A los 76 años, y después de un año sombrío que incluyó un ACV y la muerte de uno de sus asistentes en su propia casa, el pintor inglés exhibe en California su retrospectiva 'David Hockney: A Bigger Exhibition', en la que regresa al color.
Tras un ACV, una renovada inspiración.
Por JORI FINKEL The New York Times
Sería difícil darse cuenta ante semejante volumen de trabajo, pero David Hockney, que tiene actualmente 76 años, ha vivido un año complicado. En octubre pasado, el celebrado artista británico tuvo un accidente cerebrovascular que durante un tiempo lo dejó totalmente incapaz de completar sus frases. En marzo, uno de los asistentes de su estudio, East Yorkshire, parte de un círculo muy estrecho de colaboradores, ayudantes y ex amantes, murió en la casa de Hockney después de beber limpiador para desagües tras una borrachera. Y lentamente pero sin pausa, la sordera hereditaria de Hockey ha ido progresando al punto de hacerlo depender considerablemente de audífonos y aun así debe inclinarse para poder seguir las conversaciones. De modo que no sorprende del todo que Hockney, uno de los coloristas más grandes después de Matisse, terminara trabajando exclusivamente en blanco y negro. Dejó de usar su iPad como diario visual en el que realizaba bocetos llenos de color que hacía circular para deleite de sus amigos. Hasta su descripción de la llegada de la primavera en el campo de East Yorkshire resultó bastante sombría, con los árboles empinados y sus delgadas sombras grises representados con carbonilla en vez de la exuberante paleta verde y violeta que había utilizado para el mismo paisaje y la misma estación, apenas dos años antes. Sin embargo, parte del encanto de Hockney como pintor –y como persona– es cierta resiliencia, una resistencia a abandonar el placer y la belleza de cara a los problemas. Y su regreso a California este verano, después de haber vivido y trabajado principalmente en Inglaterra durante los últimos ocho años, se ha visto acompañado por una vuelta al color: no a cualquier color, sino a algunos de los cerúleos y cobaltos de sus clásicas pinturas de piscinas de los años 1960. “Los Ángeles tiene ese efecto en mí”, dijo Hockey. “La luz es 10 veces más brillante que en cualquier otra parte. Por eso Hollywood nació aquí. La luz natural fue fundamental para el cine en 1910.” Recientemente, Hockney estaba sentado en una sala en el Young Museum observando la instalación de su enorme retrospectiva. “David Hockney: A Bigger Exhibition”. La muestra, que permanecerá hasta el 20 de enero, presenta más de 300 obras realizadas desde 2002. “Siempre pensaba en volver por la muestra”, dijo Hockney, que ha conservado su casa en Hollywood Hills. “Pero es bueno estar otra vez en California. Me quedaré un tiempo.”
La primavera en East Yorkshire, con los árboles empinados y sus delgadas sombras grises representados con carbonilla.
Con el paso de los decenios, Hockney trabajó a fondo en distintas series, cambiando de una técnica a otra –de pinturas a Polaroids, de escenografías a dibujos de línea intimistas, a acuarelas e imágenes digitales en iPads. Algunos de los nuevos trabajos, como un retrato de un amigo de Los Ángeles, Richard Sassin, son joviales. Pero en su mayoría transmiten una expresión más sombría. Y el primer retrato en color que hizo cuando regresó a California en julio constituye una fuerte manifestación de pesar. Muestra al principal asistente de su estudio, Jean-Pierre Gonçalves de Lima, hundido en una silla con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre las piernas. La pose del modelo está inspirada en Van Gogh, a partir de su retrato de 1890 “En el umbral de la Eternidad” y una litografía anterior de un veterano de guerra. Hockney dijo que eligió esa postura para su modelo pensando en Dominic Elliott, su asistente de 23 años que murió en marzo.
“Esa primera pintura de Jean-Pierre con la cabeza entre las manos, todos nos sentíamos así en ese momento”, dijo. “Tuvimos una tragedia y sabíamos lo que era.”El plural queda flotando en el aire. ¿La pintura fue acaso una suerte de autorretrato? Después de una pausa, admitió “Pienso que fue un autorretrato”. Luego, quizás ansioso por pasar a otro tema, se volvió hacia otra pared donde había un cuadro posterior de Gonçalves de Lima, donde éste mira de frente al espectador con un cigarrillo en la mano. Sí, Hockney, famoso por sus enérgicas diatribas anti-anti-tabaquismo, admitió que sigue fumando.
“En el umbral de la eternidad” de Van Gogh justamente puede verse en la exposición. Al lado de cientos de otras obras que van desde 1350 hasta 1900, fue fotocopiada y pegada en lo que se conoce como “el Gran Muro” –una serie de paneles de 21 metros de largo que Hockney construyó en su estudio como ayuda visual cuando hacía la investigación para su libro publicado en 2011 “Secret Knowledge”. El libro argumenta que una amplia gama de pintores, desde Van Eyck hasta Caravaggio, utilizaron dispositivos como espejos curvos y la cámara oscura, que cambiaron el rumbo de la pintura en Occidente. Bailey dijo que el “Gran Muro”, que nunca había sido exhibido antes, le parece fascinante a la luz de los nexos de Hockney con los antiguos maestros y su gama de técnicas.
Una exuberante paleta verde y violeta para el mismo paisaje dos años antes.
“A medida que envejece pienso que su comprensión y su compromiso con el arte del pasado no hace más que aumentar”, dijo Bailey. “Siente verdadero amor por la mirada atenta, profunda”. Hockney, naturalmente, tiene otra razón para exhibir “El gran Muro”: celebra cualquier oportunidad de exponer su teoría sobre óptica, que inicialmente resultó muy controversial.
