórico “Canto al trabajo”
reúne en total a catorce figuras desnudas, que tienen dos veces y media
el tamaño promedio de un ser humano. En el sector delantero hay cinco
personas que representan a una familia: un hombre en actitud expectante,
una mujer que vigila el horizonte como avizorando el futuro y tres
chicos que avanzan sin temores, protegidos por esos dos mayores. En el
grupo que va detrás, varios hombres y mujeres, tirando una gran cuerda,
arrastran una roca enorme, para demostrar que el trabajo colectivo
siempre hace más liviana cualquier tarea, por pesada que sea.
La
obra le había sido encargada a Yrurtia (uno de los máximos escultores
argentinos) por la Municipalidad porteña en 1907. Fue después que el
artista, que había empezado a formarse en ese arte con Lucio Correa
Morales (luego sería su suegro) ganara el concurso para realizar el
monumento ecuestre a Manuel Dorrego, que aún se destaca en la esquina de
Suipacha y Viamonte. Por entonces Yrurtia ya había estado estudiando y
trabajando en Italia y en Francia. En éste último país estuvo viviendo
hasta 1921.
Además de estas dos obras, en Buenos Aires también se
lucen otros trabajos importantes de su autoría: el monumento-mausoleo
dedicado a Bernardino Rivadavia (está en la Plaza Miserere) y la
imponente imagen de la Justicia (en el hall de entrada del Palacio de
los Tribunales, en Talcahuano 550). Todas muestran la precisión y la
exquisitez que Rogelio Yrurtia ponía en sus obras. Los que lo conocieron
dicen que solía trabajar más de quince horas por día. La huella de su
vida en la Ciudad se puede encontrar aún en lo que fue su casa, en
O’Higgins 2390, en el barrio de Belgrano, que fue convertida en un
museo.
“Canto al trabajo” hoy está destacada como una obra
importante en esa zona del bajo de San Telmo. Pero hace poco más de un
siglo, aquellos parajes eran parte del arrabal, en donde hasta había
duelos a cuchillo, como el que ocurrió en una plazoleta que estaba a 200
metros del lugar en el que está el grupo escultórico. El protagonista
fue Andrés Cepeda, un guapo al que conocían como “el divino poeta de la
prisión”. De origen anarquista, en marzo de 1910 Cepeda se enfrentó con
otro malevo y recibió un corte en la ingle. Cuando llegó la Policía y lo
encontró desangrándose, le preguntó quién lo había herido. Y dicen que
el hombre, que no era batidor; solamente contestó: “me tropecé con una
piedra y me corté”. Después, murió. Pero esa es otra historia.
Fuente: clarin.com
Fuente: clarin.com
LOS ESTUDIANTES-SOLDADOS DE PARANÁ
Por Laura Ramos
La familia Stearns se embarcó en Buenos Aires rumbo a la ciudad
de Paraná a mediados de agosto de 1871. Un pequeño barco, piloteado por
marinos genoveses, tardó dos días en surcar el río orlado de selvas
ribereñas. Viajaban George Stearns, graduado en Artes en la Universidad
de Harvard, Adelaide Hope de Stearns, que había dejado la casa de sus
padres tres años antes, a los diecisiete, para casarse con su maestro, y
el hijito de ambos. Sarmiento había conseguido que el Congreso aprobara
un sueldo de 2.400 dólares para Stearns como director de escuela, y
mediante un artilugio inscribió a Addy como maestra con un sueldo de
1.000, en carácter de sinecura. “¡Pensar que me pagan todo ese dinero”
–escribió ella a su hermano– “cuando en mis veinte años de vida no he
ganado un solo dólar!”. Addy, de religión protestante, vestía la falda
corta que apenas rozaba el tobillo impuesta en Inglaterra por la madre
estadounidense de Winston Churchill. Pero la “falda para andar” no había
llegado al Norte de la Argentina según el hermano de George, William
Stearns, que describió con maligna ironía a las damas de Tucumán en una
carta: “Todas las mujeres usan vestidos de larga cola, que suceda lo que
suceda, no deben levantar del suelo. Aquí la señora elegante va a misa
temprano, seguida por una sirvienta, que le lleva la alfombrita para
arrodillarse. Su resplandeciente vestido color fucsia barre lenta y
majestuosamente las calles, arrastrando –¿quién puede decir qué?– del
vaciadero que es el centro de la calzada. No apura el paso, no se
vuelve; ningún movimiento indica que ha reparado en la suciedad de la
calle”.
Las clases comenzaron de inmediato con dos profesores y
ocho discípulos, aunque los gauchos de López Jordán aún luchaban en el
litoral y el asesinato de Urquiza había ocurrido sólo un año antes. El
edificio elegido para la primera escuela normal era enorme e inhóspito,
carecía de muebles, de libros y sobre todo de estudiantes, ya que muchos
padres retenían a sus hijos en sus casas, temerosos de las revueltas
armadas. Al terminar el año veintidós alumnos-maestros habían venido de
otras provincias para estudiar en la escuela de aplicación docente y
hacer prácticas como ayudantes: tenían quince o dieciséis años y muchos
no sabían urdir una resta o una división.
En 1872 la escuela se
cerró durante dos meses, cuando un batallón de soldados federales ocupó
el colegio. Durante las semanas anteriores Stearns había impartido
instrucción militar a sus discípulos y escudriñaba los movimientos de
las tropas con un telescopio colocado en la cúpula del edificio.
