Colón o Juana Azurduy
La
decisión del Gobierno de reemplazar la estatua del genovés por la de la
heroica luchadora de la independencia profundiza divisiones que, desde
unitarios y federales, promueven que un grupo destruya lo hecho por el
otro
El encarnizamiento
contra estatuas y monumentos viene de larga data y forma parte de la
lucha entre memoria y olvido. En esa disputa se inscribe el
desmantelamiento de la estatua de Colón ordenado por el gobierno
nacional para trasladarla a otra ciudad y erigir en ese sitio una de
Juana Azurduy. Como otros asuntos relacionados con el patrimonio urbano,
se trata de un tema delicado que pone al descubierto las tensiones que
articulan y dinamizan una sociedad.
En el Egipto milenario los faraones destruían las
imágenes de sus predecesores para que su recuerdo no los opacara; los
animistas hacían lo mismo temerosos de que de éstas brotara una dýnamis
que les fuera adversa. Roma practicó también esa política salvo que,
con el tiempo, su pragmatismo hizo que, en lugar de destruir totalmente
las estatuas de antiguos magistrados, quitaran sus cabezas colocando
otras en el cuerpo de las ya existentes. El deseo de obliterar era un
modo de censura que practicaron con frecuencia.
El revisionismo histórico de lo que otrora fue la URSS
destruyó restos e imágenes de antiguos funcionarios; así, los de Stalin.
Italia para olvidar demolió bustos y placas en honor del Duce, pero aún
restan inscripciones con su nombre en el Estadio Olímpico de Roma, en
el Foro Itálico; quizá, dentro de dos milenios perduren como marcas del
pasado. ¿Acaso Roma no conserva estatuas de Nerón?
Hace unos años vimos con mi mujer, en un imponente
teatro griego construido próximo a Heildelberg durante el gobierno de
Hitler, una placa que recuerda su emplazamiento por iniciativa del
entonces ministro de Propaganda Joseph Goebbels. ¿Es razonable evocar el
nombre de este funesto personaje a propósito de un hecho respetable de
su gestión como puede serlo el construir un teatro? ¿No sería prudente
añadir junto a esa placa otra que recuerde que Goebbels -al igual que
Hitler, Himmler y otros jerarcas nazis- se suicidó para evitar ser
juzgado? Del famoso juicio de Nuremberg sólo por su participación en la
Conferencia de Wannsee, en la que se propuso la "Solución final al
problema judío", su persona no habría salido indemne.
La destrucción de obras de regímenes anteriores llegó
también hasta nosotros. Los ejemplos son numerosos. En 1889, Roca mandó
dinamitar la quinta de estilo colonial, obra del ingeniero Felipe
Senillosa, que Rosas había hecho construir en Palermo de San Benito como
residencia oficial del gobierno bonaerense, ocupada luego de Caseros
por Urquiza. Sitio emblemático donde Rosas se reunía con amigos,
correligionarios y en la que su sobrino carnal Lucio V. Mansilla cierta
vez debió esperar con pánico horas interminables para que éste lo
recibiera; según Lucio, la quinta era "algo más que un santuario".
Entiendo que fue un error haberla demolido.
Unitarios y federales, a su turno, destruyeron símbolos
e imágenes de sus adversarios. Esta entropía patológica, esta barbarie
malsana reaparece como lamentable emblema del país ya que periódicamente
se repite: un grupo destruye lo hecho por el otro. Sin ir tan lejos,
por ejemplo, por decreto de la Revolución Libertadora se echó abajo el
palacio Unzué, un caserón afrancesado afectado para residencia
presidencial (circulaba la versión de que en él, donde murió Eva Duarte,
erigirían un santuario). Perón siguió ocupándolo hasta que fue
derrocado (en ese solar hoy se alza la Biblioteca Nacional, obra de
Clorindo Testa). En la diagramación de sus jardines intervino Rubén
Darío. Esta demolición, condenable, parecía la respuesta a un abuso
ideológico donde todo era peronismo: Chaco había pasado a ser Provincia
Presidente Perón; La Pampa, Provincia Eva Perón; la ciudad de La Plata,
Eva Perón; la numismática, las medallas y la filatelia lo mostraban a
diario. No hubo puente, calle, avenida u hospital que no fuera bautizado
con esos nombres. Por reacción, la Revolución del 55 de un plumazo
canceló todo, más aún, ocultó durante quince años en un cementerio de
Milán el cadáver de Eva Perón. Con el tiempo, sine ira et studio,
"sin rencor y sin parcialidad", como sugiere Tácito (Anales, I, 1, 40),
el cadáver fue debidamente restituido -ahora descansa en el cementerio
de la Recoleta- y el nombre del ex presidente Perón, cuyas manos
desconocidos profanadores cercenaron en su tumba en Chacarita, designa
hoy un tramo de la calle Cangallo.
Cuando el doloroso episodio de Malvinas, un grupo de
enardecidos desgajó y arrojó a las aguas de nuestro río la estatua de un
funcionario británico. Después fue recuperada y vuelta a erigir en el
mismo sitio donde estuvo emplazada. Dañaron también la Torre de los
Ingleses, réplica del Big Ben de Londres, donada por los residentes
británicos a nuestra república. Periódicamente, salvajes de uno y otro
bando arruinan con grafitis paredes, estatuas, monumentos, a muchos,
estropeándolos hasta condenarlos a ese pozo negro que llamamos olvido.
Vándalos anónimos acaban de destruir el busto del
intendente Torcuato de Alvear en la plaza homónima frente a la Recoleta.
¿Sabrán quién fue Alvear? ¿Habrán pensado que el dinero que demandará
su restauración podría haber sido destinado a escuelas u hospitales? ¿A
qué obedece tanto odio, a qué tanta barbarie?
Hoy asistimos al desmantelamiento de la estatua de
Colón y la erección en ese sitio de una a Juana Azurduy. Considero justo
homenajear a esa luchadora por la independencia, que, en una ocasión,
actuó bajo órdenes del general Belgrano, pero entiendo caprichoso
desmontar la de Colón, quien, merced a su intuición, perseverancia y
arrojo, posibilitó el encuentro de dos mundos. Por él Europa descubrió
las "Indias orientales" y éstas, a su vez, descubrieron Europa. Se adujo
que no era razonable que ocupara un sitio de privilegio -a pocos metros
de la Casa de Gobierno- alguien vinculado con el tráfico de esclavos,
comercio vil, condenable desde todo punto de vista. No lo eximo de ese
oprobio, pero lo que en él se valora es el descubrimiento de un
continente que amplió y universalizó la cartografía planetaria y nuestro
horizonte mental. Si aplicamos ese criterio habría que desplazar
también, por ejemplo, los de Mendoza y Garay, fundadores de nuestra
Buenos Aires, ya que sus empresas fueron amparadas por una monarquía que
entonces toleraba la esclavitud. El tema del patrimonio urbano, como se
dijo, forma parte de la eterna lucha entre memoria y olvido. Exige por
tanto un debate sereno y reflexivo en el que prime un sentido ecuánime
"sin rencor y sin parcialidad".
Fuente: lanacion.com