Algunos académicos la rechazaron por falta de documentación histórica salvo raras excepciones, pero otros fueron más solidarios, y a él sigue pareciéndole que las pruebas visuales son contundentes. “No tiene más que mirar las sombras en las pinturas occidentales que se volvieron tan grandes en tiempos de Caravaggio”, a comienzos del siglo XVII, dijo entusiasmado. “No había sombras en el arte chino, japonés, persa o indio. Estoy seguro de que viene de la óptica”, agregó, señalando que los lentes requieren de una fuente de luz potente.
Su interés por la tecnología de la producción de imágenes también puede verse en sus dibujos en el iPhone y el iPad de estos últimos años, que han generado una admiración generalizada y una crítica puntual. El crítico londinense Adrian Searle escribió en una oportunidad “Hockney confunde, creo, tecnología con modernidad”. (Consultado sobre este comentario, el artista replicó con sequedad: “¿Qué es la modernidad? Seguramente sabe más que yo al respecto”.)
¿Hay alguna perspectiva de que David Hockney se retire?
“No”, dijo enfático. “Seguiré hasta que me caiga.”
Y a los pocos minutos, junto a su asistente, abandonó la sala como un chico: se iba a fumar un cigarrillo.
La sede del Club de los Pescadores y su muelle, una historia y una postal de la Ciudad.
Chalet de estilo anglonormando. El proyecto de la sede en el Río de la Plata arrancó en 1926 con los socios juntando fondos. Se inauguró en 1937.
Por Eduardo Parise
Si se lo encara como una cuestión de imagen y desde un punto de vista fotográfico, Buenos Aires tiene símbolos que la identifican. El Obelisco, el Puente Transbordador de la Boca, el Planetario, la Plaza de Mayo, el Palacio de las Aguas Corrientes son algunos de los que integran esa lista. Pero también hay otro edificio que forma parte de esos íconos porteños. El próximo 16 de enero cumplirá 77 años y, a pesar de unas cuantas sudestadas históricas (se recuerdan las de 1940, 1956, 1958, 1963 y 1989), sigue firme en el Río de la Plata y en la Costanera Norte. Es el edificio del Club de Pescadores.
La inauguración oficial se hizo el 16 de enero de 1937, pero la primera gestión para construirlo ya se había realizado en julio de 1924. Es que los socios del club buscaban tener la sede y el muelle que reemplazara al primero que habían tenido a la altura de la calle Ayacucho. En ese lugar, al que se conocía como “el muelle de los franceses” (lo usaba una empresa carbonera de ese país para bajar sus cargas y llevarlas en tren hacia la zona de Retiro), se había fundado el club el 3 de agosto de 1903. Pero dos años después, una sudestada terminó con el muelle y la casilla que usaban.
En 1926 empezó la campaña para juntar fondos y así encarar el proyecto de la nueva sede, ya en la Costanera Norte, un sector de la Ciudad para el que el paisajista francés Jean Claude Forestier había pensado el desarrollo de un parque costero, desde Puerto Nuevo hasta el límite de la avenida General Paz. El plan sólo cumplió su primera etapa con la construcción de más de cinco kilómetros de costa con hormigón armado y el respectivo rellenado con tierra para hacer la avenida.
Así, en el Club de Pescadores deciden armar un Empréstito General Interno y Obligatorio para los 715 socios. La cuota social pasó de 3 a 10 pesos; se creó una única cuota obligatoria y extraordinaria de 50 pesos (se podía hacer en 10 pagos de 5 pesos) y se creó la categoría de Socio Vitalicio que, para serlo, debía abonar una cuota única de 500 pesos. Era mucha plata: un auto costaba mil pesos. Algunos socios decidieron dejar el club. Pero los que quedaron no aflojaron. El muelle ya era una realidad. Lo habían construido con pilotes de quebracho. Y la actividad crecía tanto que desde 1931 un colectivo llevaba a los socios desde Plaza Italia y un año después, el club había comprado en 700 pesos un Buick 11 con carrocería para verano e invierno, que hacía el mismo recorrido.
El chalet, dicen los especialistas, es de estilo anglonormando, más refinado que el viejo Tudor, originario de los finales de la arquitectura medieval. De todas maneras, se destacan sus puertas y ventanas altas y los techos con importante pendiente, una característica en ese tipo de construcción. El muelle mide 512 metros, luego de la extensión que se hizo con los últimos trabajos de rellenado destinados a ampliar la avenida Costanera. Por eso, el edificio ya casi no tiene agua debajo. Esa extensión se inauguró en agosto de 2010.
La sede del Club de Pescadores fue declarada Monumento Histórico Nacional el 11 de junio de 2001 (el presidente era Fernando De la Rúa). Allí, además de trofeos y otras colecciones, existe un importante acuario con especies típicas del Río de la Plata. También funciona un restaurante especializado en cocina mediterránea. Quienes lo frecuentan coinciden: tiene una vista al río que es espectacular. En la Ciudad hay otro chalet histórico con vista espectacular, pero más urbana. Es el famoso “chalecito” normando que Rafael Díaz, el dueño de una mueblería que llevaba su apellido, hizo construir sobre el edificio con entrada por Sarmiento 1113. El “chalecito” es vecino del Obelisco y aún se ve desde algunos sectores de la avenida la 9 de Julio. Pero esa es otra historia.
Está, incómodo, en una salita del Museo de Arte Moderno. Hace sentir la falta de lugar.