Mientras los sectores católicos recelaban de su protestantismo, desde el
gobierno le llegaron críticas porque el número de estudiantes-soldados
no superaba los setenta y su nivel de erudición era muy bajo. Stearns
respondió acremente, según revela Alice Houston Luiggi en Sesenta y cinco valientes
, argumentando que la escuela había pasado por tres revoluciones y que
para un alumno que acababa de dejar un fusil era difícil tomar un libro.
“Estas gentes son realmente hostiles conmigo… Mi posición aquí está
lejos de ser agradable. Irrita a los nativos ver a un extranjero a la
cabeza de la escuela” escribió a su suegro.
A comienzos del mismo
año, sólo dos meses después de haber dado a luz a un bebé, Addy
contrajo fiebre tifoidea. Falleció pocos días después, en febrero, a los
veintidós años. El recién nacido había cumplido tres meses y el hijo
mayor, que padecía un retraso intelectual, dos años. Al llevar a su
esposa al sepulcro el señor Stearns se encontró con que el único
cementerio de la ciudad, reservado a la feligresía católica, no le
permitía ingresar. Las autoridades se negaban a enterrar a una
disidente. Las jerarquías civiles debatieron con los altos mandos
eclesiásticos las alternativas del conflicto durante tres días.
Finalmente accedieron a enterrarla junto a los muros del camposanto,
pero del lado de afuera. Durante las tres jornadas el joven viudo
protegió el cadáver de la voracidad de los felinos de la selva sentado
sobre el ataúd, en las afueras del cementerio, con un revólver en cada
mano.
Fuente: clarin.com
DIEZ DÍAS ENTRE MONJES
Eduardo Longoni vivió en el monasterio más rígido del país, siguiendo su rutina, y lo registró todo con su cámara.
Por Marina Oybin
No es fácil bucear en el mundo de la fe y, menos aún, convivir con los monjes cartujos, en Deán Funes, Córdoba.
Luz
y misterio. El secreto de los monjes , la muestra de Eduardo Longoni
que se presenta hasta mañana en el Pabellón de las Bellas Artes de la
UCA, se mete en las entrañas de ese enigmático universo. Son veinte
fotos en blanco y negro, de gran formato, todas sutiles, bellas, que
condensan el trabajo de cinco años en procesiones y festividades
religiosas por el país más su estadía de diez días, en 2010, con los
monjes cartujos, una estricta orden católica fundada por San Bruno en
1084.
Fue la primera vez que la cartuja de Deán Funes, el
monasterio más rígido del país, abrió sus puertas durante tanto tiempo a
un laico. Casi un milagro. Híper austera, la orden –unos 370 monjes en
el mundo– impone clausura y voto de silencio.
En el monasterio,
Longoni se avino a la implacable rutina de sus diez compañeros. En ese
silencio que perfora, vivió en una celda de clausura. Experimentó el
sueño fracturado: como los religiosos, se levantaba a las 7 para ir a
misa. Los horarios son inamovibles: a las 7 de la tarde hay que ir a
dormir, para despertarse a la medianoche y caminar juntos, en tinieblas,
hasta una antigua capilla iluminada con luz tenue que transforma todo
en una pintura misteriosa. Allí, en una ceremonia que, cuenta Longoni,
estremece hasta al menos creyente, había cantos gregorianos durante
horas.
Sus fotos develan un universo hecho a golpes de silencio
profundo, de elipsis, de símbolos. Como si se tratara de otro tiempo, en
las tomas de Longoni impera la luz barroca. En la extraña penumbra del
monasterio, asoman los monjes en fila, no se ven expresiones, ni
miradas, sólo sus típicas capuchas en punta.
De la serie de
fotografías que tomó en procesiones y festividades religiosas por el
país hay algunas inolvidables como un díptico del Vía Crucis en Tandil.
La primera imagen es un Cristo dolorido, la mano de un fiel acaricia la
sangre pintada en su pecho.
A Longoni le apasiona trabajar en
blanco y negro. “Creo que veo en blanco y negro”, señala. Sus fotos son
potentes, precisas. Es difícil enumerar exhaustivamente su biografía: su
vida es fotográfica. Uno recuerda sus imágenes de las primeras Madres
de Plaza de Mayo en plena dictadura, el hambre, las ollas populares de
1982, restos casi vivos en Malvinas como ese avión pucará derribado, el
juicio a las Juntas, el alzamiento carapintada, las impactantes y
riesgosas fotos en La Tablada, la Plaza de Mayo en 2001 y esos sitios
infinitos, llenos de nostalgia, que le quedaron grabados en el alma.
Su
cámara pasa desapercibida: no hay ningún gesto o mirada que denote que
ahí, en medio de procesiones, encuentros religiosos y festividades en
distintos sitios, o de la vida en la cartuja de Deán Funes, un fotógrafo
disparó su cámara día y noche. Es posible asomarse, espiar. Uno siente
que no invade. Como si guardaran el secreto más preciado de un
monasterio, sus fotografías tienen el extraño encanto de rozar el
misterio. Acercarse y coquetear con el enigma.
FICHA
Eduardo Longoni. Luz y misterio. El secreto de los monjes
Lugar: Pabellón de las Bellas Artes de la UCA,
Av. Alicia Moreau de Justo 1300
Fecha: hasta el 19 de agosto
Horario: mar a dom de 11 a 19
Entrada: gratis
Fuente: Revista Ñ Clarín
PINTURAS QUE TAMBIÉN SE OYEN
Nació en Italia en 1925, creció en la Argentina y vivió por todo el mundo. Sus cuadros parecen musicales.
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