Las obras de un grupo de artistas jóvenes, junto a un
guión curatorial distinto, proponen revisar el modelo de “cubo blanco”,
esa forma tan común de exponer el arte en un espacio ascéptico y
específico.
En la exposición Espacios Parasitados,
actualmente en el Pabellón de las Bellas Artes de la Universidad
Católica Argentina, el espacio es el tema central. Allí, entre las
obras y la sala, un espacio modifica a otros y éstos modifican al
primero, generando una interrelación en la que se utilizan, enriquecen y
transforman.
El primer espacio es la propia sala; los otros, son las obras de cinco artistas jóvenes argentinos. De esa convivencia resulta una especie de sistema conceptual y material, en el cual el espectador tiene un rol destacado.
El planteo del curador de la muestra, Rodrigo Alonso, reside en cuestionar la noción del espacio expositivo como “cubo blanco”, es decir, como una sala de paredes blancas sin ninguna ornamentación, donde las obras cuelgan a la altura de la vista y pueden ser individualizadas. Recuerda Alonso, en el texto del catálogo, que el denominado cubo blanco “se convierte en el paradigma de espacio expositivo tras su implementación en el Museo de Arte Moderno de Nueva York”. Sin embargo, también señala que el arte contemporáneo rechaza este supuesto ámbito neutral, y que “en lugar de acomodarse a sus imposiciones prefiere intervenir sobre él, relativizarlo, ponerlo en entredicho, parasitarlo”.
Espacios Parasitados: casi literal resulta, en este sentido, una de las obras de Agustín Fernández, “Memoria de un gigante invertebrado y miope”, que pareciera parasitar la columna de la sala en la que se apoya, y de la cual surge como si fuera un organismo tentacular de madera con imágenes en sus extremidades, sobre distintos momentos en la historia de la vivienda social nacional. En otro de sus trabajos, “Dispositivo para la presentación de las tipologías habitacionales suburbanas”, presenta una estructura también de madera, semejante a una computadora de gran tamaño, en cuya pantalla de vidrio se ven dibujos de un diseño arquitectónico sobre tipologías habitacionales con reminiscencias de la propaganda soviética de principios del siglo pasado.
Las coloridas pinturas de Leila Tschopp – pendulan entre la abstracción y la figuración– rompen con la idea de obra autónoma. Vemos una de sus pinturas sobre un dispositivo escenográfico que funciona como un muro falso sobre el cual está pintada una obra geométrica de la artista como si fuese un mural. Y sobre este último, se encuentra colgada otra obra de su autoría. En tanto en su pintura Terracita, se ve una imagen geométrica como un piso damero que remite a la obra homónima de Lino Enea Spilimbergo, en un guiño a la historia del arte.
El primer espacio es la propia sala; los otros, son las obras de cinco artistas jóvenes argentinos. De esa convivencia resulta una especie de sistema conceptual y material, en el cual el espectador tiene un rol destacado.
El planteo del curador de la muestra, Rodrigo Alonso, reside en cuestionar la noción del espacio expositivo como “cubo blanco”, es decir, como una sala de paredes blancas sin ninguna ornamentación, donde las obras cuelgan a la altura de la vista y pueden ser individualizadas. Recuerda Alonso, en el texto del catálogo, que el denominado cubo blanco “se convierte en el paradigma de espacio expositivo tras su implementación en el Museo de Arte Moderno de Nueva York”. Sin embargo, también señala que el arte contemporáneo rechaza este supuesto ámbito neutral, y que “en lugar de acomodarse a sus imposiciones prefiere intervenir sobre él, relativizarlo, ponerlo en entredicho, parasitarlo”.
Espacios Parasitados: casi literal resulta, en este sentido, una de las obras de Agustín Fernández, “Memoria de un gigante invertebrado y miope”, que pareciera parasitar la columna de la sala en la que se apoya, y de la cual surge como si fuera un organismo tentacular de madera con imágenes en sus extremidades, sobre distintos momentos en la historia de la vivienda social nacional. En otro de sus trabajos, “Dispositivo para la presentación de las tipologías habitacionales suburbanas”, presenta una estructura también de madera, semejante a una computadora de gran tamaño, en cuya pantalla de vidrio se ven dibujos de un diseño arquitectónico sobre tipologías habitacionales con reminiscencias de la propaganda soviética de principios del siglo pasado.
Las coloridas pinturas de Leila Tschopp – pendulan entre la abstracción y la figuración– rompen con la idea de obra autónoma. Vemos una de sus pinturas sobre un dispositivo escenográfico que funciona como un muro falso sobre el cual está pintada una obra geométrica de la artista como si fuese un mural. Y sobre este último, se encuentra colgada otra obra de su autoría. En tanto en su pintura Terracita, se ve una imagen geométrica como un piso damero que remite a la obra homónima de Lino Enea Spilimbergo, en un guiño a la historia del arte.