Por Julia Villaro
Enorme. Un prisma gigante atraviesa el espacio entero de una pequeña sala de museo. Como un barco encallado en la arena cuyos ángulos hacen tope con las paredes y se incrustan en ellas hasta dejar su volumen fijo, suspendido en el espacio.
¿Qué pasa cuando querés colocar algo en una habitación y no entra, y lo hacés igual pero de una manera estrambótica, totalmente disfuncional?
Pregunta Jorge Macchi y la respuesta está ahí, en el segundo subsuelo del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; se llama Container y es una instalación que el artista estará presentando hasta el 9 de febrero.
La idea es sencilla: una sala pequeña y completamente blanca alberga –como puede– un contenedor azul intenso. Uno de esos que fueron pensados para cruzar distancias trasladando objetos de un lugar a otro y que ahora, puesto que todos sus ángulos entraron inevitablemente en contacto con las paredes, el piso y el techo de la sala, resulta imposible mover. Uno de esos que acostumbran contener otros objetos dentro y que –aventuramos– ahora sólo contiene espacio vacío.
A Jorge Macchi le gusta cuestionar el espacio con estas paradojas; un objeto al límite se vuelve rígido, pero dinamiza nuestra propia percepción del espacio que ocupamos. Nos hace registrar cómo la presencia –y el tamaño- de otros cuerpos nos re-define, nos incomoda. Nos hace pensar en qué nos sucede cuando nos encontramos visual y corporalmente arrinconados.
“No me hubiera interesado poner simplemente una forma, es absolutamente necesaria esa experiencia con la realidad” cuenta el artista haciendo referencia a la condición contenedora del objeto entronizado: ha sido justamente su carácter utilitario el que permitió percibir la inutilidad –en esta ocasión– del container; como un impedimento, una obturación.
Tampoco resulta arbitrario que esta instalación se lleve a cabo en un museo –primero en el Kunstmuseum Luzern de Lucerna, Suiza y ahora en el de Arte Moderno de Buenos Aires–. Un museo es también, de alguna manera, una caja, un contenedor –a veces un tanto voraz– de objetos.
Container es entonces una experiencia rara y probablemente decepcionante para todo aquel que busque obtener de ella un sentido único, una moraleja.
Sin nada en la sala para escrutar más allá de las superficies lisas y ordinarias del objeto, es a su propia sensación de cuerpo a la que el espectador, absorto, se enfrenta ante la caja. Entonces la paradoja vuelve hacia nosotros con más fuerza: como si algo o alguien lo hubiera robado, en esa caja-museo a la que generalmente entramos olvidados de nuestro cuerpo, concentrados en nuestra cabeza –más precisamente en nuestros ojos, censores y medida de todas las cosas– otra caja, una incómoda, pero con la rotundidad y el desenfado que sólo las cosas enormes pueden tener, nos devuelve en la opresión de la falta de espacio, el cuerpo que somos. Fuente: clarin.com
Colocan réplicas de un conjunto escultórico que escandalizó a Buenos Aires en 1906; las originales están en Jujuy
El conjunto escultórico será descubierto el 10 de diciembre. Foto: LA NACIÓN / Emiliano Lasalvia
Por Leonardo Tarifeño / LA NACIÓN
Los 30 años del retorno
de la democracia, por celebrarse el 10 de diciembre próximo, tendrán
una invitada especial: Lola Mora. Como parte de los festejos que
recordarán la toma del poder por parte de Raúl Alfonsín tras siete años
de dictadura militar, réplicas de dos grupos escultóricos de la
controvertida artista argentina se develarán en las escalinatas del
Congreso de la Nación, donde hoy aparecen tapadas por telas blancas que
alimentan su misterio.
Se trata de un regreso largamente esperado. El pasado
viernes 18 de octubre, las estatuas fueron instaladas en la entrada de
la sede del Poder Legislativo, pero su historia se remonta a por lo
menos un siglo atrás. En 1906, dos conjuntos escultóricos de Mora se
inauguraron como parte de la decoración exterior del Parlamento; uno
simbolizaba a la libertad y el comercio, y el otro al trabajo, la paz y
la justicia. Durante 1905, la artista había trabajado en estas
alegorías, primero en Italia (donde estudiaba en el taller del
reconocido maestro Giulio Monteverde) y luego en un sector del Congreso,
en la entrada de Rivadavia 1836, que por unos meses convirtió en su
taller y vivienda.
Sin embargo, su esfuerzo no encontró la aceptación que merecía. Ya en 1903, las críticas moralistas a su fuente de L
as Nereidas no habían permitido que la obra se emplazara en el centro
de la Plaza de Mayo, el sitio originalmente previsto, y la armonía de
esos cuerpos desnudos debió mudarse al cruce de las actuales Leandro N.
Alem y Perón (en 1918 sería colocada en el lugar que ocupa actualmente).
Las esculturas realizadas para el Congreso se vieron como parte de una
trama corrupta de sobreprecios durante la construcción del edificio, en
1905, y en 1913 el diputado radical Delfor del Valle llegó a
calificarlas de "adefesios que insultan la memoria de aquellos a quienes
pretende homenajear". Dos años después, las esculturas fueron removidas
y guardadas en depósitos municipales. En 1916 se las trasladó a Jujuy,
donde hasta hoy decoran los jardines de la casa de gobierno provincial. Y
ahora vuelven al sitio para el que fueron concebidas, esta vez como
réplicas hechas en un taller de San Martín con un proceso de alta
tecnología que incluyó fotografías 3D y moldes digitales.
Adelantada a su tiempo
A la vida y obra de Lola Mora siempre las persiguió el
escándalo. En 1909, a los 43 años de edad, la artista se casó con Luis
Hernández Otero, veinte años menor que ella. Se ha dicho que fue amante
de Julio Argentino Roca, y un rumor nunca comprobado asegura que fue
bisexual. Además de escultora excepcional, fue contratista en el tendido
de rieles del Ferrocarril Transandino del Norte (origen del Tren de las
Nubes), urbanista e inventora. A sus críticos los escandalizaba tanto
los cuerpos desnudos de sus obras como que trabajara con pantalones
puestos. Hija de una estanciera salteña, estudiante ejemplar y mujer de
rara belleza, ella jamás perdió de vista la importancia de su trabajo al
que defendió, en oportunidad a los ataques a sus Nereidas, con altura y
lucidez. "Lamento profundamente que el espíritu de cierta gente, la
impureza y el sensualismo hayan primado sobre el placer estético de
contemplar un desnudo humano, la más maravillosa arquitectura que haya
podido crear Dios", se limitó a decir entonces. El argumento es tan
certero que no parece admitir réplicas.
Adelantada a su tiempo, finalmente llegó el momento de
su reivindicación. En diciembre pasado, el gobernador jujeño Eduardo
Fellner firmó en el Congreso un convenio que impulsa la realización de
dos reproducciones de los grupos escultóricos de Lola Mora que se
encuentran en Jujuy. Una, la que se instalará en el Congreso, tiene como
objetivo devolverle a ese trabajo su espacio histórico; la otra, que se
quedará en Jujuy, pretende salvaguardar el material original, mármol de
Carrara, que con el paso del tiempo padece el llamado "estrés de clima"
y se agrieta. En menos de un mes, los paseantes de Buenos Aires podrán
redescubrir una imagen de la libertad con un gorro frigio y el busto
descubierto, una figura femenina semidesnuda que evoca la paz y un dios
Mercurio tapado con muy pocas ropas. Su historia de desplantes y
peripecias es el tema de una película y de un libro en etapa de
producción, claras pruebas de la vigencia de una obra cuya autora es
justamente homenajeada cada 17 de noviembre, fecha de su nacimiento, con
la celebración del Día Nacional del Escultor y de las Artes Plásticas.
Fuente: lanacion.com NUESTRA OPINIÓN En todos lados se cuecen habas. La
senadora Liliana Fellner, del bloque del Frente para la Victoria,
integra la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares
Históricos siendo de profesión bioquímica -¿la teoría de los
especialistas?-, fue quien se opuso acérrimamente a la concreción del
proyecto de la diputada porteña Teresa Anchorena - que fue aprobado por
la Legislatura Porteña hacen ya más de cuatro años, para el traslado de
El Pensador de Auguste Rodin desde su actual emplazamiento en Plaza
Lorea hasta el rellano de la escalera principal de acceso del edificio
del Congreso Nacional, lugar éste adonde quería ubicarlo Eduardo
Schiaffino - artista plástico, crítico de arte y fundador y primer
director de nuestro Museo Nacional de Bellas Artes - que fue quien
personalmente se lo compró a su autor. Al mismo Rodin, padre de la
Escultura moderna, le había parecido muy buena la idea de Schiaffino. Por
las dudas, aclaro que El Pensador de Auguste Rodin, es una obra
original y las dos obras de Lola Mora que se están colocando en el
Congreso Nacional, son dos réplicas. Ahora
vemos claramente las razones de la oposición de la senadora Fellner al
proyecto de la diputada porteña Anchorena: ella quería concretar su
propio proyecto de colocar esas copias de obras de Lola Mora en el
Congreso Nacional. Me pregunto: 1ro.
Por qué ha estado la senadora Fellner tan interesada en instalar esas
dos copias de obras de Lola Mora en el Congreso Nacional. ¿Interés
político? ¿Reivindicación feminista? 2do.
Si tiene sentido poner dos copias en el Congreso Nacional y que las
obras originales queden decorando los jardines de la Casa de Gobierno de
la Provincia en Jujuy. 3ro.
Si lo que se buscaba era reivindicarla a Lola Mora y a esas dos obras
suyas hechas especialmente para nuestro Congreso Nacional, si no
correspondía poner las dos obras originales. 4to.
Qué razones realmente de peso tiene la Provincia de Jujuy para retener
en los jardines de su Casa de Gobierno las dos obras originales de Lola
Mora y que las que se instalan en el Congreso Nacional sean las
réplicas. Me parece que este proyecto de la senadora Fellner tiene un sospechoso tufillo político, no artístico ni histórico. La nota de La Nación, no aclara con qué material se han hecho las réplicas de las obras de Lola Mora que se pondrán. Todo
ésto, inevitablemente me remite al desguace del monumento a Cristóbal
Colón y su remoción de la plaza Colón ordenada por la presidenta de la
Nación con intención de reemplazar el monumento que evoca al descubridor
de América por otro en homenaje a Juana Azurduy. Nos hemos ocupado
bastante ya del tema del capricho presidencial con el tema de Colón y
sabemos ahora que el monumento ya había sido restaurado en 2007 sin
necesidad de removerlo. ¿Por qué no nos cuentan las verdaderas razones de estos movimientos, en vez de subestimarnos y mentirnos como lo hacen? ¿Cuándo van a opinar sobre estos temas los especialistas en ellos? ¿Qué papel juega la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos? ¿Está totalmente de adorno? ¿O cuando las órdenes vienen de arriba se acatan como si vinieran de Dios? P. L. B.