ROTONDUS. Escultura realizada en base a una torre de cajas de pizzas, de Juan Gugger. |
Este acrílico está apoyado en el piso y con una inclinación que acompaña la perspectiva de la imagen, logrando introducirnos en ese camino enigmático de rombos. A su vez, los bordes de la pintura se mimetizan con el blanco de la pared. De esta forma, obra y contexto se imbrican.
Alonso escribe: “Las obras reunidas en esta exposición articulan diferentes espacialidades y contextos. Cada una a su manera, contamina el recinto con una plasticidad y unos conceptos que nos llevan a proyectarnos más allá de sus límites materiales. Otras arquitecturas, otros lugares, otros ámbitos sociales y culturales, se hacen presentes a través de ellas, para invitarnos a reflexionar sobre formas alternativas de ocupación y pensamiento espacial”.
En sus collages de la serie Arquitecturas ficticias, José Martín Arangoa diseña espacios posibles por medio de la fantasía. En ellos encontramos imágenes, líneas en tinta y textos que dan cuenta también del trabajo que implica la realización de dichas construcciones. El tamaño de los dibujos obliga a mirarlos muy de cerca para poder decodificar las imágenes que parecen pertenecer a un mundo en miniatura. Las piezas de la serie fueron pensadas como integrantes de un libro de artista y, en este caso, se despliegan una al lado de la otra sobre las paredes del espacio.
A pesar de las diferentes
poéticas de cada artista, en todos aparece de alguna forma la
arquitectura, el cuestionamiento a la autonomía del arte, la relación
del objeto con el espacio circundante, la imaginación y la mirada hacia
la historia del arte.
Las instalaciones de Guido Ignatti se sirven de objetos cotidianos –un espejo, una persiana, un empapelado– para generar un ambiente que podría ser una habitación o un living. Sin embargo, los efectos de luces y sombras, la escala de los objetos y su disposición en el espacio producen cierto extrañamiento. ¿Son ambientes cotidianos?, ¿son tan reales?, ¿de dónde proviene esa luz un poco misteriosa?, nos podríamos preguntar. Su collage Una abertura hacia otro lado es un díptico que encuentra un eco formal en la estructura de la ventana de la sala. Así, la obra se convierte ella también en una ventana con un vidrio, a través del cual vemos imágenes de fotomurales de las décadas del 60 y 70, generando la ilusión de diversos espacios.
Las instalaciones de Guido Ignatti se sirven de objetos cotidianos –un espejo, una persiana, un empapelado– para generar un ambiente que podría ser una habitación o un living. Sin embargo, los efectos de luces y sombras, la escala de los objetos y su disposición en el espacio producen cierto extrañamiento. ¿Son ambientes cotidianos?, ¿son tan reales?, ¿de dónde proviene esa luz un poco misteriosa?, nos podríamos preguntar. Su collage Una abertura hacia otro lado es un díptico que encuentra un eco formal en la estructura de la ventana de la sala. Así, la obra se convierte ella también en una ventana con un vidrio, a través del cual vemos imágenes de fotomurales de las décadas del 60 y 70, generando la ilusión de diversos espacios.
GRAN MURO. Pintura de Leila Tschopp. |
Como dijimos al principio, el espectador tiene un rol destacado al recorrer los lugares reales y ficcionales, descubriendo las relaciones que la muestra propone - algunas más evidentes, otras menos-, pero también armando las propias, a través de su imaginación e historia personal. Podría describirse con la cita de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: “Es el humor de quien la mira el que da a la ciudad de Zemrude su forma”. No es casual que se filtren en la memoria libros como éste y cuentos como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges, que ha imaginado otros espacios, contextos y lógicas posibles.
También parasita la sala de la exposición una columna hecha con cajas de pizza en un registro no exento de humor. La obra de Juan Gugger abre un abanico de posibles interpretaciones y formas: ¿se trata de una torre de Babel Pop?, ¿es la torre de Tatlin empobrecida?, ¿o es un monumento que parodia a la sociedad de consumo? Cerca de ella, en una vitrina, expuesta como una joya o una obra de arte protegida, se exhibe una sola caja de pizza. Pareciera que los trabajos de Gugger muchas veces citan a movimientos y artistas de la historia del arte.
Sobre la muestra, la directora del Pabellón de las Bellas Artes, Cecilia Cavanagh, describe: “Los Espacios Parasitados interactúan y generan una propuesta de diálogo entre los artistas, el Pabellón y Puerto Madero. Ilustran la interacción entre lo que se expone y cómo se expone, y demuestran cómo la colocación o la ubicación de la obra afecta la percepción y el significado de la misma”.
Al salir de muestra, la mirada del arte logra contaminar (parasitar) el paisaje de Puerto Madero, y vuelve un tanto fantásticas sus torres, diques, construcciones en proceso, calles y hasta el horizonte. El efecto, afortunadamente, se prolonga por un rato.
FICHA
Espacios parasitados
Lugar: Pabellón de las Bellas Artes de la UCA, Av. Alicia Moreau de Justo 1300.
Horario: martes a domingo, de 11 a 19.
Fecha: hasta el 7 de abril.
Entrada: gratis.
Fuente: Revista Ñ Clarín