Dolores Candelaria Mora Vega de Hernández o Dolores Mora Vega, más conocida como Lola Mora, 1866-1936.
BERLÍN.- A Martha
-Martita, como cariñosamente la llaman sus amigos o, por contraste, la
tigresa del piano, como alguna vez la bautizaron, por esa libertad
felina y ondulante de la que es dueña-, no le agrada la formalidad de
una entrevista ni la tienta la vanidad de hablar sobre sí misma.
Prefiere, en cambio, la naturalidad y la sorpresa, el margen de la
incertidumbre que le deja la espontaneidad, tal como en la
interpretación de la música, en sus momentos más libres e inspirados.
Enigmática y cautivante, apasionada y a la vez etérea,
tan escurridiza como un copo de espuma al viento, accede, a pesar de esa
reticencia que siempre la ha caracterizado, a una inusual entrevista
con la Revista, una suerte de plano secuencia real, en el cual deja
entreabierta una ventana al mundo que la rodea, al interior de lo que
vive y siente la pianista -la más fascinante de nuestro tiempo-,
envuelta en la exaltación de sus actuaciones y el fervor que le devuelve
la gente. Un reportaje hecho a su modo y medida, como un continuum con
la forma de una espiral que va del contorno al corazón de las cosas, del
afuera al adentro y del bullicio a la quietud.
Las localidades se han agotado varios meses antes. Por
los alrededores de la Filarmónica de Berlín deambulan impacientes los
esperanzados en conseguir un ticket para poder escuchar a Martha
Argerich en el primer concierto de la temporada. En el foyer crece el
murmullo de la muchedumbre y la expectativa a medida que el público
avanza como elegante torbellino en un laberinto de escaleras. Mientras
tanto, en las entrañas del emblemático teatro amarillo (el coloso alemán
que Karajan hizo erigir en los 60 como un estandarte de Occidente de
cara al muro que dividía la ciudad), todo se alista para dar inicio a
una velada inolvidable.
Martha ha llegado hace un par de días a la ciudad para
protagonizar dos esperados conciertos que son, además, el reencuentro
con su viejo amigo Daniel Barenboim, a 17 años de la última presentación
a dúo, eligiendo nuevamente la Filarmónica de Berlín como escenario
para ese nuevo hito en la historia de una amistad que los une desde la
infancia. Ha ensayado con el maestro en su propia casa y ha repasado el
concierto de Beethoven, el número 1, junto a la orquesta -la
Staatskapelle- en un ensayo general de la mañana anterior.
"Nadie sabía si yo iba a venir o no, porque no me sentí
muy bien. Estuve bastante mal este año. Pensaba dejar de tocar el
piano. completamente. No sé cómo pasó esto, quién dijo de poner una
fecha y esas cosas. Nadie. Simplemente se decidió. Las cosas pasan de
una manera en la que uno nunca sabe bien cómo ni por qué. Pensaba dejar
de tocar definitivamente. Pero me recuperé, volví y aquí estoy." Todos
listos y ella, deseosa y concentrada para dar lo mejor de sí.
Como director anfitrión, Barenboim la conduce de la
mano desde el camarín hasta el centro de la escena. En cuanto su perfil
asoma, reconociéndose el inconfundible contorno de su vaporosa melena y
una silueta sigilosa, radiante, vestida completamente de negro, el
público estalla en un clamor sin par. Saluda sobria, retribuye la
reverencia de su amigo y en un gesto de humildad agradece la bienvenida
con la expresión de su rostro. Luego de la ovación, el silencio. Y a
continuación de esa espera, finalmente la música. El concierto
transcurre cristalino, perfecto, y en el envión brillante del final de
Beethoven, otra vez el aplauso, el estallido del público resonando con
sus bravos, ahora más feliz y eufórico que antes.
"Argerich es única. Es completamente diferente", se oye
repetir en la platea, cambiando la inflexión o el matiz de las
palabras, pero subrayando siempre esa condición mágica por la cual sus
admiradores le declaran una pasión mística. No sólo por la originalidad
de su talento prodigioso, sino también por su naturaleza, rebelde e
indescifrable, Martha Argerich es una leyenda, aunque reniegue de ese
título que le suena presuntuoso y ajeno.
Detrás de escena
De regreso a su camarín, otro espectáculo diferente:
una pequeña multitud se concentra a la espera de un saludo, de un
autógrafo en el programa, la tapa de un disco o una partitura. Ella,
entretanto, se reserva un instante de soledad para disfrutar de un
cigarrillo. La gente aguarda, intercambia impresiones y se pregunta si
podrá hablarle o tomarse una foto de recuerdo. Cuando finalmente
aparece, fluctuante como una ola que sube y baja, entra y sale de su
camarín, una y otra vez asediada en los pasillos, inicia una
conversación en francés o alemán por aquí, retoma un contacto en
castellano por allá... Y en el medio de ese remolino que la sigue como
un enjambre, la perplejidad de los que admiran con respetuosa distancia.
"Ya no quiero tocar conciertos porque me cansan los
viajes. Me cansa pensar en las valijas, los vestidos, la ropa que tengo
que planchar", comenta sobre esa vorágine que poco tiene que ver con la
música, mientras firma autógrafos y sonríe para una foto instantánea.
Está contenta, exultante, el concierto ha sido un éxito y ella ha estado
espléndida en el escenario."Pero la gente me hace las mismas preguntas y
eso me aburre. Me aburre hablar de mí. No lo encuentro interesante."
Vuelve a su sitio y cierra la puerta por un rato, se
refresca con una bebida y ordena papeles sobre el piano de estudio,
cubierto de flores y partituras de Schumann, Schubert y Ginastera.
Luego, descansa en un sofá y retoma el tema.
"Es que no me gusta hablar de mi vida. Prefiero
enterarme de otras cosas y aprender de los demás. Aparte, no soy
narcisista ni estoy tan encantada conmigo", admite."Depende de cómo
estoy y cómo me siento, en general recibo a mucha gente después de los
conciertos, sólo que me hacen preguntas y eso no me gusta."
Hace una pausa y piensa -tal vez- en algo que sí le
agrada: "Disfruté de este concierto. Fue muy placentero. Los días
anteriores estuve en casa de Daniel y lo pasamos fantástico tocando
juntos, comiendo, charlando. Me encantó tocar. No sé precisarlo, pero me
sentí feliz. Quedé impresionada con la orquesta. Cuando estaban
terminando el primer tutti, me dije: ¡¿qué voy a hacer yo frente a esta
orquesta fantástica?! Ya los había escuchado antes. Sin embargo, esta
noche me deslumbraron. Es verdad que lo que uno transmite emocionalmente
en el escenario depende del repertorio. Nunca se puede prever. Eso es
lo fascinante. A veces, lo que sienten las personas desde afuera no
coincide con el momento del que está tocando. Pero no quiero hablar de
esta obra porque tengo que volver a tocarla."
Golpean la puerta, alguien se asoma y avisa que
comienza la segunda parte. El público ha regresado a la sala y ya se
recobró el silencio. Martha se dispone a volver, ahora como público,
entrando de incógnito a una última línea de platea. Se ensimisma en la
butaca, se cobija en su larga cabellera y con sutiles movimientos de la
mano, va dibujando la impresión que le producen unas grandiosas obras
sacras de Verdi que suenan imponentes como una catedral. Algunos la
reconocen, pero la música impide cualquier gesto. Al final, suspira y se
dice en voz baja, como para sus adentros: "Daniel es un misterio de la
vida, desde chico siempre lo ha sido". Y antes de que nadie atine a
acercarse, se escabulle en las bambalinas atestadas de gente y corre a
felicitar a su amigo por la conmovedora actuación.
"Cada vez lo admiro más, no sólo como músico, sino
también como persona. ¡Me encanta el camino que tomó! Es rarísimo...
Nunca conocí a nadie con semejante capacidad." Y otra vez al refugio de
su camarín, donde recibirá un nuevo aluvión de saludos y demostraciones
de afecto, hasta bien avanzada la noche, hasta que no quede nadie o al
menos hasta que decida que es hora de ir a cenar y celebrar con amigos
un día que fue grandioso.
Al día siguiente tocará por primera vez en la
Konzerthaus de Berlín. El mismo ritual en la entrada y en el público que
aplaudirá a rabiar. Muchas horas antes ya está probando la sala. Llega
temprano para estudiar la acústica -"todas las salas son distintas,
siempre hay diferencias en el sonido y en lo demás", explica-. Repasa el
mismo concierto de Beethoven que sabe con los ojos cerrados, ensaya
cada pasaje, lo deletrea lento para cuidar que ninguna nota se le escape
y después, de repente, se dispara a una velocidad de la que sólo ella
es capaz. Los técnicos, mientras tanto, comienzan a armar el escenario
con atriles y partituras de orquesta, encienden monitores, prueban luces
y ordenan cada detalle para que todo salga como lo previsto. Ella logra
abstraerse a todo ese movimiento y seguir allí, solitaria dentro de la
música, como en una burbuja imaginaria que la protege angelicalmente.
Satisfecha con las horas que lleva ensayando, recoge
sus partituras y le propone a esta cronista salir a tomar aire fresco,
ver algo de la tarde desde el Gendarmenmarkt, la plaza más bella y
elegante de Berlín. Al cabo de un recorrido, abriendo y cerrando
puertas, comparte una charla de ocasión en la que comenta -como si nada-
que en 2014 volverá a tocar en Buenos Aires después de casi diez años
(ver aparte); que Daniel tuvo la idea de repetir el dúo en el Colón y
que ella aceptó, no por una necesidad propia, sino porque se lo pidió su
amigo. "Me gusta ir a Buenos Aires, pero no para tocar. Estuve en
noviembre y no toqué. Sí me encanta, en cambio, ir al interior." Una vez
en la calle, la humedad que ha dejado la lluvia de la mañana le hace
reconsiderar el plan y entonces, otra vez en el edificio, vuelve a
recorrer los pasillos en busca de una habitación en la que pueda fumar.
Encuentra una sala agradable en el semisubsuelo. Las ventanas están bien
altas. Desde allí abajo, la vista da al empedrado de la plaza, se ve el
paso de los transeúntes y algún que otro retazo de cielo a través de
los árboles. Nada llega aquí del barullo exterior, sólo una luz delicada
queriendo despuntar en el espesor de una tarde gris. Por un momento,
todo se vuelve calma sin ese frenesí que habitualmente la acompaña.
Camina, enciende un cigarrillo y recorre el cuarto en silencio hasta que
por fin se posa serena frente a la luz de la ventana.
"Dejar de tocar no es dejar la música. ¡La música,
nunca! Pero los conciertos, los viajes, las personas.", enumera con
tedio. "Cuando uno se dedica a esto, no hay nada más. Como si no
existiera nada más en la vida. Yo ya no tengo mucho tiempo por
delante... Soy vieja y me gustaría tener la posibilidad, todavía, de
respirar otras cosas. Lo que deseo no es algo de otro mundo, ¿no?",
interroga complaciente. "Sería duro, pienso, porque no soy buena para
los proyectos. Soy una persona cambiante, aunque mis amigos dicen que
no, que represento siempre la misma historia y que hace treinta años
digo las mismas cosas, aclarando cada vez que ésta es la que va en
serio. No me doy cuenta de eso", se justifica con sonrisa
condescendiente. "¡Ese es el problema de los conciertos! Para saber qué
otras cosas deseo de la vida, necesito tiempo para averiguarlo, para
pensar y desear. En definitiva -resume, encogiéndose de hombros con el
gesto de un niño-, sólo deseo lo mismo que ansían todas las personas
cuando se ponen grandes: un poco más de libertad."
De nostalgias y recuerdos
"Ayer nos acordábamos con Daniel de tantas historias de
cuando éramos chicos, anécdotas, cosas personales. Mi mamá lo adoraba.
Siempre me decía ¿por qué no sos como él, Martha? ¡Vos tendrías que
dirigir! Nos acordamos mucho de nuestras mamás.", y se suspende, en un
silencio contenido, con la mirada puesta en el infinito a través de la
ventana.
"Me fui de la Argentina en el 55. Volví a los 20 cuando
murió mi abuelo. Más tarde, después del premio de Varsovia. Otra vez
volví con (su ex marido, Charles) Dutoit; ya estaba embarazada. Después
ya no volví. Me fui y no volví durante 14 años, aunque todavía estaba mi
padre. Mi mamá estaba en Europa acompañándome. Siempre estuvo conmigo.
Se murió en París y la extraño tanto a mi mamá. Como todas las madres,
era quien más me criticaba, pero quien más me sostenía. Fue la persona
que más me sostuvo a lo largo de la vida." Un nuevo silencio y se retira
de la ventana para encender otro cigarrillo.
"Pero vine a Berlín a tocar. Lo que pasa es que me
encuentro con tantas nostalgias.Tengo nostalgia de un gran amigo que
murió, una persona especial a la que extraño. Sin él la ciudad no es lo
mismo para mí. Lo conocí cuando vine por primera vez. Tenía 17 años. ¡Y
ahora tengo 72!", suspira. "Menos mal que no salimos., está lloviendo",
observa asomándose al vidrio, contemplando la tarde más fría y oscura.
"También siento eso con Ginebra, porque viví allí desde
los 14 años -cuenta, manteniendo la vista quieta en el plomizo cielo-.
¡Y con Buenos Aires, claro! Donde tenía amigos, gente que iba conociendo
en el exterior y reencontraba al volver: Cucucha Castro era una de
ellas, Fincki -el Dr. Finckelstein-, a quien tanto quería, y también mi
hermano, que murió hace 10 años cuando iba a cumplir 57. La vida va
cambiando y a mi edad uno empieza a encontrarse con las ausencias, y me
pasa lo que a todo el mundo: como uno no logra superar esas tristezas,
simplemente las vive", reflexiona en voz muy baja.
"Viví poco en Buenos Aires, pero en una época
extraordinaria. Había gente muy interesante que creaba un clima especial
en la Argentina. No sé qué pasó después. Algo cambió. La música era de
un nivel fantástico, iban las grandes figuras del mundo: Rubinstein,
Backhaus, Gieseking, Arrau. ¡Los vi tocar a todos ellos!", añora,
mientras recorre el cuarto ayudándose a despejar la melancolía que por
un instante le embargó la voz. "Ahora no sé cómo es. Creo que no tiene
nada que ver... Una de las primeras veces que fue Rubinstein, dio un
concierto extraordinario. Estaba con su manager, el viejo Quesada. ¡Allí
mismo organizaron 25 conciertos para la temporada siguiente! Todo debe
haber tenido más sabor, hablo en general, no sólo de la Argentina. Las
cosas no eran tan burocráticas e impersonales, todo se decidía de
acuerdo con lo que pasaba en el encuentro con el público. Había más
emoción y encanto. Hoy, los organizadores quieren estar seguros con una
anticipación tan absurda que la vida parece no tener importancia".
"Con el maestro Scaramuzza teníamos la conciencia de
esa época. Yo me siento su hija musical. Allí estudiábamos y jugábamos
con Bruno (Gelber), el Muni, como le decía su mamá. ¡Éramos tan
chiquitos y compinches! -se ríe-. Bueno, sigo siendo infantil en mi
manera de ser, aunque los niños pueden ser muy serios. Bruno fue mi
verdadero compañero. Íbamos juntos al Colón porque su papá tocaba la
viola en la orquesta. Con él compartimos la infancia. Lo quiero y como
pianista me fascina.
"¡Son unos cretinos!, nos gritaba el maestro a los
alumnos. Me acuerdo de una señora que venía en tranvía. Tardaba horas en
llegar. Los miércoles, el que llegaba primero empezaba a tocar. Esta
señora que hacía un viaje interminable, una vez allí, cedía su turno a
otro. Cuando tocaba ése, se lo cedía al próximo y así con todos hasta
que terminaba la clase. Se volvía a su casa sin haber tocado una nota.
¡Tal era el terror que le tenían! Él se dirigía a nosotros como si
fuéramos adultos ¡y éramos unos niños! Una vez se enojó fuertemente
conmigo. No recuerdo por qué. Mis padres fueron a hablarle.
-Maestro, es una nena de 6 años.
-¡Será una nena de 6 años, pero su alma es de 40!
"Scaramuzza era de Géminis, como yo", agrega con
picardía, como si el signo del zodíaco de los gemelos, que representan
las dos caras de una misma moneda, le hubiese dado una ventaja más allá
del talento prodigioso que a todos deslumbraba. "Tengo muchísimos
recuerdos. Me acuerdo de una vez que fuimos a visitarlo después de haber
tocado un concierto de Mozart en Radio El Mundo. Bajó las escaleras de
su casa y ¡fue tal la impresión que me causó! Nos miró serio, y con esa
voz seca y adusta, respirando entrecortado con su aparatito para el
asma, dijo:
-Hoy tuve un día espantoso. Después encendí la radio y la escuché a usted. Eso me hizo casi feliz."
En la calle, el mismo remolino de ayer y de siempre
frente a las puertas del teatro. Y antes de despedirse, en la penumbra
de lo que queda de la tarde, comparte una última reflexión sobre la
música; antes de volver al brillo de la escena donde se convertirá en
esa tigresa del piano por la que sus admiradores deliran, y dar un nuevo
giro a esa espiral que la acerca y la aleja, que la lleva de la
superficie al corazón de las cosas.
"La música es un misterio. Es tan misteriosa como el
amor. Es un mundo aparte, tan intangible como espontáneo, creo, porque
les habla directo a nuestras emociones. No sé describir qué sentimos
cuando tocamos o escuchamos. Una vez vi un film de los kamikaze en la
Segunda Guerra Mundial. Me impresionó saber que muchos de esos chicos de
17 o 18 años pedían escuchar música -una Sinfonía de Tchaikovski o de
Beethoven- antes de cumplir con su misión. Es tremendo pensar que una
persona que sabe que va a morir, pida la música como su último deseo. La
música nos transporta, nos saca de nosotros mismos, nos pone en un
paréntesis que ya no es nuestra vida. Creo que tiene el don de hacernos
salir del tiempo, del tiempo y de nuestra propia vida. Y eso es un
misterio formidable."
en buenos aires
Martha Argerich volverá a tocar en Buenos Aires el año próximo. Y nada menos que el Teatro Colón será el escenario donde la pianista estará acompañada por la Orquesta West-Eastern Diván, dirigida por su amigo Daniel Barenboim.
El repertorio estará compuesto por el Concierto para piano y orquesta
N° 1 en Do mayor, Op 15, de Beethoven, y piezas de Ravel. La función
será el domingo 3 de agosto, a las 17, y anticipan que significará el
punto de partida para una serie de presentaciones, entre las que se
destacan un dúo de pianos Argerich-Barenboim programado para el martes 5 de agosto..
A los botes. Una de las grandes esculturas de Mueck con Quaroni, la curadodora. / EMILIANA MIGUELEZ.
Mucho más reales que la realidad. O mucho menos. Así son las impactantes obras del australiano Ron Mueck que desde el viernes 15 a las 12,00 se pueden ver en la Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929, La Boca.
Es la primera vez que sus obras se muestran en América del Sur.
Mueck (Melbourne, 1958), pasó fugazmente por el país, para instalar las esculturas, pero partió antes de la inauguración: prefiere esquivar al mundillo del arte.
Con él estuvo Grazia Quaroni, la curadora italiana de la muestra.
En La Boca se verán nueve esculturas, de las cuales ocho son figuras humanas. Parte del atractivo de estas obras es el juego que Mueck hace con la escala, a veces reduciendo, a veces agigantando las figuras respecto de sus referentes en el mundo.
La exposición sigue abierta hasta el 23 de febrero, de martes a domingo, de 11 a 19. La entrada sale 15 pesos.
Expertos, como el profesor emérito de Oxford Martin Kempt, ponen en duda la autenticidad de la tela
Detalle de 'La Mona Lisa de Isleworth'. Foto: EFE / MARTIAL TREZZINI
Los nuevos análisis realizados sobre la conocida como 'Mona Lisa de Isleworth' muestran indicios de que es un trabajo de Leonardo da Vinci anterior a 'La Gioconda' que se conserva en el Museo del Louvre, según La Fundación Mona Lisa. Afirmación que, de momento, uno de los más reputados especialistas en el pintor italiano, el profesor emérito de la Universidad de Oxford Martin Kempt, no ve tan claras, tal como publica en su blog.
Los propietarios de la pieza, que al igual que la del museo parisino muestra el retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco de Giocondo, aunque unos años más joven, entregaron la tela a la fundación el pasado septiembre para que investigaran su autenticidad. Y en este marco se ha llevado a cabo una prueba de geometría por parte del especialista italiano Alfonso Rubino, y una prueba de carbono 14 por parte del Instituto Federal de Tecnología en Zúrich.
David Feldman, vicepresidente de la fundación y marchante de arte, explicó que, después de la presentación pública del cuadro, Rubino se puso en contacto con él. "Ha realizado amplios estudios sobre la geometría del Hombre de Vitruvio de Leonardo y se ofreció a analizar nuestra pintura para ver si se correspondía", explica. La conclusión de Rubino fue que el retrato de Isleworth, -bautizado así por el nombre del barrio de londinense donde el experto británico en arte Hugh Blaker la conservó durante 80 o 90 años- se ajusta a la geometría de Leonardo y por lo tanto salió de su pincel.
Él examen de carbono 14 llevado a cabo por el instituto de Zúrich desveló que la tela fue confeccionado casi con seguridad entre 1410 y 1455, refutando así las afirmaciones de que la Mona Lisa de Isleworth es una copia de finales del siglo XVI.